Читать книгу Disputaciones tusculanas - Cicéron - Страница 9

LIBRO III

Оглавление

El tema de este libro es la aflicción y se inaugura con un prólogo que contiene un elogio de la filosofía como remedio de la misma (1-6). En él Cicerón empieza preguntándose con extrañeza la razón de que se haya buscado un arte para proporcionar la salud del cuerpo y se haya descuidado, por el contrario, el descubrimiento de la medicina para la salud del alma, la filosofía. Ello se debe quizá a que «el malestar y el dolor del cuerpo lo juzgamos con el alma, mientras que la enfermedad del alma no la sentimos con el cuerpo» (1). La causa profunda de esta paradoja, continúa, es que la naturaleza sólo nos ha dotado de destellos para descubrir las perfecciones morales ínsitas en nosotros, destellos que una mala educación y la corrupción de las costumbres apagan de inmediato (2). Cicerón responsabiliza de esta corrupción y depravación de nuestra naturaleza originaria a los maestros, los poetas y las opiniones del vulgo, que valora los cargos públicos, el poder militar y la popularidad por encima de la valía moral. Su ceguera ante los valores verdaderos hace que los hombres vayan en pos de los erróneos, originando el desastre personal y colectivo. Hay que aplicar, por tanto, una cura para las enfermedades del alma (3-4).

Las dos enfermedades más graves del alma, la aflicción y el deseo, son más perniciosas que las del cuerpo, por lo que debe aplicárseles un tratamiento que las erradique (5). Esa medicina del alma es la filosofía, «cuya ayuda no hay que buscarla, como en las enfermedades del cuerpo, fuera de nosotros» (6). Cicerón nos dice luego que ha tratado ya en el Hotensio sobre la importancia del cultivo de la filosofía en general (6).

Una vez concluido el prólogo, se plantea el tema de discusión del tercer día de debate: «al sabio no le puede afectar la aflicción (aegritudo)», porque, si fuera así, también le podrían afectar otras enfermedades del alma, como la compasión, la envidia, la exaltación y la alegría (7). Ante la afirmación del interlocutor de que al sabio le pueden afectar todas esas perturbaciones, el Arpinate responde que toda perturbación del alma es locura y, después de llevar a cabo una disquisición semántica sobre los términos insania, amentia y dementia, llega a la conclusión de que habría que distinguir entre una locura permanente del alma, que los latinos denominan insania y los Griegos manía, y una locura o demencia temporal, el frenesí (furor), que en griego recibe el nombre de melancolía (8-11).

Cicerón nos indica después que la aflicción surge en realidad porque «hay innato en nuestras almas algo tierno y delicado que es sacudido por la aflicción como si de una tempestad se tratara». A continuación cita al filósofo académico Crántor quien afirma que la insensibilidad debe pagar siempre el alto precio de su embrutecimiento y la parálisis del cuerpo. No hay que confundir, sin embargo, la molicie y la debilidad con la insensibilidad. Debemos podar todo aquello que resulte superfluo y dejar en nuestra psique el grado de sensibilidad adecuado (12-13).

Después de esta introducción, el libro, en dos secciones bastante amplias, se ocupa de dilucidar dos cuestiones:

A.— Exposición de las teorías de las distintas escuelas filosóficas sobre la aflicción (14-60).

B.— Posibilidades que se ofrecen para lograr el alivio de la aflicción (61-79).

El Arpinate inicia la primera parte de su análisis exponiendo una serie de argumentos estoicos, en forma silogística, que prueban que al sabio no le puede afectar en modo alguno la aflicción, puesto que él, desde el momento en que es fuerte, nunca se deja dominar por ella. Dichos argumentos son los siguientes:

1.— El objeto de la aflicción y el del miedo es el mismo, por lo que a quien le afecta la aflicción le puede afectar también el miedo. Ahora bien, el sabio, dado que posee la virtud de la fortaleza, no experimenta nunca miedo, de manera que tampoco le puede dominar nunca la aflicción (14).

