Читать книгу Teoría feminista 1: De la ilustración al segundo sexo - Celia Amorós - Страница 12

4. VINDICACIÓN Y CRÍTICA AL ANDROCENTRISMO

Оглавление

El debate en torno a la obra de Beauvoir, muy vivo en el neofeminismo de los 60, apuntó a un problema importante para la historia de la teoría y la práctica feministas. La autora de El segundo sexo fue acusada por considerar que la opresión de las mujeres remitía en última instancia a su relegación al ámbito de la inmanencia, a la mera repetición de la vida frente a la transcendencia que la instituía en valor. La transcendencia se encarna en la tarea prestigiosa por excelencia para los varones que es la guerra. Las teóricas críticas de Beauvoir consideraban que de este modo ella no hacía sino «dar la razón al vencedor»25 y convalidar sus valores. Estimaban como alternativa más adecuada asumir la excelencia de los valores de la inmanencia propios de las mujeres. Ahora bien: nosotras, por nuestra parte, estimamos que ésa sería otra forma, desde luego no preferible, de dar la razón al vencedor: sancionaríamos así la asignación del espacio al que los varones nos han adjudicado26.

¿Cómo salir de este dilema? En primer lugar, procede desarticular la ecuación transcendencia-valores guerreros como una impostación patriarcal. Se podría discutir acerca de si, en alguna fase de la historia de la humanidad, ha tenido algún sentido; en cualquier caso, hace mucho tiempo que ya no lo tiene en modo alguno. Propondríamos, entonces, depurar el lastre androcéntrico de la transcendencia y considerar, por ejemplo, que la maternidad elegida consciente y libremente como proyecto humano pertenece al ámbito de la misma a título no menos glorioso que las hazañas bélicas (¡) de nuestros autoinstituidos héroes.

Beauvoir supo ver con lucidez cómo lo masculino se había solapado sin más con lo genéricamente humano. Ante semejante usurpación, que tiene por resultado lo que Seyla Benhabib llamaría una «universalidad sustitutoria», a las mujeres no les cabe otra alternativa emancipatoria que la vindicación. Como lo veremos en el capítulo «De los memoriales de agravios a las vindicaciones», la existencia de formulaciones universalistas acerca de lo humano son condición sine qua non para que las vindicaciones feministas puedan ser articuladas. Dicho de otro modo, para pedir la inclusión en igualdad de condiciones con los varones en todos los ámbitos o espacios públicos, es necesario que éstos sean definidos en términos universalistas. De no ser así, se impone, con toda su pregnancia, la lógica de las ordenaciones simbólicas jerárquicas o dualistas, pues todo dualismo, como muy bien lo viera el antropólogo Louis Dumont27, remite a alguna representación jerarquizante. El feminismo emerge, pues, cuando la fuerza de las abstracciones universalizadoras ha podido erosionar la simbólica jerárquica asociada de mil maneras a lo largo de la historia a la diferencia de los sexos. Tal como hemos tenido ya ocasión de exponerlo, la discriminación implica la existencia de una plataforma consistente de abstracciones acerca de lo genéricamente humano. Aquí las mujeres no tenemos atajo posible, tal y como, tanto desde un punto de vista lógico como histórico, hemos podido constatar de manera recurrente. Si el ámbito de lo universal se caracteriza por la ciudadanía, nosotras pedimos ser ciudadanas también. Si se define como el espacio de los individuos iguales, nosotras debemos tener acceso al mismo en los mismos términos. Si una de las concreciones de la ciudadanía, la que no se puede obviar, es el derecho al voto, nosotras lo pediremos. Esta lógica animó a los movimientos feministas desde la Revolución Francesa hasta el movimiento sufragista. (Si nos queremos remontar a la igualdad como sujetos del conocimiento verdadero, del bon sens, tendremos que hacer la pertinente referencia histórica al discípulo de Descartes, François Poullain de la Barre, que instituyó a las mujeres en portadoras del mismo con las implicaciones que ello conllevaba.)

