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10. LA SEGUNDA OLA: LA POLITIZACIÓN DE LA ESFERA PRIVADA: HACIA UNA REDEFINICIÓN DE LA POLÍTICA

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Tras la conquista de los derechos políticos —en numerosos países europeos tuvo lugar tras el fin de la primera guerra mundial— las mujeres comprobaron las enormes dificultades que comportaba su acceso igualitario al ámbito público, donde más que con un techo de cristal se topaban en aquel entonces con un auténtico muro de hormigón armado. Constatar las insuficiencias de la igualdad formal llevó al feminismo a un nuevo resurgir organizativo y a una etapa de gran vitalidad y creatividad teóricas. Los 60 fueron, en general, años de intensa agitación política. Las contradicciones de un sistema democrático que tiene su legitimación en la universalidad de sus principios, pero que en realidad es clasista, sexista, racista e imperialista motivaron la formación de la Nueva Izquierda y diversos movimientos sociales radicales pro derechos civiles, estudiantiles, pacifistas y, claro está, feministas. En buena medida la génesis del Movimiento de Liberación de la Mujer hay que buscarla en el creciente descontento de las mujeres con el papel subsidiario y cercano al tradicional que se les adjudicaba en el Movimiento Antisistema. De nuevo fue a través del activismo político junto a los varones, como en su día las sufragistas en la lucha contra el esclavismo, como las mujeres tomaron cuenta de la peculiaridad de su opresión y optaron por organizarse de forma autónoma.

La denominada segunda ola del movimiento mantuvo una línea de continuidad con los planteamientos y reivindicaciones de inclusión en la esfera pública, y se fundamentó la necesidad de establecer mecanismos sociales y políticos capaces de romper la dinámica excluyente del sistema patriarcal, como la discriminación positiva y las cuotas. Sin embargo, en esos mismos momentos el feminismo radical comenzaba a desarrollar el crucial giro de las teorías feministas hacia la esfera privada, un giro teórico que acabaría redefiniendo y revolucionando las políticas de reivindicaciones feministas. Efectivamente, como lo refleja el capítulo de Alicia Puleo, Lo personal es político fue uno de los eslóganes más característicos del movimiento feminista en los años 60 y 70. Años en que, aunque también primaba la diversidad y el debate —como muestran los capítulos sobre el feminismo liberal y el feminismo socialista— el feminismo radical acabó imponiendo su visión. En primer lugar, «lo personal es político» se refiere a una concepción nueva de la política, distinta a la concepción convencional de lo político como el ámbito en que dirimen sus diferencias los partidos y se gestionan las instituciones. Kate Millett en su obra Política sexual define la política como el conjunto de estrategias destinadas a mantener un sistema de dominación; con esta redefinición se identifican como centros de dominación patriarcal esferas de la vida que hasta entonces se consideraban personales y «privadas» y se ponen de manifiesto las relaciones de poder que estructuran la familia y la sexualidad. En segundo lugar, lo personal es político incluye un componente movilizador, hacia la acción, y muestra la estrecha vinculación entre el análisis teórico y la práctica que caracteriza al feminismo.

El feminismo de los años 60 como perspectiva teórica y como movimiento social ha iluminado y ensanchado la concepción del modo por el que un sistema de poder se mantiene y reproduce, y ha desarrollado múltiples estrategias y métodos de lucha en todas las áreas y niveles sociales. Es imprescindible no olvidar el complejo proceso por el que las mujeres llegaron a desentrañar qué es lo que les pasaba en una sociedad en que la urgencia e importancia de otras luchas —la lucha de clases, las luchas anticoloniales y nacionalistas— siempre tienden a desplazar e invisibilizar las «cosas de mujeres»; en una sociedad en que, frecuentemente, los problemas que afectan a los varones son definidos como problemas sociales y los problemas de las mujeres son exactamente eso, problemas de mujeres. Este apasionante proceso, que supuso el paso de la experiencia individual a la lucha colectiva, y el surgimiento de la solidaridad entre las mujeres, estuvo hecho a menudo de crisis ideológicas y personales68. Las mujeres comenzaron a reunirse solas y comprender que «problemas personales» como la discriminación en el trabajo asalariado, la ausencia de placer sexual o la asignación de ciertos papeles «femeninos» en la lucha política antisistema —como servir el café a los compañeros o pasar a máquina sus manifiestos— eran en realidad producto de una estructura social específica que había que comprender y cambiar. En esta línea una de las aportaciones más significativas del movimiento feminista fue la organización en pequeños grupos, en los que entre otras actividades se practicaba la autoconciencia.

