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1. EL FEMINISMO COMO TEORÍA CRÍTICA

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Entendemos el feminismo como una teoría crítica y, en tanto que tal, se inserta en la tradición de las teorías críticas de la sociedad.

Seyla Benhabib, representante estadounidense de esta corriente, ha expresado de una manera pregnante y sintética cuáles son las premisas constitutivas de la teoría feminista:a) «El sistema de género-sexo es el modo esencial, que no contingente, en que la realidad social se organiza, se divide simbólicamente y se vive experimentalmente. Entiendo por sistema de “género-sexo” la constitución simbólica y la interpretación socio-histórica de las diferencias anatómicas entre los sexos. (…) El sistema de género-sexo es la red mediante la cual las sociedades y las culturas reproducen a los individuos incardinados». Hasta aquí, nuestra autora no hace sino expresar un juicio de hecho acerca del género como realidad social. Pero a renglón seguido añade: «Los sistemas de género-sexo históricamente conocidos han colaborado en la opresión y explotación de las mujeres». Ahora se emite un juicio de valor acerca de este aspecto genérico sistemático de la realidad social. De ello se deriva que: «La tarea de la teoría crítica feminista es desvelar este hecho, y desarrollar una teoría que sea emancipatoria y reflexiva, y que pueda ayudar a las mujeres en sus luchas para superar la opresión y la explotación (…) Puede contribuir en esta tarea de dos formas: a) desarrollando un análisis explicativo-diagnóstico de la opresión de las mujeres a través de la historia, la cultura y las sociedades y b) mediante una crítica anticipatoria utópica de las formas y valores de nuestra sociedad y cultura actuales, así como proyectar nuevos modos de relacionarnos entre nosotros y con la naturaleza en el futuro»1. Por mi parte, sólo añadiría a este lúcido e impecable planteamiento la observación de que el análisis explicativo-diagnóstico, en palabras de Benhabib, no es posible sin y es inseparable de lo que ella llama «la crítica anticipatorio-utópica». Pues la tematización del sistema de género-sexo como matriz que configura la identidad, así como la inserción en lo real de hombres y mujeres, es inseparable de su puesta en cuestión como sistema normativo: sus mecanismos, como los de todo sistema de dominación, solamente se hacen visibles a la mirada crítica extrañada; la mirada conforme y no distanciada los percibe como lo obvio… es decir, ni siquiera los percibe.

Así pues, la teoría feminista, en cuanto teoría, se relaciona con el sentido originario del vocablo teoría: hacer ver. Pero, en cuanto teoría crítica, su hacer ver es a la vez un irracionalizar, o, si se quiere, se trata de un hacer ver que está en función del irracionalizar mismo.

En este sentido, puede decirse que la teoría feminista constituye un paradigma, al menos en el sentido laxo de marco interpretativo que determina la visibilidad y la constitución en hechos relevantes de fenómenos y aconteceres que no son pertinentes ni significativos desde otras orientaciones de la atención. Ahora bien, la teoría crítica feminista es militante, y en ese sentido no puede decirse que se le adecuen las connotaciones relativistas que la noción de paradigma —en el sentido en que lo utiliza Kuhn— lleva consigo: la teoría feminista, precisamente, es crítica con esas orientaciones de la atención desde las que no se perciben los hechos que son objeto de su teoría, trata de poner en evidencia sus sesgos en cuanto sesgos no legítimos que obvian o distorsionan lo concerniente a la mitad de la especie con la pretensión, además —como ocurre en el discurso filosófico tradicional— de autoinstituirse en expresión histórica de su «autoconciencia»2. En este sentido, la teoría feminista no es un paradigma más al lado de otros, sino que se constituye en el Pepito Grillo de los demás paradigmas en cuanto sexistas o patriarcales; así, no puede renunciar a ciertas pretensiones normativas, que debe validar a su vez. Y para tal validación invoca el punto de vista de la universalidad, nervio de todo feminismo reivindicativo desde sus orígenes.