2.— El sabio, al ser fuerte, está dotado de grandeza de ánimo, por lo que desprecia también las cosas que pueden causarle aflicción (15).

3.— El sabio posee además la moderación y la templanza, es «frugal», si utilizamos el término latino. Después de un excurso semántico sobre la frugalitas romana, concluye del modo siguiente: «quien es frugal, o, si tú prefieres, moderado y temperante, tiene que ser firme, pero quien es firme, es tranquilo, está libre de toda perturbación y, por lo tanto, también de la aflicción» (16-18).

4.— El sabio se halla también libre de la cólera y es evidente que ella es también causa de aflicción, de manera que el sabio no puede afligirse en modo alguno (19).

5.— Al sabio no le pueden afectar tampoco ni la envidia ni la compasión, pasiones que siempre originan aflicción, por lo que tampoco le puede dominar nunca la aflicción (20-21).

Después de haber expuesto los argumentos silogísticos de los estoicos, el Arpinate estima que ellos precisan «de un tratamiento algo más amplio y detallado», sobre todo porque a él no le convence la famosa teoría peripatética del término medio de las perturbaciones del alma (22). Puesto que la aflicción es una enfermedad del alma, lo que debemos hacer es explicar su causa, porque, como piensan los médicos, «una vez que se ha descubierto la causa de la enfermedad, se descubre también la curación» (23). La causa de una perturbación irracional como la aflicción es una opinión falsa y errónea sobre lo que es el bien y lo que es el mal. La opinión errónea sobre lo que es el bien genera dos perturbaciones: el placer o alegria desbordante (laetitia) y el deseo voluptuoso (cupiditas), mientras que la opinión equivocada sobre lo que es el mal produce, a su vez, dos perturbaciones: la aflicción (aegritudo) y el miedo (metus) (24-25).

Después de presentar una serie de ejemplos, procedentes del mito o personalidades históricas (Tiestes, Eetes, el tirano Dionisio y Tarquinio), Cicerón aborda el tema de la naturaleza de la aflicción (26-27). Para él resulta evidente «que la aflicción se origina cuando se tiene la impresión de que un gran mal se nos presenta y nos acosa» (28). Para Epicuro el mero pensamiento del mal produce aflicción, mientras que para los cirenaicos sólo la originan los males inesperados e imprevistos. A continuación el Arpinate nos cita los casos del Telamón de Ennio, del Teseo de Eurípides y del filósofo Anaxágoras, de quien se cuenta la famosa respuesta que dio cuando se le comunicó la muerte de su hijo: «Sabía que lo había engendrado mortal», además de unos versos del Formio terenciano (28-30). Cicerón acepta sin vacilación el arma que le ofrecen los cirenaicos para luchar contra los avatares del azar, que consiste en considerar «que el mal de la aflicción proviene de la creencia y no de la naturaleza» (31).

Los epicúreos no comparten en absoluto esta opinión y piensan que todo el que se halla entre males, viejos, nuevos, previstos o no por la meditación, cae necesariamente en la aflicción. «Epicuro hace consistir el alivio de la aflicción en dos actitudes, en el apartar del pensamiento las penas y en el volverse a la contemplación de los placeres» (31-33). El Arpinate piensa, por el contrario, que lo que más puede contribuir a aliviar la aflicción es pensar que la condición humana está dominada por los avatares imprevistos y por nuestra debilidad y fragilidad. En realidad reflexionar sobre los avatares humanos es la función propia de la filosofía y nos procura un triple consuelo: En primer lugar, la anticipación de las adversidades que al ser humano le pueden acontecer, al eliminar el agravante de su carácter imprevisto, contribuye a atenuar o disipar las penas; en segundo lugar, la comprensión «de que los avatares humanos deben ser soportados con talante humano» (34), es decir, asumiendo una conciencia clara de nuestra fragilidad y, en tercer lugar, llegar al convencimiento «de que no existe mal alguno con excepción de la culpa y de que no hay ninguna culpa cuando acontece algo cuya responsabilidad no puede achacarse al ser humano» (34).