Esta práctica comenzó en el New York Radical Women (grupo fundado en 1967) y fue Sarachild quien le dio el nombre de «consciousness-raising»69. Consistía en que cada mujer del grupo explicase las formas en que experimentaba y sentía su opresión. El propósito de estos grupos era «despertar la conciencia latente que… todas las mujeres tenemos sobre nuestra opresión» para propiciar «la reinterpretación política de la propia vida» y poner las bases para su transformación. Con la autoconciencia también se pretendía que las mujeres de los grupos se convirtieran en las auténticas expertas en su opresión: estaban construyendo la teoría desde la experiencia personal y no desde el filtro de ideologías previas. Otra función importante de estos grupos fue la de contribuir a la revalorización de la palabra y las experiencias de un colectivo sistemáticamente inferiorizado y humillado a lo largo de la historia. Así lo ha señalado Valcárcel comentando algunas de las obras clásicas del feminismo: «el movimiento feminista debe tanto a estas obras escritas como a una singular organización: los grupos de encuentro, en que sólo mujeres desgranaban, turbada y parsimoniosamente, semana a semana, la serie de sus humillaciones, que intentan comprender como parte de una estructura teorizable»70.

El activismo de los grupos radicales fue, en más de un sentido, espectacular. Espectaculares por multitudinarias fueron las manifestaciones y marchas de mujeres, pero aún más lo eran los lúcidos actos de protesta y sabotaje que ponían en evidencia el carácter de objeto y mercancía de las mujeres en el patriarcado. Otras actividades no tan espectaculares pero de consecuencias enormemente beneficiosas para las mujeres fueron la creación de centros alternativos, de ayuda y autoayuda. Las feministas no sólo crearon espacios propios para estudiar y organizarse sino que desarrollaron una salud y ginecología no patriarcales, animando a las mujeres a conocer y controlar su propio cuerpo. También se fundaron guarderías, centros para mujeres maltratadas, centros de defensa personal y un largo etcétera.

Tal y como se desprende de los grupos de autoconciencia, otra característica común de los grupos radicales fue el exigente impulso igualitarista y antijerárquico, participativo: en los grupos ninguna mujer está por encima de otra en ningún sentido. Esta forma de entender la igualdad trajo muchos problemas a los grupos: uno de los más importantes fue el problema de admisión de las nuevas militantes. Las nuevas tenían que aceptar la línea ideológica y estratégica del grupo pero una vez dentro ya podían, y de hecho así sucedía frecuentemente, comenzar a cuestionar el manifiesto fundacional. El resultado era un estado de permanente debate interno, enriquecedor para las nuevas pero tremendamente cansino para las veteranas. Jo Freeman supo dar forma teórica a esta experiencia personal en su obra La tiranía de la falta de estructuras.

Según el estudio de Echols, el feminismo radical habría completado su ciclo de activismo público hacia 1975. A partir de entonces las redes del movimiento feminista se habrían sumergido en una nueva etapa de latencia, debates internos y construcción de nuevos marcos interpretativos. Pero los intensos años de activismo y contrastación pública habían legado una nueva conciencia para el colectivo de las mujeres, que habían aprendido que seguía teniendo sentido hablar de discriminación, incluso de opresión y explotación. Esta revitalización de la conciencia feminista tendría notables efectos en los distintos ámbitos de la esfera pública, entre otros el ámbito del conocimiento académico. La organización de pequeños grupos de mujeres, generalmente con experiencia militante en el movimiento y dispuestas a intervenir activamente sobre su realidad más cercana llegó también a las Universidades, el espacio institucional de producción y legitimación del conocimiento. Cuando las mujeres con conciencia de género se constituyen en sujetos de investigación pasan a convertirse también, de forma reflexiva, en objetos de investigación. Para las sociólogas Lengermann y Niebrugge-Brantley, el surgimiento de los estudios de género arranca de un interrogante engañosamente sencillo: «¿Qué hay de las mujeres?» En otras palabras, ¿dónde están las mujeres en la situación que se está investigando? Si no están presentes, ¿por qué no lo están? Y, si lo están, ¿qué es lo que hacen exactamente?, ¿cómo experimentan la situación?, ¿cómo contribuyen a ella?, ¿qué significa para ellas?»71. El reto de las nuevas teorías y las investigaciones será crear conceptos y teorías capaces de captar la especificidad de la situación de las mujeres, de identificar los mecanismos sociales por los que, bajo la apariencia de la libertad y la elección, se reproduce de forma coactiva la desigualdad sexual. Los conceptos de género y patriarcado, acuñados por el feminismo radical y hoy sometidos a crítica y debate, serán en buena medida el punto de apoyo común desde el que el feminismo ha hecho visible y analizable el conflicto entre los géneros. Con ellos se ha conseguido cuestionar el farragoso terreno de la «naturaleza» para explicar la situación social de las mujeres, para contestar la cuestión de «¿qué pasa con las mujeres?»

Teoría feminista 1: De la ilustración al segundo sexo

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