Читать книгу Disputaciones tusculanas - Cicéron - Страница 10
LIBRO IV
ОглавлениеEste libro está dedicado al análisis de las perturbaciones o pasiones y se inaugura con el prólogo acostumbrado (1-7), en el que Cicerón comienza mostrando su admiración por el progreso de sus antepasados en las esferas militar, religiosa e institucional. Aunque es evidente que los estudios filosóficos se han importado de Grecia, ello no quiere decir, no obstante, que los romanos hayan sido por completo ignorantes de los mismos, como ponen de relieve los datos siguientes:
1.— Nuestros ancestros, nos dice, no pueden haber permanecido sordos a las enseñanzas de Pitágoras en la Magna Grecia.
2.— La atribución errónea al rey Numa de haber oido las enseñanzas de Pitágoras pone en evidencia la admiración que sentían los romanos por los pitagóricos.
3.— La referencia de Catón, en sus Orígenes, al acompañamiento musical de los cantos en los banquetes de nuestros antepasados y el poema de Apio el Ciego, Carmen de sententiis, colección de aforismos en prosa rítmica, señalan con claridad el influjo pitagórico (1-4).
No obstante, y a pesar de esos precedentes remotos, el estudio de la filosofía en sentido estricto en el mundo romano hay que remontarlo a la época de Lelio y Escipión y a la famosa embajada de los filósofos griegos Diógenes, Carnéades y Critolao (al que Cicerón no cita), enviada a Roma en el año 155 (5). La consagración a estudios de otra naturaleza ha impedido a nuestros antepasados dedicarse al cultivo de la filosofía verdadera de Sócrates, los peripatéticos y los estoicos, mientras que los escritos del epicúreo Amafinio han ejercido una gran influencia (6-7).
Una vez concluido el prólogo, viene una introducción (8-10), en la que se plantea el tema de la discusión de ese día: si el sabio puede hallarse libre de toda perturbación. La conversación del día anterior ha demostrado que no le afectan ni la aflicción ni el miedo, habrá que considerar ahora, pues, si tampoco le afectan la alegria desmedida y el deseo de placeres (8). Acto seguido el Arpinate hace una puntualización muy interesante: los estoicos se ocupan sobre todo de la división y la definición de las perturbaciones, mientras que los peripatéticos se interesan más por tratar la cuestión del modo en que se pueden aplacar las almas. Cicerón va a someter a consideración en primer lugar la clasificación y la división de las perturbaciones (8-10).
Después de la introducción, el libro de divide en dos secciones nítidamente diferenciadas:
A.— Exposición de las diferentes teorías sobre las perturbaciones (11-57).
B.— Curación de las perturbaciones por medio de la filosofía (58-81).
La sección primera se inicia con el tratamiento del tema de los géneros y las subdivisiones de las perturbaciones (11-22). Zenón define la perturbación como «un movimiento del alma contrario a la naturaleza, que se desvía de la recta razón» (11). De la estimación errónea de bienes supuestos derivan dos formas de perturbacuón: el deseo de placer y la alegria desmedida. De una idéntica valoración equivocada de males supuestos, presentes y futuros, proceden la aflicción y el miedo (11-13). Los juicios erróneos que originan estas perturbaciones nacen de lo que los estoicos denominan un «asentimiento débil» (14-15).
A continuación, el Arpinate, siguiendo al pie de la letra a los estoicos, procede a la clasificación y definición de estas perturbaciones (17-21), llegando a la conclusión de que la fuente de todas ellas es la intemperancia, que es el abandono por parte de nuestra mente de la recta razón, porque, como se nos dice, «ella (sc. nuestra mente) se desvía de tal manera de la prescripción de la razón que los apetitos del alma no pueden en modo alguno ni gobernarse ni refrenarse, dado que la intemperancia inflama, turba y excita toda la estabilidad del alma» (22).
Cicerón establece un paralelismo estrecho entre las perturbaciones del alma y las enfermedades del cuerpo (23-32), porque, según se nos indica, «mucho es el empeño que ponen en este punto los estoicos» (23). Estas perturbaciones generan enfermedades (morbi), flaquezas (aegrotationes), así como las repulsiones y rechazos que dichos estados morbosos producen. Ejemplos de estas enfermedades del alma serían la avaricia, el deseo de gloria, la afición a las mujeres, la obstinación, la glotonería, la embriaguez y la afición a las golosinas (24-27). En el marco de esta comparación entre afecciones del cuerpo y del alma, Cicerón afirma después que, del mismo modo que unos son más proclives a contraer unas enfermedades y otros otras, así también unos son más propensos a la cólera, otros a la ansiedad, otros a la embriaguez, otros a la timidez y la compasión, otros a la incontinencia sexual (27-28).