Inmediatamente después, y durante bastantes parágrafos (35-51), Cicerón lleva a cabo una refutación contundente de la tesis epicúrea de que pensar en los placeres puede aliviar la aflicción, para lo que aduce abundantes citas de la tragedia y el epos. Para el Arpinate la concepción epicúrea del placer carece de autoridad moral para combatir la aflicción, por lo que apela a la doctrina clásica de las cuatro virtudes cardinales, tal y como es formulada sobre todo por Sócrates y Platón, que son siempre sus dos fuentes de referencia últimas. La práctica de dichas virtudes puede ser de una gran ayuda para luchar contra la aflicción y sus efectos preniciosos y no los placeres a los que nos convocan los Epicúreos (35-37). El epicúreo Zenón de Sidón sostenía sin ambages que la felicidad consiste en el disfrute de los placeres y en la ausencia de dolor. Pensamientos de esta naturaleza, se pregunta Cicerón, «¿podrían aliviar a Tiestes, Eetes o Telamón?» (38-39).

En los parágrafos siguientes (40-43), Cicerón cita una serie de textos del tratado epicúreo Sobre el sumo bien, que ponen de relieve con diafanidad la importancia que concedía Epicuro a los placeres sensoriales. Es imposible que una visión del placer semejante pueda liberarnos de la aflicción y el Arpinate remata su rechazo de la doctrina epicúrea mediante una guirnalda de interrogativas retóricas, seis en concreto, de las que entresacamos dos: «¿Y si ves a uno de los tuyos afligido por la tristeza, le darás un esturión en lugar de un tratado socrático?» «¿Le exhortarás a que oiga los sonidos de un órgano hidráulico en lugar de las palabras de Platón?». A continuación, para no desdeñar ningún recurso retórico, nos presenta una serie de citas de la Andromacha aechmaliotis, aderezados con interrogativas retóricas y frases exclamativas, que persiguen la finalidad de realzar aún más lo inoperante que es la concepción epicúrea del placer en lo que al alivio de la aflicción se refiere (44-46).

En los parágrafos 46-49 Cicerón sigue insistiendo en las incoherencias de la doctrina hedonista de Epicuro. La primera de ellas es que un filósofo que expresa en algunas ocasiones sentimientos tan nobles no puede decir que el placer «es el gusto, el acoplamiento de los cuerpos, los juegos, los cantos y las formas bellas que dejan impresión en los ojos» (46). El segundo error del filósofo del Jardín es la no diferenciación entre placer y ausencia de dolor. El tercero lo comparte Epicuro con otros filósofos y consiste en desligar el sumo bien de la virtud o perfección moral. A la objeción de un interlocutor anónimo: «Y, sin embargo, él alaba con frecuencia la virtud» (48), el Arpinate replica con los ejemplos de Lucio Pisón Frugi y Gayo Sempronio Graco. El grado de incoherencia de Epicuro es muy similar. Él expresa opiniones dignas de un filósofo cabal del estilo de «no se puede vivir placenteramente prescindiendo de la virtud», o «la fortuna no tiene poder alguno sobre el sabio», al mismo tiempo que muestra con claridad sus preferencias por un tenor de vida frugal y sencillo, argumentos todos dignos de un filósofo, pero que no armonizan en modo alguno con su doctrina hedonista (49).

Ante la queja de algunos epicúreos de la animadversión que muestra Cicerón contra su maestro, él responde que su discrepancia es meramente ideológica y que no tiene nada de personal y, así, nos dice: «A mí me parece que el sumo bien está en el alma, a él, por el contrario, en el cuerpo, a mí en la virtud, a él en el placer» (50). Unas breves consideraciones sobre el antagonismo ideológico tantas veces aludido pone fin a esta amplia sección dedicada a resaltar las incoherencias y los errores del hedonismo epicúreo (51).

