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5. LA TEORÍA FEMINISTA COMO CRÍTICA ANTIPATRIARCAL

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El neofeminismo de los años 60 y 70, entre otras muchas cosas, llevó a cabo, dicho sea muy esquemáticamente, la crítica al androcentrismo. La nueva problemática de las mujeres, provenientes de medios de izquierda cargados de intereses de los varones y afectados de puntos ciegos en lo relativo a las vindicaciones de las féminas, lleva a éstas a una revisión radical de ciertas teorizaciones presuntamente universalistas. Los paradigmas más importantes con los que se habrá de contrastar la elaboración teórica de la experiencia propia de las mujeres, las grandes epistemes emancipatorias vigentes en el momento son el marxismo y el psicoanálisis, sobre todo una determinada interpretación del psicoanálisis, la propia del freudo-marxismo. Los feminismos radicales de este período amplían así el radio de la crítica feminista como crítica antipatriarcal, a la vez que se concretan como crítica cultural y como crítica política. Pues bien, la crítica del androcentrismo se articula precisamente en la medida en que se acuña y analiza el concepto de patriarcado. La maniobra de usurpación a la que nos hemos referido encuentra aquí su sujeto. Si existe una dominación masculina cuyos efectos son sistémicos, y no es otra cosa lo que llamamos patriarcado, la crítica antipatriarcal encontrará una de sus más relevantes concreciones en la crítica al androcentrismo. Las feministas saben así dónde deben apuntar para identificar la particularidad facciosa que usa fraudulentamente su poder: el concepto de patriarcado les da la clave. Es precisamente el descubrimiento de la existencia de esta realidad y la elaboración de este constructo discursivo la gran aportación de las radicales de los 70. De este modo, la identificación del patriarcado como realidad sistémica es lo que puede dar cuenta de la sistemáticamente fraudulenta usurpación de lo universal por parte de una particularidad, la constituida por el conjunto de quienes detentan el poder, muy precisamente. En esta línea, es particularmente relevante la obra de Kate Millet, Política sexual (1969), de la que brotará el lema «lo personal es político».

Vale la pena resaltar aquí la desnaturalización de la esfera de lo privado, reducto mantenido por la Ilustración como opaco a las Luces —así lo dice Cristina Molina—. Politizar este ámbito implicará abrirlo al debate público, considerar que puede ser modificado, consensuado entre iguales y no acríticamente aceptado cual enclave de naturalización en el mundo del contrato. Beauvoir ya dijo que la biología no es destino; Millet, al criticar las relaciones de poder existentes en el espacio en el que se desarrolla nuestra vida privada, y nuestra vida sexual en tanto que privada por excelencia, prosigue la labor de desmitificar lo presuntamente natural y biológico. De este modo, redefine y amplía de modo insólito lo que era la esfera de la política convencional, en un análisis del poder en las escalas «micro» con el que, desde otros intereses, vendrán a converger los análisis críticos foucaultianos de las «microfísicas del poder».

El feminismo como teoría crítica ha tenido relaciones más o menos felices o desdichadas con otras teorías críticas de signo emancipatorio. Nos hemos referido ya a sus relaciones con la Ilustración. Sus relaciones con el marxismo han sido complejas: por un lado, la teoría feminista se ha enriquecido al incorporar la perspectiva de clase así como muchos otros aspectos de la teoría de las ideologías, como lo pone de manifiesto Ana de Miguel en este libro; pero, por otro, las pretensiones del marxismo de ser el único paradigma totalizador han tenido a menudo por efecto hacer que el feminismo quedara absorbido en sus parámetros. Ello ha ocurrido, por ejemplo, cuando los marxistas han calificado el movimiento sufragista de «feminismo burgués», con la aquiescencia de muchas feministas, o cuando el conflicto entre los sexos, en los debates de la década de los 70, quedaba tipificado como «contradicción secundaria» en relación con la lucha de clases que sería «la principal», con la consiguiente jerarquización práctica de los objetivos que se derivaba de tal jerarquización teórica. En otros casos, esta colonización tuvo por efecto que se tradujeran las categorías feministas de análisis en los términos de las conceptualizaciones marxistas —tal sería el caso de la discutida teoría de «la mujer como clase social» de Christine Delphy, asumida y reelaborada en España por Lidia Falcón30—. Haciendo un balance, que algunas estimaron o estimarán un tanto sumario, la relación entre feminismo y marxismo fue «un desdichado matrimonio», y en torno a los avatares de tales desdichas y su dimensión se generó una viva polémica en su día. Es obvio que en la actualidad sólo podría replantearse el debate desde otra perspectiva y en otros términos, como lo hace, por ejemplo, Linda Nicholson31, valorando el marxismo desde las preguntas sustantivas que el feminismo le formula. Nuestra teórica feminista contemporánea se ha referido a la ambigüedad del concepto de producción en el discurso marxista, ya que lo usa, según los contextos, en el sentido preciso de producción económica y en el sentido amplio de producción de la vida y de las condiciones de la vida en general. Nicholson inscribe su crítica en la estela de Polanyi. Como es sabido, el autor de La gran transformación32 puso de manifiesto el carácter circunscrito a la era capitalista del concepto de producción económica como una esfera separada de las demás y dotada de sus propias leyes autónomas. En las sociedades etnológicas y en las históricas, hasta el advenimiento del capitalismo, tiene lugar lo que llama Polanyi el embeddedment de la actividad económica en el conjunto de las actividades humanas ordenadas a la reproducción de la vida social. Pues bien, nuestra teórica feminista asume las tesis de Polanyi en líneas generales, a la vez que pone de manifiesto la ausencia en ellas de un análisis de género, ya que el concepto marxista stricto sensu de producción excluye de un tratamiento teórico pertinente todo cuanto las mujeres hemos hecho a lo largo de la historia.

