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9. LA PRIMERA OLA: LAS POLÍTICAS DE INCLUSIÓN EN LA ESFERA PÚBLICA

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Tal y como se desarrolla en los primeros capítulos de esta historia de la Teoría Feminista, el desarrollo de las democracias occidentales inauguró un nuevo ámbito social y político de igualdad y libertad. Es el ámbito de la ciudadanía, de los derechos civiles, políticos y sociales. Sin embargo, como es sabido, las mujeres quedaron excluidas de la ciudadanía. Las solemnes declaraciones de derechos que afirmaban: «Todos los hombres nacen libres e iguales», debían haber añadido, «excepto las mujeres», o haber sustituido la palabra «hombre» por la de «varón»63. Lógicamente no lo hicieron. Como ha señalado Fraisse, la propia lógica universalizadora de las democracias, base de su legitimidad, no permite mencionar, hacer explícita la exclusión, ésta debe ser tácita: «debe hacerse sin decirse, o sin verse, pues de lo contrario, se corre el riesgo de resaltar la contradicción de la proclama igualitaria»64.

En las dos últimas décadas numerosos estudios, entre los que destaca El Contrato Sexual de Carole Pateman, han abordado una rigurosa reconstrucción de las condiciones del Contrato Social para poner de relieve la trascendencia de la exclusión de las mujeres de este proceso constituyente fundacional de las democracias. A través del análisis de autores clave de la modernidad como Locke, Rousseau y Kant, estos estudios han explicado con detalle cómo la adscripción de las mujeres a la esfera privada-doméstica es el mecanismo por el que la tradición ilustrada y liberal consuma la exclusión de las mujeres de las promesas ilustradas de igualdad y libertad. Fuera de lo público no habrá «ni razón ni ciudadanía, ni igualdad, ni legalidad ni reconocimiento de los otros». En la modernidad las dos esferas se constituyen con lógicas y simbólicas contrapuestas y, frente a una supuesta complementariedad de identidades y funciones, aparecen rígidamente separadas y jerarquizadas65. El discurso teórico de la modernidad y las nuevas producciones científicas se encargarán de legitimar este orden social a través de la ideología de la naturaleza diferente y complementaria de los sexos que se convirtió, tanto desde la filosofía como desde las nuevas ciencias sociales, en la ideología legitimadora de estos dos espacios e identidades.

Desde entonces las mujeres no han cejado en la lucha contra su exclusión de la esfera pública. Como decíamos antes, la Revolución Francesa marca el primer momento histórico en que las mujeres se articulan, tanto en la teoría como en la práctica, como un grupo social oprimido con características e intereses propios, es decir, como un movimiento social. Es cuando las mujeres se autodesignan «el tercer estado del tercer estado», conscientes del carácter interestamental de su opresión. Y tiene lugar, también, la primera Declaración de los Derechos de la mujer y la Ciudadana, redactada por la girondina Olympe de Gouges. Pero, sin duda, será a lo largo del siglo diecinueve cuando se desarrollarán importantes movimientos de mujeres que lucharon por cambiar esta situación de exclusión y servidumbre. El debate social en torno a la situación de las mujeres y las relaciones entre los sexos fue, a lo largo del siglo de los movimientos sociales, uno de los temas de la época66.

La industrialización y el capitalismo alteraron las relaciones entre los sexos. El nuevo sistema económico incorporó masivamente a las mujeres proletarias al trabajo industrial —como mano de obra más barata y sumisa que los varones—, pero, en la burguesía, la clase social ascendente, se dio el fenómeno contrario. Las mujeres quedaron enclaustradas en un hogar que era, cada vez más, símbolo del estatus y éxito laboral del varón. Las mujeres de la burguesía media experimentaban con creciente indignación su situación de propiedad legal de sus maridos y su marginación de la educación y las profesiones liberales, marginación que, si no contraían matrimonio, las conducía inevitablemente a la pobreza.

En este contexto, las mujeres comenzaron a organizarse en torno a la reivindicación del derecho al sufragio, lo que explica su denominación como «sufragistas». Esto no debe entenderse nunca en el sentido de que esa fuese su única reivindicación. Muy al contrario, las sufragistas luchaban por la igualdad en todos los terrenos apelando a la auténtica universalización de los valores democráticos y liberales. Sin embargo, y desde un punto de vista estratégico, consideraban que una vez conseguido el voto y el acceso al parlamento podrían comenzar a cambiar el resto de las leyes e instituciones. Además, el voto era un medio de unir a mujeres de condiciones sociales y económicas y opciones políticas muy diferentes. Su movimiento era de carácter interclasista, pues consideraban que todas las mujeres sufrían en cuanto mujeres, e independientemente de su clase social, discriminaciones semejantes.