Cicerón aborda después la opinión de los cirenaicos, apoyada por Crisipo, de que lo inesperado del suceso doloroso es lo que causa la aflicción. Y ello se explica por dos razones, como nos dice el Arpinate muy pronto: «Mas, si consideras atentamente la naturaleza de los sucesos inesperados, lo único que hallarás es que todas las cosas imprevistas parecen más graves, y ello se debe a dos razones: la primera, porque no se tiene tiempo para considerar la magnitud de los acontecimientos, la segunda, porque, al tener la impresión de que, de haberlo previsto, se habría podido evitar el mal que nos hemos procurado, como si se debiese a nuestra culpa, vuelve más aguda la aflicción» (52). Y la prueba de que esto es así es que el transcurrir del tiempo va suavizando la aflicción y acaba por hacerla desaparecer. La aclimatación de los esclavos a su situación (cartagineses, macedonios o corintios) lo corrobora a la perfección y la razón de ello es que el paso del tiempo acaba por formar en el alma una especie de callo, la que insensibiliza (53). Otro hecho que demuestra que lo que más contribuye a aliviar la aflicción es el paso del tiempo es que un escrito consolatorio, como el que envió Clitómaco a los cartagineses después de la destrucción de Cartago, sólo muestra alguna eficacia en la fase inicial del suceso desgraciado, porque «si unos años más tarde se hubiera mandado ese mismo libro a los prisioneros, ya no habría curado sus heridas, sino sus cicatrices» (54). Cicerón llega a la conclusión en el parágrafo siguiente (55) de que no es la imprevisión de la desgracia lo que tiene un peso mayor en la aflicción, sino que «da la sensación de que los males que nos acontecen son mayores porque son recientes, no porque son imprevistos».

Después de esta larga digresión, el Arpinate va a tratar la cuestión del método que hay que emplear, que es doble, para descubrir los males y los bienes aparentes, que son los causantes de la aflicción. Lo primero que podemos hacer es examinar la naturaleza y la magnitud del hecho en sí, «como hacemos a veces respecto de la pobreza, cuyo peso logramos aligerar, demostrando mediante la argumentación cuán exiguas y escasas son las necesidades naturales» (56). Pero también se pueden abandonar las sutilezas de la disertación y ofrecer ejemplos de personas que han soportado perfectamente la pobreza, como los de Sócrates, Diógenes y Cecilio Fabricio (57). Un método semejante puede aplicarse para aliviar la aflicción que produce no haber conseguido honores. Lo que hay que hacer en un caso semejante es hacer mención de personas que han sido más felices precisamente por haber despreciado los honores que se les concedían. De igual modo se puede actuar cuando el pesar lo origina la pérdida de los hijos. Sea como sea, una meditación larga y profunda sobre los avatares humanos a que estamos expuestos es fundamental para descubrir «que el mal que se consideraba grandísimo no es en modo alguno tan grande que pueda destruir la vida feliz» (58).

A continuación hace alusión a la información, transmitida por Antíoco de Ascalona, según la cual Carnéades acostumbraba a censurar a Crisipo por haber alabado el pasaje euripideo de la tragedia Hypsipile, en el que se nos dice que el dolor y la enfermedad, al ser necesarios, no deben angustiar al género humano. Es indudable que la aceptación con todas sus consecuencias de nuestra condición humana puede contribuir en manera decisiva a aliviar el sufrimiento y a soportar con moderación y tranquilidad el dolor (59-60), pero la aflicción sólo podrá erradicarse, insiste Cicerón, si, como se ha dicho antes, se explica su causa: «la creencia y la idea de que un mal está presente y nos agobia» (61). Mas la aflicción se intensifica cuando a la creencia de que nos acosa un gran mal «se le añade la idea de que es justo y un deber afligirse por lo que ha sucedido». «De esta creencia es de donde surgen las diversas y detestables formas de exteriorizar el dolor: la suciedad, el desgarrarse las mejillas como las mujeres, el golpearse el pecho, los muslos y la cabeza». Como confirmación de estas exteriorizaciones del dolor exageradas el Arpintae nombra los casos de Belerofonte, que buscaba los lugares solitarios, de Níobe, petrificada, que mantiene su dolor en un silencio eterno, de Hécuba, transformada en una perra, o de la famosa nodriza de Ennio, a quien deleita, en su dolor, hablar con la soledad misma (62-63).