No es de extrañar, en estas condiciones, que el feminismo vinculado a la tradición socialista y marxista se haya visto abocado a alguna de las siguientes combinaciones teóricas posibles. Una de ellas va a consistir en aceptar el concepto marxista de producción como infraestructura de la sociedad que explota a las mujeres, teorizando el patriarcado que las oprime específicamente como una superestructura ideológica. A los planteamientos que, con sus diversas variantes, han seguido esta lógica, se los ha llamado «sistemas duales». Las teóricas de los sistemas duales han recibido significativas críticas por parte de feministas contemporáneas como Iris Young, quienes estiman que no basta con que el punto ciego del marxismo con respecto al género sea complementado con un análisis yuxtapuesto, sino que es sintomático de una insuficiencia generalizada del propio marxismo como teoría. Otra posibilidad teórica que se ha dado de hecho fue la de considerar la existencia de un «modo de producción doméstico» en el que las mujeres producirían plusvalía para sus maridos empleadores por medio de su trabajo doméstico. Podemos ver en este planteamiento un uso discutible del razonamiento por analogía que se remonta al propio Engels, tal como lo formulé en su día en Hacia una crítica de la razón patriarcal33.

Por mi parte, no comparto al cien por cien los planteamientos de las críticas de los sistemas duales. Estas críticas, de inspiración postmoderna, a la vez que resaltan con justeza los límites del marxismo, prescinden del concepto de patriarcado por considerarlo ahistórico e inadecuadamente totalizador. No voy a entrar aquí en un debate sumamente complejo. Me limitaré, pues, a poner de manifiesto mis afinidades con algunos aspectos del planteamiento de la teórica feminista Heidi Hartmann en su célebre artículo sobre el desdichado matrimonio del feminismo y el marxismo34. Nuestra autora entiende que el feminismo no puede ser tratado como un apéndice de la teorización marxista, como se ha venido haciendo al considerar su problemática como una contradicción secundaria en el seno del capitalismo, que determinaría la contradicción principal. El correlato político de este planteamiento teórico consistía en poner las reivindicaciones feministas siempre en la cola de la agenda revolucionaria, cuando no se daba por hecho que automáticamente se resolverían con la implantación del socialismo. Nos hemos referido ya a la necesidad de instrumentos analíticos específicos para identificar una dominación masculina cuyo funcionamiento y efectos son sistémicos: es a este fenómeno a lo que llamamos «patriarcado». La definición hartmanniana de patriarcado como conjunto de pactos —no estables— interclasistas entre los varones que, aun manteniendo entre ellos relaciones jerárquicas, les permiten en su conjunto dominar a las mujeres, no es para nada esencialista ni ahistórica: no considera el entramado de la dominación masculina como una unidad ontológica. Entendemos que nos da buenos rendimientos explicativos a la hora de enfrentarnos con fenómenos históricos como el salario familiar, «pacto patriarcal interclasista» en términos de nuestra autora, tal como Cristina Molina y yo misma exponemos con más detalle en este libro35.

Por otra parte, la pregunta de Nicholson: ¿hasta qué punto es idónea la conceptualización marxista para dar cuenta de lo que las mujeres hemos hecho y hacemos en la historia? nos permite valorar el trayecto que va de Firestone, tal como lo desarrollo en el capítulo que le dedico, a Nicholson: el feminismo ha pasado de tematizar su discurso tomando en préstamo herramientas conceptuales al freudomarxismo a autoinstituirse en referente para estimar la idoneidad de otras conceptualizaciones.

Por otra parte, el nuevo modelo de acumulación capitalista de la era global neoliberal, íntimamente relacionado con el nuevo «paradigma informacionalista», constituye un novum de tal calibre que no puede ser pensado sin más desde el marxismo. Deja ante todo obsoleta la idea de un sujeto revolucionario unitario y de vanguardia. La globalización es un fenómeno proteico y la oposición a sus efectos devastadores no genera nada parecido a un proletariado que sería, como lo dijo Lukács, la autoconciencia crítica de la sociedad capitalista. Los perdedores de la globalización lo son por distintas razones, están dispersos en diferentes frentes y sus alianzas no pueden ser pensadas en términos de conexiones esenciales. Se trata de sujetos emergentes, plurales, sujetos colectivos que, como lo afirma la bióloga feminista Donna Haraway, se relacionan entre sí por afinidad y no por identidad. En este nuevo contexto, podríamos intentar una aproximación metafórica a las funciones respectivas del patriarcado y el capitalismo en la era de la globalización afirmando que el capitalismo, en lo concerniente al flujo de la mano de obra, introduce en el bombo las bolas del sorteo, que representarían los puestos que en el mercado de trabajo va a «necesitar». Pero los resultados de esta rifa no son aleatorios según los sexos: el terreno está siempre patriarcalmente modulado y, de este modo, podríamos decir que el patriarcado distribuye los boletos36.

El feminismo persigue así los hilos rosa de la globalización para saber por dónde se pueden introducir, consciente y políticamente, los hilos violeta. Pero para ello no puede dejar de guiarse, como también lo afirma Donna Haraway, por el pespunte y los hilvanes de los hilos rojos y verdes. Los hilos rojos, por su parte, deberán resignarse a perder su protagonismo unilateral en el diseño del patchwork que representa la estrategia teórica y política de los sujetos emergentes en la era de la globalización.

Teoría feminista 1: De la ilustración al segundo sexo

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