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6. ¿«PARTIR DE SÍ» VERSUS TRADICIÓN?

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De nuestra interpretación de la teoría feminista como teoría crítica que se ha venido articulando a lo largo de una tradición no puede sino derivarse una actitud distante y escéptica hacia lo que se ha llamado el «pensamiento de la diferencia sexual». Una de sus representantes más ilustres, Luisa Muraro, de la Librería de Mujeres de Milán, ha afirmado que «hay que acabar con el mito de que el varón ha usurpado lo universal». No se puede expresar de forma más clara lo que constituye el socavamiento de las bases mismas de toda vindicación. Pues si no es cierto que el varón ha llevado a cabo esta usurpación, nada le podemos pedir que sea nuestro y él detente en exclusiva de una manera ilegítima. La vindicación no sería, pues, desde estos supuestos, sino la —absurda— pretensión de homologarnos a la identidad masculina. Sin duda, los varones ni con toda su mejor voluntad podrían acceder a esta pretensión. Volvemos así a la vieja canción de los misóginos, representada paradigmáticamente por el antisufragista militante Otto Weininger37, según la cual las feministas somos mujeres que quieren ser varones.

No es de extrañar, pues, que, en la misma línea discursiva, Muraro proponga a las mujeres que no nos impliquemos en los problemas que plantea la coherencia —o falta de coherencia— interna del paradigma de la modernidad. No tenemos por qué «comprometernos con su lógica interna». En efecto, para las pensadoras de la «diferencia sexual» el problema no está para nada en que las abstracciones ilustradas no hayan funcionado de una manera coherente (es decir, aplicando el mismo criterio para identificar lo que se retiene como pertinente y lo que se separa —abs-trahere o separar de— por su no relevancia a efectos de algo determinado y preciso). Hemos podido ver un ejemplo pregnante de lo que es presionar para que una abstracción funcione de manera coherente en el caso de la lucha de las mujeres por el acceso a la ciudadanía. Por el contrario, las «pensadoras de la diferencia sexual» nada quieren saber de si estas abstracciones son coherentes o no. La cuestión es muy otra: que no son en absoluto pertinentes. Hablar, así, de «lo genéricamente humano» no tendría, en rigor, sentido. Pues «la diferencia sexual» es ontologizada hasta el punto de que no podría haber mediación de ninguna clase entre esas modalidades irreductibles de ser humano que constituyen el ser varón y el ser mujer. Claro está que, si abstracciones como «ciudadano», «sujeto», «individuo», etc., no son pertinentes, la cuestión de la igualdad, concepto normativo abstracto que pone en juego parámetros conmensurables entre las diferencias mismas —en la medida en que conscientemente hace abstracción de ellas—, se confunde con la de la identidad38. Entramos entonces en el debate absurdo y errático de si las mujeres deseamos o no ser varones39. Según parece desprenderse de una solvente evidencia empírica, la mayoría de las mujeres que lo desearían resultan desearlo, no porque les entusiasme la identidad idiosincrática masculina, sino porque, justamente, se ha impuesto la encarnación en ella de esos atributos de lo genéricamente humano de los que las mujeres somos excluidas.

El «pensamiento de la diferencia sexual», que se inscribe en la órbita de la crítica al logofalocentrismo40, concede de entrada que el logos, es decir, aquéllo que desde los griegos se identifica con el acceso al uso del lenguaje en el ámbito público, es decir, aquél que estaba regulado por «la equifonía»41 o igual derecho a emitir lenguaje articulado dotado de sentido —por tanto, a hablar, escuchar y ser escuchado— es de suyo masculino. En estas condiciones, carece de toda pertinencia que las mujeres pretendan hacerse un espacio en el orden falogocéntrico. Es éste el orden en el que el sujeto se constituye en tal, pero las mujeres no son ni pueden-deben ser sujetos. Pues «la mujer viene una vez más a encastrarse, a encuadrarse, a empalarse en esta arquitectónica, más potente ahora que nunca. Y hasta se complace a veces en pedir desde ésta un reconocimiento de conciencia y hasta una apropiación de conciencia que no puede tener. Pues es inconsciencia, aunque no para sí misma, que no tiene subjetividad que pueda levantar acta de aquélla ni reconocerla como propia»42. En estas condiciones, toda vindicación no puede ser sino contraproducente. Pues le es planteada a «un sujeto al que no hará sino afirmar en su determinación como pretenda recuperar de él su riqueza (…) Lo que se juega será siempre lo mismo. Todo lo más, la capitalización habrá cambiado de manos. Solución de recambio que ella adoptaría dada la vacancia de su deseo»43.