Una prueba irrefutable de que los seres humanos piensan que es justo y un deber hacer ostentación del dolor es el hecho de que, si alguien que se halla en actitud luctuosa relaja por un momento la tensión y se pone a hablar en un tono más alegre y sereno, al darse cuenta de ello vuelve de inmediato a su continente triste y experimenta una sensación de culpa por haber interrumpido breves momentos la expresión de su dolor (64). Un caso extremo de esta postura es la actitud del Heautontimoroúmenos de Terencio, que ha decidido por su propia voluntad ser infeliz (64-65).

La demostración palpable de que la aflicción no hunde sus raíces en la naturaleza es el hecho de que, en ocasiones, las circunstancias atenúan y alivian la aflicción y no permiten los lamentos y el luto continuado, como sucede a veces en el campo de batalla en aquellos casos en los que el temor impide que los hombres tengan tiempo de experimentar la aflicción. Se presentan como ejemplos un pasaje de la Ilíada y el asesinato de Pompeyo (66). La conclusión de todo ello es que el dolor y la aflicción son voluntarios e inútiles y que ello es así lo ponen de relieve aquellas personas que, al haber sufrido muchos padecimientos, cuando se repiten, los soportan más fácilmente, ya que esas penalidades las han endurecido contra los golpes adversos de la fortuna (67).

A continuación el Arpinate se detiene en la consideración de un detalle curioso. Es innegable que no hay un mal mayor que la falta de sabiduría y, sin embargo, los ignorantes no suelen experimentar aflicción alguna, «porque a males de este tipo no se les asocia la idea de que es justo, equitativo y perteneciente al ámbito del deber sufrir por el hecho de no ser sabio» (68). La mayoría de los filósofos, Aristóteles y Teofrasto, por poner dos ejemplos, tienen conciencia plena de que ignoran muchas cosas y se lamentan de que la brevedad de la vida les impide poseer unos conocimientos mayores, pero no se afligen por ello (69-70).

Hay ocasiones en que los hombres piensan que no es viril, sino vergonzoso, manifestar abiertamente la aflicción, como lo corroboran los ejemplos de Quinto Máximo, Lucio Paulo y Marco Catón y Cicerón; ante ese hecho, se pregunta: «¿Qué otra cosa les calmó a ellos sino el pensamiento de que el llanto y la tristeza no eran propios de un hombre?» (70-71).

Cicerón aborda después la cuestión de que es inconcebible postular la tesis de que hay personas tan insensatas que sufren por su propia voluntad. Lo que sucede, como pensaba Crántor, es que la causante del dolor es la propia naturaleza y no una opinión errónea. La creencia popular estima que son muchas las razones que contribuyen a que el ser humano se deje abatir por el dolor. He aquí las principales:

1a .— Pensar que nos hallamos en presencia de un gran mal conduce indefectiblemente a la aflicción.

2a .— La suposición de que llorar amargamente a los seres queridos, cuando se nos han ido, les causa a ellos agrado.

3a .— Caer en una superstición propia de mujeres, a saber, tener la idea de que a la divinidad le es grato que los hombres, al recibir los golpes adversos de la fortuna, se confiesen desolados y abatidos (72).