Ahora bien, tras la conquista del voto por parte de las mujeres, después de una lucha dura y compleja, tal como lo pone de manifiesto Alicia Miyares, se produjo un impasse, un bache histórico: los llamados «cincuenta años de vergüenza». La tercera oleada del feminismo, es decir, el neofeminismo de los 70, descubrió que no bastaba con ser integradas en el universo de las abstracciones que los varones habían definido. Me gusta caracterizar este descubrimiento, hablando muy grosso modo, como el paso de la fase del hambre a la fase del olfato. Podríamos sintetizarlo así: los grupos discriminados ansían ante todo eliminar su discriminación, integrarse en el ámbito de la universalidad en los términos en que ha sido definida, así como en sus correlatos prácticos, por quienes han podido hacerlo desde una posición de poder. Hay que reclamar la participación en este poder en igualdad de condiciones. Pero ocurre que los anteriormente excluidos/excluidas hacen, en una siguiente fase —pido perdón por el esquematismo, quizá excesivo— la experiencia de que en esas abstracciones universalizadoras hay algo de sospechoso. Su inclusión en el ámbito de las mismas requiere de unos forcejeos de tal magnitud que les llevan a la hermenéutica de la sospecha. Dicho de otro modo, descubren aquí que las abstracciones en cuestión se formulan como universales a la vez que se acomodan tan sólo a determinados grupos de individuos. Es entonces cuando estas mismas abstracciones resultan ser sospechosas. Parecen adecuarse demasiado bien al perfil de quienes las han formulado, y resistirse de forma significativa al acomodo en ellas de todos los grupos y de todos los individuos. Esta sospecha lleva en la dirección de descubrir que, dentro de la abstracción universalizadora, se oculta lo que llama Seyla Benhabib una «particularidad no examinada». Por decirlo en román paladino, son universales con «bicho dentro», hechos a la medida de estas particularidades que no se autocomprenden, sin embargo, como tales. Se produce así lo que he llamado en otra parte el «insidioso solapamiento de lo masculino con lo genéricamente humano28». Dicho de otro modo, si se ha producido tal usurpación, es verosímil que la propia definición de lo genéricamente humano se haya visto afectada en alguna medida de contaminación en la operación misma de perverso solapamiento. Así, las universalidades sustitutorias deben ser sometidas a una crítica rigurosa que lleve a la denuncia del carácter faccioso de la particularidad misma que ha querido identificarse con el universal. Pues bien, si al ciclo de la vindicación lo hemos llamado la «fase del hambre» de los oprimidos, a esta segunda fase, en que se pone de manifiesto el sesgo idiosincrático que se ha impostado en la universalidad y pretende monopolizarla, la llamamos la «fase del olfato». Los oprimidos se vuelven conscientes de que las prendas que les han sido robadas están impregnadas de un tufillo que delata la usurpación de que han sido objeto.

De forma muy abrupta y esquemática, recordemos aquí que el ciclo de la producción teórica feminista de la Ilustración y del sufragismo culmina en Beauvoir en la medida en que su reflexión radical pone de manifiesto de forma consciente que las bases mismas de la vindicación se encuentran en el solapamiento de lo masculino con lo genéricamente humano. Pero lo que Beauvoir no llegó a ver —si bien en algún momento lo vislumbró en cierta medida— es el lastre androcéntrico de la transcendencia. La crítica al androcentrismo es teóricamente complementaria del planteamiento mismo de la vindicación: cada una de ellas subraya un aspecto diferente de la impostación de la universalidad. Si ésta resulta ser restrictiva y produce discriminación, como las vindicaciones feministas lo han denunciado, es porque en la base misma de su formulación había un vicio de origen: la definición de una universalidad a la medida de una particularidad interesada. En nuestro caso, una particularidad tal se refiere al perfil mismo de la masculinidad, que reniega así fraudulentamente de su propia idiosincrasia. Pero es justamente esta idiosincrasia la que se pone nítidamente de manifiesto en la fase del olfato. Así, por volver a Simone de Beauvoir, debería haberle parecido sospechoso que aquéllo en que los varones hacían consistir la transcendencia y lo irreductiblemente humano fueran precisamente las actividades por las que ellos mismos se autoprestigiaban, como la guerra y la caza mayor. Para ello, Beauvoir habría tenido que distinguir entre la transcendencia como aquello que define lo genéricamente humano y su apropiación ilegítima por parte del varón como la auténtica instancia de encarnación de lo que separa la humanidad de la animalidad29. Pues muchas actividades femeninas, incluidas por supuesto el parto y la crianza, van más allá de la inmanencia cuando se identifican con un libre proyecto humano. Así, parece que tiene pleno sentido distinguir la transcendencia, susceptible de ser redefinida sin trampas, de forma universalmente incluyente, y su lastre androcéntrico.

Teoría feminista 1: De la ilustración al segundo sexo

Подняться наверх