Desde estos presupuestos, es difícil comprender que el ciclo de las vindicaciones feministas haya sido tan duro y que los varones todavía no se hayan dado cuenta de lo mucho que les beneficia y apuntala. En cualquier caso, que la capitalización cambiara de manos no me parece algo tan indeseable. Es como aquello de «siempre habrá pobres y ricos». «Vale, pero al menos que no sean siempre los mismos». Sin embargo, Irigaray y las «pensadoras de la diferencia sexual» creen tener una alternativa preferible con mucho a las «reivindicaciones falomorfas»: dar un contenido —o recuperarlo— a la «vacancia» del deseo femenino. Si ella identifica su deseo genuino, tendremos el punto arquimédico desde el que construir un orden simbólico femenino paralelo al masculino en el que ella pueda inscribir y representar lo que le es propio. Por supuesto que no habrá una crítica al orden simbólico masculino: éste está bien como está siempre que los varones accedan a despojarse del disfraz de la universalidad y admitan un orden simbólico dual. Para la descripción de lo que sería ese orden, la autora de Speculum lleva a cabo una resignificación del lenguaje de la colonización muy propio de los 70. Estima así que para el falogocentrismo, «lo más urgente es asegurar la colonización de este campo nuevo (lo femenino), hacerlo entrar, no sin forcejeos ni escándalos, en la producción del discurso de lo mismo44». En el imaginario de las luchas por la descolonización se encuentra la idea —imaginaria a su vez45— de que en el país colonizado queda algún estrato genuino, sepultado bajo las capas que lo desfiguran, producto de la práctica colonizadora46. Desde este reducto inexpugnable será posible la reconstrucción-recuperación de la patria perdida. Pues bien: Irigaray, para encontrar una línea de fuga por la que poder salir del discurso fálico como discurso de lo Mismo, recurre a lo que sería la originalidad irreductible de la líbido femenina, homologada —y, por tanto, colonizada— con la masculina. Le supone un potencial subversivo capaz de conmover las bases mismas del edificio logofalocéntrico. Ahora bien ¿cómo recuperarla bajo los estratos que la tienen recubierta, al parecer sin fisuras? Aquí nos encontramos con el problema, tan debatido, acerca de si hay o no un esencialismo biologista en Irigaray. En algún texto se refiere a una «adaptación morfológica47» de su deseo a la peculiar configuración de los genitales femeninos como «ese sexo que no es uno», cuyos labios están juntos y separados a la vez, de lo cual parece derivarse que el lenguaje femenino no es unívoco ni sigue la lógica de la identidad. No entraremos aquí en este debate. Pero querríamos llamar la atención sobre la relación entre la tesis de las mujeres de la Librería de Milán de que ha llegado «el final del patriarcado» porque ya no le dice nada «a la mente femenina» y la postulación de una identidad femenina autoconstituyente: Luisa Posada ha sabido verlo con toda lucidez48. En ese supuesto, la identidad femenina escaparía a todo lo que sabemos acerca de la constitución de las identidades: su vulnerabilidad a las heterodesignaciones, su negociación a través de complejos procesos de lucha por el poder en diversos niveles, sobre todo en el de «la lucha por los significados»… No se puede, de forma totalmente voluntarista, «contraer nuevos significados» unilateralmente, como pretenden las que han expedido el acta de defunción a un complejo de pactos y relaciones de dominación entre cuyos efectos sistémicos se encuentra el ejercicio del poder por antonomasia, el poder de vida y muerte, muy en activo… sólo hay que saber contar las víctimas de la violencia sexista. Suma y sigue…