¿Cómo se debería entender aquí el punto de vista de «la universalidad»? No, obviamente, en el sentido de que alguien tuviera el privilegio de detentarlo en exclusiva. Ni tampoco en el de que este punto de vista estuviera ya dado de una vez para siempre, pues en tal caso no sería un punto de vista y la expresión sería contradictoria. La universalidad siempre es asintótica, marca una dirección, un horizonte regulativo, una tarea siempre abierta. Ni tiene por qué implicar el que se llegue a determinados consensos. Significa, más bien, como lo tratamos en nuestro capítulo sobre feminismo y multiculturalismo, la asunción, en el sentido en que la interpreta Albrecht Wellmer, de que, en un mundo como el nuestro en que los intercambios en todos los niveles se establecen a escala planetaria, nadie, en ningún país, cultura o civilización puede decir con honestidad «yo soy inocente». Inocencia significaría aquí pretender que las prácticas que se realizan en un marco cultural determinado agotan su significación al ser interpretadas con respecto a unos referentes de sentido cerrados en sí mismos e incuestionados. De hecho están y, de derecho, todos los referentes de sentido han de estar abiertos a la interpelación, a tener que dar razón de sus prácticas reflexionando sobre el sentido de sus propios referentes de sentido, sometiéndolos a la contrastación. Cualquiera tiene derecho a interpelar las prácticas que se lleven a cabo en contextos culturales distintos: nadie tiene el privilegio de sustraerse a la interpelación. Así se genera y se constituye una «cultura de razones» en la que el feminismo se inscribe. No vale pues, por ejemplo, decir que imponer el velo a las mujeres musulmanas es un asunto interno de un país controlado por los integristas islámicos, ni que el producir pornografía no pueda ser juzgado sino desde los parámetros de una sociedad capitalista liberal que produce la circulación del sexo como mercancía. Todo, y para nosotras en especial lo que concierne a los derechos de las mujeres, está abierto a debate público e internacional, contra lo que los fundamentalismos de todo cuño pretenden amparándose en el relativismo cultural, tal como pudo verse en la Conferencia de Beijing.

Por ello, la mirada feminista se configura desde un proyecto emancipatorio que se sitúa en los parámetros de la tradición ilustrada —al tiempo que es implacablemente crítico con los lastres patriarcales de esta tradición, tanto más cuanto que son incoherentes con sus propios presupuestos—. Se vertebra de este modo en torno a las ideas de autonomía, igualdad y solidaridad. Esta última asumirá formas distintas de la fraternidad entendida como la fratría de los varones. Se instrumentará, en consecuencia, como práctica a través de «pactos entre mujeres» como vía de acceso a la igualdad con el status del género masculino3.

El feminismo inventa y acuña, pues, desde su paradigma, nuevas categorías interpretativas en un ejercicio de dar nombres a aquellas cosas que se ha tendido a invisibilizar (por ejemplo, «acoso sexual en el trabajo», «violación marital», «feminización de la pobreza»). Y ello tiene su correlato, en el plano de la crítica teórica, en conceptos nuevos como los introducidos, por ejemplo, en la filosofía política por Carol Pateman: en su obra The sexual contract4 (1988) esta teórica feminista critica el perfil de género de las teorías del contrato social, presentando este último como un pacto patriarcal por el que los varones generan vida política a la vez que pactan los términos de su control sobre las mujeres. La historia de este «contrato sexual» sería elidida siempre en las exposiciones al uso de estas teorías5. En el mismo sentido, la hermenéutica feminista alemana contemporánea6 hace una relectura de Kant en la que se ponen de manifiesto las «fisuras» —en expresión de Ángeles Jiménez y Concha Roldán— en su concepción universalista del sujeto al excluir a las mujeres del ámbito de la autonomía moral y del derecho de ciudadanía7. Ahora bien: que no se nos diga que eran cosas «propias de su época», porque su contemporáneo y conciudadano Theodor G. Von Hippel escribía en el mismo momento su obra Sobre el mejoramiento civil de las mujeres8, testimoniando con ello la recepción en la Aufklärung de un debate sobre las mujeres que recorre la tópica ilustrada: arranca del preciosismo9, tiene uno de sus hitos más importantes en el cartesiano Poullain de la Barre (De l’Égalité des deux sexes10, 1673), se prolonga en la literatura feminista y de mujeres de la Revolución Francesa (Cahiers de Doléances, «Declaración de derechos de la Mujer y de la Ciudadana» de Olympe de Gouges11) y en Inglaterra encuentra su mayor exponente en el vibrante alegato de Mary Wolstonecraft, Vindicación de los derechos de la mujer12 (1792), donde polemiza con Rousseau —maestro de Kant en este punto— acerca de la educación de las mujeres.