A continuación se nos indica que «del mismo modo que en el cuerpo hay enfermedad, flaqueza y defecto, así también en el alma» (28) Ahora bien, mientras que en el cuerpo podemos diferenciar la enfermedad, la flaqueza y el defecto permanente, en el alma apenas si se pueden deslindar. El estado defectuoso (vitiositas) del alma consiste en «una disposición o estado que se muestra durante toda la vida, incoherente y disonante consigo mismo» (29). Esas disposiciones defectuosas, o vicios, del alma son estados permanentes, mientras que las perturbaciones son estados transitorios (29-30). Este parangón entre el cuerpo y el alma puede extenderse también a los estados saludables de ambos y, en ese sentido, leemos lo siguiente: «Del mismo modo que la salud del cuerpo consiste en el equilibrio que se produce cuando se hallan en armonía las partes de que estamos formados, así también se habla de la salud del alma cuando se hallan en armonía sus juicios y opiniones y en eso consiste la perfección del alma» (30).
Después, Cicerón establece, a pesar de las grandes similitudes, dos diferencias entre el cuerpo y el alma. La primera de ellas es que las almas sanas no pueden ser atacadas por la enfermedad y los cuerpos sí. La segunda es que, mientras que las enfermedades del alma son imputables al desprecio que sentimos por la razón, los trastornos del cuerpo, en contraposición, pueden originarse sin que nosotros tengamos responsabilidad alguna (31). Hay además una diferencia adicional y es que hay personas inteligentes y personas romas. El inteligente tarda más en contraer la enfermedad y se recupera con una rapidez mayor y nunca le pueden afectar las enfermedades o perturbaciones salvajes y montruosas. Al romo le sucede todo lo contrario. Se nos dice por último que «las flaquezas y las enfermedades del alma son más difíciles de erradicar que los vicios capitales, que son contrarios a las virtudes» (32). Un brevísimo diálogo de transición (33) nos introduce de lleno en el desarrollo del segundo bloque temático de esta sección A, nos referimos a la crítica de la concepción aristotélica de los estados medios emocionales (34-57).
Se comienza postulando que «la virtud es una disposición coherente y armoniosa del alma, de la que derivan las intenciones, los pensamientos y las acciones moralmente valiosas» (34). El vicio, en contraposición, es el que origna las perturbaciones que asaltan y afligen al alma y es el responsable de que ella pierda el dominio de sí misma. El vicio sólo puede ser curado por la virtud (34-35).
No hay nada más degradante y vergonzoso, continúa Cicerón, que ver a un ser humano afectado por la aflicción y el miedo, como en el caso de Tántalo, o por la avidez y la hilaridad, perturbaciones de las que se halla libre el hombre sabio, al estar dotado de autodominio y moderación (35-36). Por el contrario, el hombre que sabe defenderse de las perturbaciones y vive con tranquilidad y serenidad es feliz. Su tenor de vida sosegado y equilibrado le hacen mantener una actitud vigilante y contemplativa ante los avatares humanos que le pueden acontecer. Ella es la que le permite vivir sin contrariedad, sin angustia y libre de la aflicción y las demás perturbaciones (37-38).
Después de esta especie de preámbulo, el Arpinate inicia la crítica de la doctrina peripatética que mantiene que las almas están sujetas por naturlaeza a cualquier tipo de perturbación, si bien el ser humano tiene capacidad suficiente para fijar un límite a la misma, que no es conveniente transgredir. Recurriendo a una serie de interrogativas retóricas, Cicerón se pregunta si es posible fijar un límite para la aflicción. La acumulación de acontecimientos desgraciados (muerte de los hijos, enfermedades, exilio) nos llevaría a una suma total de pesar que produciría una aflicción de una magnitud tal a la que sería inconcebible poner límite alguno (39-40).
Es imposible, por consiguiente, prosigue, fijar un límite para el vicio y las perturbaciones destructoras y además, añade, «quien de hecho pone un límite a los vicios asume una parte de ellos» (41-42). Por si ello fuera poco, los peripatéticos estiman que las perturbaciones no sólo son naturales, sino también útiles, como pone de manifiesto el caso de la cólera, que es un acicate de la valentía e inspira la vehemencia a los oradores. Estos filósofos llegan a afirmar incluso que «no se puede considerar hombre a quien no sepa encolerizarse» (43). Temístocles y Demóstenes serían ejemplos de ese ardor casi colérico que incita a la superación. El deseo ardiente de saber ha espoleado también a grandes maestros de la filosofía como Pitágoras, Demócrito y Platón (44).
Continuando con la exposición de la doctrina peripatética, Cicerón nos indica que la aflicción misma puede ser de utilidad si ella es en realidad una consecuencia del dolor que se experimenta cuando se amonestan y afean las acciones malas de los hombres. Lo mismo podría decirse respecto de los restantes tipos de aflicción: la compasión, la rivalidad, el miedo, que no deben extirparse por completo, sino encauzarse hacia su punto medio (45-46).