Por otra parte, de forma correlativa a la supuesta muerte del patriarcado, el mito del matriarcado vuelve por sus fueros, y con toda lógica. Pues una supuesta identidad femenina autoconstituyente tiene que encontrar su arraigo en una situación previa a la instauración del poder patriarcal. Ello puede producirse en el nivel de la filogénesis o de la ontogénesis: en el primer caso, asistiremos a una rehabilitación de las tesis de Bachofen sobre el matriarcado primitivo, en la línea de una «invención de la tradición» por la que Irigaray procederá a reconstruir una genealogía femenina (no feminista), constituyendo así un orden simbólico dual; en el segundo, se promoverá la relación con la madre en la primera infancia y el aprendizaje del habla materna en el seno de «la pareja primordial», formada por la madre y su criatura, a piedra angular del orden simbólico. Este orden simbólico de impronta maternal le retuerce el cuello al de Lacan. Pues para el psicoanalista estructuralista, el período preedípico, antes de que la Metáfora paterna haga ingresar al nuevo sujeto en el orden simbólico y en el lenguaje, es, como lo ha señalado Jane Flax49, «precultural y no social o interactivo». Por el contrario, para Luisa Muraro, autora de El orden simbólico de la madre, es la relación madre-hijo/a la que constituye la relación originaria con el ser, en un sentido en el que resuenan ecos heideggerianos… Pero, tanto en un caso como en el otro, todo se juega —minusvalorando por completo los problemas económicos, políticos y sociales de la marginación de las mujeres— en el ámbito de la cultura entendida en clave psicoanalítica lacaniana como «orden simbólico». Así, no es de extrañar que Lidia Cirillo, teórica y militante italiana que ha escrito una obra con el significativo título de Mejor huérfanas50, acuse de «psicoanalismo» a esta corriente que se inició en Francia con el grupo Psychoanalise et politique, militantemente antibeauvoireano, en el que se gesta la estirpe de Irigaray y su singular deriva italiana.

La obra de Luce Irigaray ha suscitado apasionados debates, centrados básicamente en torno a cómo interpretar esa identidad femenina incontaminada por el logofalocentrismo y reducto irreductible a su colonización. Precisamente desde esta —presunta— irreductibilidad y por ella será posible la deconstrucción del orden logofalocéntrico. En este punto Irigaray, como todos los discursos sagrados y proféticos —en su deriva italiana se profetiza la «era delle done»— presenta una constitutiva ambigüedad. Pues la identidad femenina autoconstituyente, incólume ante cualquier mestizaje, aparece en ocasiones como estando o habiendo estado ya ahí. El problema, entonces, consiste simplemente en rescatarla cual Minerva toda armada bajo los escombros patriarcales. A veces, habrá que hacer para ello uso de la evocación… En otros textos, sin embargo, se nos presenta como algo que se vislumbra, en el horizonte de los nuevos tiempos, como antídoto contra el nihilismo, pero que no está dado; así, el final de la eficacia de las heterodesignaciones patriarcales deja el campo libre, no para su reconstitución, sino para su invención. De este modo, la autora de Speculum habla de «descubrir o recuperar» la economía del deseo femenino. Esta ambigüedad explica lo que yo llamo «la derecha» y «la izquierda» de Irigaray51. La derecha sería la propuesta de Muraro de reconstruir «el orden simbólico de la madre» sobre la base de la recuperación: la «pareja primordial» está ya ahí y basta con no interferirla con impostaciones patriarcales. Por el contrario, para la deleuziana —si bien hace sus críticas inmanentes a los propios autores de El Antiedipo y Mil mesetas— Rosi Braidotti, bastante más reacia al esencialismo, hay que contraponer a toda concepción fundamentalista de la lengua materna, vivero de fascismos, la identidad nómade como políglota. Esta forma de identidad asume su propio desarraigo más allá de la emigrante y de la exiliada52, y se reinventa, en la línea de las políticas del deseo, como un «estilo», como un «vector de desterritorialización». Se autoasume en este sentido como una figuración de la subjetividad en la era de la globalización, y desde ahí presenta algunas virtualidades políticas —si bien muy sui generis— que están ausentes en la autora de El orden simbólico de la madre. A menos que pueda convencernos de que «la verdadera política» es «la política de lo simbólico».

Teoría feminista 1: De la ilustración al segundo sexo

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