Por seguir con nuestros ejemplos de lo que hace el feminismo como teoría crítica, podríamos referirnos a la lectura en clave política del discurso de la misoginia romántica, como discurso reactivo con respecto a las vindicaciones ilustradas de las mujeres. Este discurso, en efecto, para frenar nuestra incorporación a las nacientes democracias, elabora una serie de conceptualizaciones en las que la diferencia de los sexos se ontologiza hasta la exasperación (Schopenhauer, el propio Hegel, Kierkegaard y, aunque su posición es más compleja, el propio Nietzsche serían en este sentido misóginos románticos, por ceñirnos aquí a los filósofos considerados de primera línea13). En este sentido, una aportación interesante al estudio de la democracia desde el punto de vista de la preocupación por la diferencia de los sexos se encuentra en la obra de Geneviève Fraisse, Muse de la raison14. Espero que, a lo largo de este libro, se encuentren los suficientes botones de muestra para ilustrar la constitución del feminismo en referente necesario si no se quiere tener una visión distorsionada del mundo ni una autoconciencia sesgada de nuestra especie.

La teórica feminista Nancy Fraser ha formulado con agudeza las exigencias que se le plantean a una teoría que pretenda ser realmente crítica desde el punto de vista de los intereses emancipatorios del feminismo. Le cedemos la palabra:

Nadie ha mejorado nunca la definición de Teoría Crítica que diera Marx en 1884: «la autoclarificación de las luchas y anhelos de la época» (Carta a Ruge, sep. 1843). Lo que tan atractivo resulta en esta definición es su carácter francamente político. (…) Una teoría crítica de la sociedad articula su programa de investigación y su entramado conceptual con la vista puesta en las intenciones y actividades de aquellos movimientos sociales de la oposición con los que mantiene una identificación partidaria aunque no acrítica. Las preguntas que se haga y los modelos que designe estarán informados por esa identificación y ese interés. Así, por ejemplo, si las luchas contra la subordinación de las mujeres figuran entre las más significativas de una época dada, entonces una teoría crítica de la sociedad de ese período tendería, entre otras cosas, a arrojar luz sobre el carácter y las bases de esa subordinación. Emplearía categorías y modelos explicativos que revelaran en lugar de ocultar las relaciones de dominancia masculina y subordinación femenina. Y desvelaría el carácter ideológico de los enfoques rivales que ofuscaran o racionalizaran esas relaciones… por tanto, uno de los criterios de valoración de una teoría crítica (…) sería: ¿con qué idoneidad teoriza la situación y las perspectivas del movimiento feminista? ¿En qué medida sirve para la autoclarificación de las luchas y anhelos de las mujeres contemporáneas15?

La pregnancia del texto de Fraser que hemos citado nos remite a detenernos algo más en la relación del feminismo con la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt. El concepto de crítica en Kant, tal como ha sido recogido y profundizado por Habermas en Conocimiento e interés, vincula la existencia de un interés práctico de la razón con la capacidad de la propia razón de transcenderse a sí misma en la autorreflexión, que cobraría por ello mismo un sentido emancipatorio. La razón va más allá de sí misma en su propia autocrítica, en la conciencia de sus límites y de su propia posición porque es razón práctica, conatus de autonomía y voluntad de autonormarse, en suma, libertad16. Sólo esta concepción de la reflexión, que implica como tal el interés práctico de la razón, hace posible que se vincule, como lo ha señalado Neus Campillo, crítica con libertad. Es como si la razón quisiera saber más de ella misma —ser crítica— para ser más ella misma, para ser en mayor medida autónoma y estar emancipada en mayor grado: libertad. Ahora bien, en la Escuela de Frankfurt esta concepción kantiana de crítica se enlazará y desteñirá —y a la inversa— sobre la concepción marxista de crítica en el sentido que nos ha recordado Nancy Fraser. En este sentido, la crítica de la razón patriarcal se inscribiría en el proyecto kantiano de autocrítica de la razón —¿hasta qué punto es racional la razón patriarcal?— redefinido a través del concepto marxista de crítica. Y el enlace se establecerá en la articulación que se produce, desde el cartesianismo, entre la teoría de la racionalidad y la teoría de la modernidad, pues la modernidad puede asumirse en una medida significativa como un proceso de racionalización en el sentido de Max Weber, de desencantamiento del mundo y constitución de esferas autónomas reguladas por una legalidad inmanente.