En 1848, en el estado de Nueva York, se aprobó la Declaración de Seneca Falls, uno de los textos fundacionales del sufragismo. En Europa, el movimiento sufragista inglés fue el más potente y radical. Desde 1866 en que el diputado John Stuart Mill, autor de La sujeción de la mujer, presentó la primera petición a favor del voto femenino en el Parlamento, no dejaron de sucederse iniciativas políticas. Sin embargo, los esfuerzos dirigidos a convencer y persuadir a los políticos de la legitimidad de los derechos políticos de las mujeres provocaban burlas e indiferencia. En consecuencia, el movimiento sufragista dirigió su estrategia a acciones más radicales. Aunque, como bien ha matizado Robotham: «las tácticas militantes de la Unión habían nacido de la desesperación, después de años de paciente constitucionalismo»67. Las sufragistas fueron encarceladas, protagonizaron huelgas de hambre y alguna encontró la muerte defendiendo su máxima: «votos para las mujeres». Tendría que pasar la primera guerra mundial para que las mujeres inglesas pudiesen votar en igualdad de condiciones.

A lo largo del siglo XIX ya encontramos amplia documentación sobre la diversidad que siempre ha caracterizado al movimiento feminista. Dentro del sufragismo convivieron varias tendencias y lo mismo sucedería en la corriente socialista. El nervio teórico de los socialismos arranca de la miserable situación económica y social en que vivía la clase trabajadora, pero, desde el socialismo utópico hasta el marxismo más ortodoxo, todos tuvieron en cuenta la situación de las mujeres a la hora de analizar la sociedad y de proyectar el futuro. El marxismo articuló la llamada «cuestión femenina» en su teoría general de la historia y ofreció una nueva explicación del origen de la opresión de las mujeres y una nueva estrategia para su emancipación. De este análisis se seguía que la emancipación de las mujeres implicaría su retorno a la producción y a la independencia económica. Sin embargo, por otro lado, el socialismo insistía en las diferencias que separaban a las mujeres de las distintas clases sociales. Así, aunque las socialistas apoyaban tácticamente las demandas de las sufragistas, también las consideraban enemigas de clase y las acusaban de olvidar la situación de las proletarias, lo que provocaba la desunión de los movimientos. Sin embargo, y a pesar de sus enfrentamientos con las «sufragistas», existen numerosos testimonios del dilema que se les presentaba a las mujeres socialistas. Aunque suscribían la tesis de que la emancipación de las mujeres era imposible en el capitalismo —explotación laboral, desempleo crónico, doble jornada, etc.— eran conscientes de que para sus camaradas y para la dirección del partido «la cuestión femenina» no era precisamente prioritaria. Esto no impidió que las mujeres socialistas se organizaran dentro de sus propios partidos; se reunían para discutir sus problemas específicos y crearon, a pesar de que la ley les prohibía afiliarse a partidos, diferentes organizaciones femeninas. Los cimientos de un movimiento socialista femenino internacional fueron puestos por la alemana Clara Zetkin (1854-1933), quien dirigió la revista femenina Die Gliechheit (Igualdad) y llegó a organizar una Conferencia Internacional de Mujeres en 1907.

En esta breve reconstrucción de la historia del movimiento queda ya patente la heterogeneidad y las fuertes polémicas internas que caracterizan a todo movimiento social. Sin embargo, la misma constatación de la diversidad hace aún más pertinente la pregunta por cómo se construye la unidad, cómo se constituye una identidad feminista independientemente de la clase social y otros factores diferenciales. Esta identidad, que ya comenzó a articularse en la Revolución Francesa por la exclusión de todas las mujeres del ámbito público y la ciudadanía —«el tercer estado del tercer estado»— se fundamenta en la identificación de las bases comunes de la dominación patriarcal y en el consiguiente interés común por cambiar el inmutable destino que la llamada «era de los cambios» les continuaba asignando. De hecho, a pesar de las profundas divergencias y las agrias polémicas entre socialistas y sufragistas comenzaba a fraguarse una identidad feminista común. Desde ambos lados del movimiento es posible identificar una práctica teórica centrada en deslegitimar la ideología de la naturaleza diferente y complementaria de los sexos —especialmente el discurso sobre la inferioridad de las mujeres— y en reclamar la aplicación universal de los principios ilustrados y democráticos. En cuanto a las políticas reivindicativas, la mayor unidad se forjó en torno a lo que podemos denominar «las políticas de la inclusión en la esfera pública»: el derecho al sufragio, al trabajo asalariado y a la educación superior.

Teoría feminista 1: De la ilustración al segundo sexo

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