Los seres humanos, continúa Cicerón, evidencian respecto de la aflicción incoherencias flagrantes, como es el hecho «de que ellos alaban a quienes mueren con ánimo sereno, mientras que a quienes soportan con ánimo sereno la muerte de otro los consideran dignos de censura. Como si se pudiese verificar de algún modo lo que suele decirse en las conversaciones entre enamorados: que uno ama al otro más que a sí mismo» (72-73).

El Arpinate no se muestra de acuerdo con quienes piensan que las palabras de consuelo no contribuyen a aliviar la aflicción. Es absurdo además, prosigue, que haya personas que no se dejan consolar en sus desgracias y luego aconsejan a los demás cómo pueden soportarlas. No obstante, lo principal es insistir en el argumento de que no es el paso del tiempo el que remedia el dolor, «sino la meditación prolongada de que en un hecho concreto no hay ningún mal « (74).

En los parágrafos 74 y 75 Cicerón recapitula lo fundamental de su pensamiento sobre la aflicción y sus causas: «Pienso que se ha dicho hasta la saciedad que la aflicción es la creencia de que tenemos un mal delante, creencia en la que se halla ínsita la idea de que es un deber aceptar la aflicción» (75). Zenón añade que el mal que produce la aflicción debe ser reciente, entendiendo por «reciente» que, aunque haya acontecido hace tiempo, ese mal sigue conservando su fuerza, como pone de manifiesto el caso de la reina caria Artemisia, quien, después de la muerte de su esposo Mausolo, vivió sumida en el dolor y consumiéndose en él.

Cicerón aborda en los parágrafos que vienen a continuación (75-79) el tema de los tratamientos que se pueden utilizar para aliviar o eliminar la aflicción, que son básicamente cinco:

1º.— Pensar, como Cleantes, que el mal que causa la aflicción no existe en absoluto.

2º.— Considerar que la aflicción no es un gran mal, como opinan los peripatéticos.

3º.— Desviar la atención de los males y dirigirla hacia el disfrute de los placeres, que es la solución que preconiza Epicuro.

4º.— Pensar, como Crisipo, que «lo fundamental en la consolación consiste en arrancar del que sufre la creencia que le lleva a pensar que «está cumpliendo con un deber justo y debido» (76).

5º.— Reunir y combinar todas las formas en una sola, que es lo que hizo Cicerón cuando compuso su Consolación.

La conclusión a que llega el Arpinate es que, en las consolaciones, lo primero que habrá que mostrar es que no existe ningún mal, o es muy pequeño, en segundo lugar, que el mal es algo inherente a la condición humana y, en tercer lugar, que «es necedad extrema dejarse consumir inútilmente por el dolor» (77). El método de Cleantes sólo sirve para consolar al sabio, que no tiene necesidad de consuelo. Y, además, puede suceder, como lo prueba el caso de Alcibíades, que uno puede afligirse por no haber alcanzado aún la perfección moral (78).

Aunque suele usarse mucho, y a menudo sirve de ayuda, no es muy eficaz la consolación que se resumen en: «Esto no te pasó sólo a ti» (79). El método consolatorio más eficaz, aunque árduo de aplicar, es «demostrar a quien sufre que él sufre por su propia decisión y porque piensa que debe actuar asi» (79).

Cicerón inicia el epílogo (80-84) mostrando su extrañeza ante el hecho de que, a pesar de que la pregunta originaria fue si al sabio le puede afectar la aflicción, desviándose de ella, han tratado en realidad de la aflicción en general e insiste una vez más en la conclusión de que «el mal que hay en la aflicción no se debe a la naturaleza, sino que depende de un juicio voluntario y de un error de nuestra opinión» (80).

El libro concluye con la constatación de que, una vez que se ha descubierto como puede curarse y eliminarse la aflicción, el tratamiento que debe aplicarse para curar las aflicciones concretas (la pobreza, la ignominia, el exilio) debe ser el mismo, es decir, considerar que no son males naturales, sino que se deben a un juicio erróneo y son voluntarias.

Disputaciones tusculanas

Подняться наверх