Pues bien, al estar la razón socialmente incardinada en sentido weberiano, como dice Campillo: «El tema de la razón se convierte en la modernidad en el tema de la sociedad misma». Por ello «que una teoría de la racionalidad se coimplique con una teoría de la modernidad significa que la crítica incluye al mismo tiempo una teoría de la razón y de la sociedad». La crítica de la reificación social se doblará así de una crítica del pensamiento reificado —razón instrumental, pensamiento identificante en el sentido de Adorno—. La íntima conexión de crítica con libertad que se establece de este modo nos devuelve al punto de partida de esta presentación del feminismo como crítica: la mirada feminista, que sólo ve en tanto que se extraña, no debe el extrañamiento que le hace ver —y constituirse por ello en mirada crítica— sino a esa «impaciencia por la libertad» que llevaba a Foucault, tan lejano en otros aspectos a la tradición de la teoría crítica, a armarse de paciencia para poder pensar críticamente, desde las fronteras, la ontología de nosotros mismos, los límites que nos constituyen. Entre los cuales, los que ha troquelado en nosotros el sistema de género-sexo no son precisamente los más inocentes —por más que Foucault no fuera demasiado sensible a ellos— en orden a vivir como iguales en tanto que libres.

¿Cuántos nombres ha inventado el feminismo en su ejercicio de crítica de la sociedad sexista? Françoise Collin pidió que a la violación masiva de mujeres en Bosnia se la llamara «atentado político»; nosotras pretendimos que las víctimas mujeres que han muerto asesinadas por sus compañeros, maridos, amantes o ex se categorizaran como «víctimas del sexismo». Son más que las víctimas del terrorismo de ETA. Sin embargo, como hemos tratado de ponerlo de manifiesto, éso no se vio hasta hace poco como un fenómeno estructural, sino como una serie de incidentes dispersos: se habla todavía de ellos como de «crimen pasional» o de «acoso sexual», a veces indistintamente, como si fueran categorías que pudieran estar en un mismo nivel. «Acoso sexual en el trabajo» denominamos a lo que se llamaba «inocente pellizquito en el culo de la secretaria» o, simplemente, insistencia, quizá más allá de lo pertinente, por parte de quien tiene la disculpa cuasi ontológica de ser, simplemente, ligón, cosa por lo demás socialmente prestigiosa: su sexualidad es como un torrente y, claro, ya se sabe que los torrentes se desbordan. Estas anécdotas no se sumaban porque eran anécdotas; o, más bien al contrario, eran tratadas como anécdotas porque no se sumaban ni se consideraba procedente el hacerlo porque no se veían como magnitudes homogéneas (no pueden sumarse, evidentemente, peras con melones ni con manzanas). No podían percibirse tampoco como magnitudes homogéneas porque no se disponía para estos fenómenos de categorías y, como lo decía Kant, «intuiciones sin concepto son ciegas». Lo dado a la intuición empírica sin categorizar se trivializa, como insignificante y nimio por su propia dispersión, a falta de las reglas de síntesis que los conceptos adecuados proporcionan. Si se quema la choza de unos gitanos tenemos disponible la regla de síntesis para subsumir este fenómeno, y lo llamaremos entonces «crimen racista»; sin embargo, no tenemos aún la categoría de «crimen sexista». Sabemos hace mucho tiempo que las tablas de las categorías no son intemporales ni dependen de a prioris formales de la constitución del entendimiento. La experiencia se constituye y se elabora como un texto en el ámbito de lo que, en su sentido laxo, se ha dado en llamar un paradigma: «marco interpretativo que determina la visibilidad y la constitución en hechos relevantes de fenómenos y aconteceres que no son pertinentes ni significativos desde otras orientaciones de la atención», tal como lo hemos caracterizado. Por supuesto que estos marcos interpretativos, que determinan el horizonte de visibilidad, tienen mucho que ver con lo que Habermas ha llamado «los intereses emancipatorios del conocimiento», así como con la posibilidad misma de hacer «teoría» en sentido griego, es decir, «hacer ver». Ahora bien, insistimos en que, en cuanto teoría crítica, el «hacer ver» de la teoría feminista está en función de un irracionalizar que por su propio mecanismo generaliza y, en su generalizar mismo, vuelve perceptible qua tale un sistema de dominación. Si falta este momento, justamente el de la irracionalización, ni funciona el mecanismo de generalización ni se pone en marcha el de la categorización. La mirada no irracionalizadora no atraviesa el umbral que pasa de la anécdota a la categoría porque no subsume bajo conceptos (ni, por tanto, elabora en esta operación misma) aquéllo que, solamente cuando es puesto en solfa por obra de la irracionalización, o de la inmoralización, si se quiere, se convierte en un conjunto de magnitudes homogéneas. Sólo la irracionalización activa aquí lo que podríamos llamar «la imaginación feminista» en el sentido kantiano de facultad ejecutora, la que lleva a cabo e instrumenta, bajo la regla de síntesis que le da el concepto del entendimiento, la referencia de la multiplicidad del material sensible a las diversas «formalidades de la unidad sintética de la apercepción», es decir, a las categorías. Así, para la teoría feminista, la razón por la que la secretaria recibe el azotito cariñoso de su jefe no es la deseable e inevitable atracción entre los sexos sin la cual, como nos advierten tantos, se deserotizaría el mundo y ello sería una malísima cosa, sino que es la misma razón por la que la secretaria le prepara a su jefe el café y, en último término, por la que es secretaria en la segregación del empleo por sexos, etc. Etcétera sólo evidente, por supuesto, a la luz de los conceptos de la teoría. Pateman lo explicaría por el paradójico contrato sexual que, en el mundo del contrato, sigue definiendo a las mujeres como un status, mejor dicho, como un infraestatus.