Acto seguido el Arpinate afirma que a él no le interesan las disputas que mantienen los peripatéticos y los estoicos, para volver sin dilación a la definición de perturbación que le parece más verosímil, la de Zenón, para el que la «perturbación es un movimiento del alma contrario a su naturaleza que se aleja de la razón». Cicerón piensa además, en contra de la opinión que sostienen los peripatéticos, que considerar que nadie puede ser valiente sin estar encolerizado puede aplicarse a un gladiador como el Pacideyano que nos describe Lucilio, pero no al Ayante de la Ilíada homérica cuando está a punto de entrar en combate con Héctor, que no hace ostentación alguna de cólera o rabia. Tampoco tiene relación alguna con la cólera la valentía de hombres y héroes como Torcuato, Marcelo, el Africano, Hércules y Escipión, el famoso pontífice máximo (48-51). La valentía verdadera, en contraste con la cólera, parte siempre de un principio de conocimiento racional, como lo prueban las definiciones diversas de Esfero, o la de Crisipo, para quien la valentía es «el conocimiento de las cosas que se deben soportar, o la disposición del alma que, cuando se trata de sufrir y soportar, obedece sin temor a la ley suprema (sc. de la recta razón)» (53). Los estoicos dan en el clavo cuando consideran a los ignorantes locos. Una mente perturbada, como la que tiene el colérico, no puede actuar mejor que una que mantiene el equilibrio (54). Es cierto que hay ocasiones en las que da la sensación de que un orador y un actor dramático están dominados por la cólera, pero lo que ellos exhiben en verdad no es cólera, sino un temperamento vehemente para lograr unos fines determinados. Tampoco tienen nada que ver con la cólera el deseo y la avidez de conocimiento que acostumbran a mostrar los filósofos. Eso es mera apariencia, porque el talante del filósofo suele ser sereno y tranquilo (55).
Cicerón nos expone después la idea de que perturbaciones como la rivalidad, los celos y la compasión tampoco pueden procurar utilidad alguna. Un hombre libidinoso, colérico, angustiado y temeroso no puede ni por asomo ser sabio, porque a la sabiduría no le puede afectar nunca la perturbación. El Arpinate concluye esta sección lanzando los dardos de su crítica contra la doctrina peripatética y, así, leemos lo siguiente: «Respecto de la afirmación de los peripatéticos de que es necesario eliminar los excesos y dejar lo que es natural, ¿es que algo que es natural puede ser al mismo tiempo excesivo? En realidad todas estas perturbaciones se originan de las raíces de los errores y deben ser extirpadas y erradicadas y no simplemente recortadas y podadas» (56-57).
Comienza ahora la segunda gran sección de este libro IV (58-81), que trata de los remedios que proporciona la filosofía para curar las enfermedades del alma, es decir, las perturbaciones. Empieza Cicerón reconociendo que la investigación que les ocupa se ha ido desviando de su propósito originario, a saber, exponer los métodos curativos de las perturbaciones del alma y se ha centrado más bien en delinear el ideal del sabio estoico. Conviene, por lo tanto, volver a la finalidad primigenia (58). A pesar de que los métodos que pueden emplearse para curar las pasiones del alma, continúa el Arpinate, son variados, ellos pueden reducirse fundamentalmente a dos: o intentar esgrimir una serie de razonamientos para erradicar todo tipo de perturbación y la aflicción que lleva aparejada, o tratar de extirpar cada una de las perturbaciones una por una (el miedo, el deseo, etc.). El método primero parece mejor, porque, por decirlo de una forma coloquial, se matarían dos pájaros de un tiro (59).
Toda perturbación del alma puede elimiarse o aliviarse indicando que «no es un bien aquello que da origen a la alegría o el deseo, y que no es un mal lo que origina el miedo o la aflicción» (60). Hay que mostrar, además, que «las perturbaciones son en sí mismas viciosas y que no contienen nada natural ni necesario» (60). Estos son los métodos que utilizan filósofos como Cleantes y Crisipo y no suelen surtir efecto alguno en la masa. Pero hay aflicciones que ni siquiera este tratamiento puede aliviar, «como es el caso de quienes se afligen por no tener en sí rastro alguno de virtud, de coraje, de sentido del deber, de nobleza moral» (61). A aflicciones de esta naturaleza convendría aplicarles una medicina especial. No obstante, debemos mantener siempre la convicción de que toda conmoción o perturbación del alma, sea cual sea su origen, es en todos los casos viciosa y no puede armonizar en manera alguna con el hombre equilibrado, sereno y fuerte que se está intentando diseñar en la discusión que mantienen ese día (61).
Continúa Cicerón insistiendo en que el método mejor de cura consiste en tratar de eliminar la perturbación en sí. Por esa razón, cuando se trata de erradicar el deseo (libido), incluso el deseo desmedido de alcanzar la perfección moral, «no hay que detenerse en indagar si lo que provoca el deseo es un bien o no, sino que lo que hay que eliminar es el deseo en sí» (62). La mejor forma de tranquilizar el alma y eliminar con ello toda perturbación consiste en llevar a cabo un examen y análisis ponderados de la condición humana y darse cuenta de que las desgracias le son inherentes. Este es el método que se discutió en la disertación del día anterior y al que recurrió Cicerón en su Consolación (63).
El miedo, que es una perturbación muy cercana a la aflicción (el primero tiene que ver con un supuesto mal futuro y la segunda con un supuesto mal presente), puede eliminarse mediante la consideración de que aquello que nos atemoriza y nos atenaza es algo en realidad insignificante (64).
Cicerón inicia el parágrafo 65 del modo siguiente, muy aristotélico, por cierto. «Sobre lo que se piensa de los males baste con lo dicho. Tratemos ahora de los bienes, es decir, de la alegría y el deseo». En las perturbaciones que se originan como consecuencia de un error sobre lo que es el bien debemos de tener en cuenta, al igual que sucede con la aflicción y el temor, que «ellas dependen de nosotros, que se asumen sobre la base de un juicio erróneo y que todas son voluntarias» (65). Debemos mostrar, por consiguiente, moderación en el contento y la alegria y evitar que ellos se desborden y se acaben convirtiendo en una efusión del alma desmedida y vergonzosa (66-67). Igual de despreciable que la alegría desbordante es la pasión amorosa, la más vituperable de todas las pasiones. Los poetas, en sus ficciones, acostumbran a elogiar el amor y lo consideran el dios supremo (68-69).
En los parágrafos 70 y 71 el Arpinate se detiene a hacer una serie de reflexiones sobre lo que expresan sobre el amor y la amistad los poetas griegos, pero eludiendo tratar del tema espinoso de la pederastia en el mundo helénico. Los filósofos, continúa, a partir de Platón, han ido abandonando la valoración del amor como mera satisfacción de un instinto sexual, en aras de una vision más bella y profunda del mismo. Los estoicos, en la misma vena platónica, definen el amor «como la tendencia a trabar amistad inspirada por la percepción de la belleza» (72). Y, por ello, «si en la naturaleza existe un amor como éste, libre de ansia, de deseo, de preocupación, de suspiros, miel sobre hojuelas, pero nuestro discurso trata sobre el deseo» (72). Un deseo, por otra parte, que no dista mucho de la locura, como es el que siente el personaje de la comedia La muchacha de Léucade (73). El tratamiento que conviene aplicar a una persona dominada por la pasión amorosa consiste en:
a) Indicarle cuán liviano y despreciable es el objeto de su deseo.
b) Desviarlo hacia otras preocupaciones, aficiones y cuidados.
c) Sustituir su deseo amoroso por otro nuevo, de carácter no pasional, por supuesto.
d) Advertirle que su pasión es una locura, que tiene efectos muy nocivos, que depende de una opinión errónea sobre lo que es el bien y que es plenamente voluntaria (74-76).
Cicerón vuelve a tratar de nuevo el tema de la cólera, que es también, no se olvide, una forma de locura. A quien ella domina hay que quitarle de enmedio a la persona que la provoca, o esperar a que la ira se evapore, para obtener entonces una satisfacción por la ofensa que ha motivado la cólera, como se cuenta en la anécdota de Arquitas (77-78). Es absurdo pensar que la cólera es algo natural o útil. Si fuera algo natural, un hombre no se encolerizaría más que otro y nadie se arrepentiría de los desastres que ella ocasiona, como le sucedió a Alejandro Magno después de matar, en un arrebato de ira, a su amigo Clito. Como acontece con las demás perturbaciones, la cólera es causada por una opinión errónea, es voluntaria y puede curarse. Hay personas más proclives a la cólera que otras, al igual que sucede en todas las enfermedades. A pesar de ello, es más difícil eliminar un vicio crónico que la perturbación, del mismo modo que «es más fácil curar una inflamación repentina de los ojos que una conjuntivitis crónica» (79-81).
En el epílogo el Arpinate nos dice que las discusiones de estos cuatro días han mostrado bien a las claras que, junto con el discernimiento del supremo bien y el supremo mal, no hay nada más útil que los temas de que han tratado en esos días. Las últimas líneas recapitulan conceptos ya conocidos: que la perturbación del alma es grave y no difiere de la locura, que la aflicción y las enfermedades del alma se deben a un error de juicio y que la filosofía es la única que puede erradicarlas (82-84).