En este sentido, el feminismo como teoría crítica tiene también una peculiaridad: no sabe conceptualizar sin politizar. Así les ocurría a las mujeres de la Revolución Francesa cuando eran heterodesignadas como el «bello sexo» por los revolucionarios. Ellas, en cambio, pasaban a la propia autodesignación como «Tercer Estado dentro del Tercer Estado»; acuñaban entonces conceptos políticos nuevos resignificando los epítetos denostativos que utilizaban los revolucionarios contra el Antiguo Régimen, para poner así de manifiesto su incoherencia. De este modo, al autoconceptualizarse, no podían dejar de hacerlo en un lenguaje político. Así, nosotras no sabemos conceptualizar sin politizar. Al sumar como magnitudes homogéneas fenómenos que desde otros puntos de vista (por llamarlos así) no tienen entre sí ninguna relación significativa, la categorización feminista los promociona, desde el ámbito de lo privado al que se los suele adscribir cuando se los trata como fenómenos inconexos y psicológicos (rasgos de carácter de un jefe bonachón, aunque un poco «salido»; inclinaciones serviciales de la personalidad de la secretaria, etc.) al espacio de lo público, donde se los tratará como un problema social. Entonces serán debatidos, abiertos al debate público. Sirva este excursus sobre el ejercicio de dar nombres como homenaje a la teórica del feminismo liberal que supo dar nombre, «la mística de la feminidad», al «problema que no tiene nombre17». Hay que recordar, además, algo que es importante desde el punto de vista filosófico: en la obra de Friedan encontramos interesantes críticas de alcance epistemológico a las ciencias sociales, cuyos discursos de divulgación en la literatura médica, psiquiátrica y pediátrica, así como en los libros de conducta para mujeres18 colaboraron en no poca medida con otros «dispositivos», en sentido foucaultiano, a generar la psicología de la «mística de la feminidad».

Teoría feminista 1: De la ilustración al segundo sexo

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