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FILOSOFÍA Y RETÓRICA EN LAS TUSCULANAS

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Cuando se pretende llevar a cabo un análisis en profundidad de las Disputaciones, suele ser bastante habitual compararlas con la obra que cronológicamente la precede, nos referimos a De finibus. Este tratado, el de más enjundia filosófica de los escritos por Cicerón, es un diálogo filosófico, a imitación del platónico, en el sentido más exacto del término. En él, unos personajes de carne y hueso se erigen en portavoces del epicureísmo, el estoicismo y la academia, exponen sus doctrinas respectivas, que son sometidas después a una crítica. En las Tusculanas, por el contrario, no hay nada semejante. El interlocutor anónimo es una mera figura decorativa que se limita a cumplir la función de presentar, en momentos puntuales y escasos, objeciones bajo la forma de la diatriba. Una vez concluido el breve diálogo diatríbico entre Cicerón y el interlocutor, el Arpinate, como si de una especie de maestro se tratara, inicia el tratamiento de las cuestiones, en el que suelen aparecer englobados la exposición continuada de clara matriz aristotélica y el método que a la sazón debía ser una práctica común de las escuelas filosóficas helenísticas, la defensa de las concepciones propias a partir de una exposición rápida y sumaria de las posiciones doctrinales contrarias 23 . En una palabra, que, en lugar de un diálogo en el sentido pleno del término, las Tusculanas son en realidad un monólogo filosófico aderezado con todos los ingredientes de la retórica, por no decir, lo que sería aún más exacto, que ellas son en puridad un discurso retórico de contenido filosófico-moral.

Una prueba irrefutable de que la afirmación que acabamos de hacer en el párrafo anterior no es mera especulación filológica, sino la pura verdad, es el hecho de que el propio Cicerón, nada más iniciar la obra, en I 7, se expresa en este sentido con total diafanidad: «Siempre he tenido la convicción de que la forma más perfecta de filosofía es la que es capaz de tratar de los argumentos más importantes con un lenguaje copioso y elegante». Y un poco después se nos dice que, «del mismo modo que antes me ejercitaba en declamar las causas judiciales, actividad a la que nadie ha dedicado más tiempo que yo, así también yo ahora me dedico a esta declamación senil». En un sentido muy semejante se expresa el Arpinate en Sobre el orador III 142. Cicerón ha compuesto, por lo tanto, una declamación senil, que, según él, es la forma más perfecta de tratar un asunto filosófico. Esta declamación no puede prescindir por completo de presentar argumentaciones dialécticas con métodos dialécticos, como acostumbraban a hacer los estoicos, pero es evidente que el Arpinate se siente mucho más a sus anchas cuando se atiene a un tratamiento continuado de una cuestión determinada, salpicado continuamente, eso sí, con los recuros retóricos del más rancio abolengo. Al final del libro I, en 112, Cicerón es muy explícito al respecto. A la pregunta de si ellos tendrán necesidad del epílogo usual de los oradores o deben abandonar ya ese arte, su interlocutor anónimo responde: «No, tú no debes abandonar un arte de la que siempre has hecho gala y con razón; en realidad es ella (sc. el arte retórica), si queremos decir la verdad, la que te ha hecho famoso». El Arpinate no puede indicarnos con mayor claridad que él se ha considerado siempre y por encima de todo un orador y, por ello, ha querido poner a prueba su arte creando un discurso retórico de contenido filosófico-moral.

Precisamente por eso no le agradaba en absoluto el estilo seco y descarnado que utilizaban los estoicos en sus argumentaciones lógicas y ello le indujo a tomar la opción, tras la senda del método expositivo aristotélico, de ponerse a prueba en la creación de una obra filosófica, de tenor aristotélico en lo fundamental, ornándola, eso sí, a fin de hacerla más atrayente y sugerente, con todos los recursos del arte que él dominaba a la perfección. Un texto muy revelador de Cicerón confirmará lo que acabamos de exponer. En IV 33 leemos lo siguiente: «He aquí de un modo conciso los argumentos de los estoicos sobre las perturbaciones, que ellos laman logiká, porque argumentan con una sutileza especial. Y puesto que nuestro discurso ha escapado de ellos, como si de escollos agudos se tratara, mantengamos el rumbo de nuestra discusión». Las palabras que hemos escrito en cursiva indican claramente que el Arpinate se sentía mucho más a gusto manteniendo el rumbo de una argumentación continuada, sin recurrir a triquiñuelas lógicas que pudieran empañar la nitidez y coherencia de la exposición 24 .

Ahora bien, «la filosofía no exige sólo precisión, quiere también la belleza», como nos dice Alain Michel, el filólogo que ha dedicado más esfuerzos a estudiar a fondo la relación estrecha que existe entre filosofía y retórica en la obra de Cicerón 25 . No obstante, quizá debido al escasísimo tiempo que invirtió en su redacción, es evidente que al Arpinate se le ha ido la mano en la utilización de los recursos retóricos, por lo que cometió muchos abusos, entre los que destacan por encima de todo la multiplicación excesiva de los ejemplos, el recurso exagerado a las interrogativas retóricas y a las metáforas, aunque algunas son bellísimas, como se apunta en las notas al texto y, lo que resulta más grave, su aludido apresuramiento en la creación de la obra le hizo incurrir en repeticiones innecesarias, que empañan bastante los logros evidentes de las Tusculanas 26 .

Vamos a detenernos, por último, a analizar el recurso retórico más característico de las Tusculanas, nos estamos refiriendo, como es fácil suponer, a las citas abundantes de poetas griegos y latinos, generalmente trágicos, en las que el Arpinate pone de manifiesto no sólo su gran cultura literaria, sino también su capacidad de verter en versos latinos las grandes tiradas de versos de los poetas trágicos griegos, que él suele aducir para ejemplificar un comportamiento determinado, negativo por lo general. Alain Michel se pregunta cuál puede ser el motivo que ha movido a Cicerón a prestar una atención tan grande a los poetas en una obra de contenido eminentemente filosófico, sobre todo si tenemos en cuenta que el Arpinate, en consonancia estricta con su querido maestro Platón, piensa que la poesía es peligrosa porque contribuye a la degeneración de las costumbres, dados los perniciosos ejemplos que suele exhibir. En un pasaje bastante extenso del libro II, en 26, 27, en uno de los escasos diálogos que mantiene con su interlocutor anónimo, Cicerón nos informa de que, en las conferencias de los filósofos que tuvo ocasión de escuchar cuando estuvo en Atenas, ellos insertaban con bastante asiduidad versos en sus discursos, unos con más elegancia y acierto que otros y «por esa razón», nos dice, «una vez que me he empezado a aficionar a este tipo de declamación senil, por así decirlo, recurro con verdadera pasión a los poetas, pero, donde ellos me fallan, he traducido muchos textos de los griegos, para que la prosa latina no careciera de algún ornamento en una discusión de esta naturaleza. ¿Pero ves el mal que hacen los poetas? Nos presentan a los hombres más valientes lamentándose, debilitan nuestras almas y son de un encanto tal que no sólo se leen, sino que se aprenden de memoria. Así, cuando a una educación familiar mala y a una vida cómoda y delicada se le añaden también los poetas, se eliminan todas las nervaduras de la virtud. Con razón, pues, los excluye Platón de ese estado ideal que él imaginó, cuando él indagaba sobre las costumbres mejores y sobre la mejor forma de gobierno».

Estas citas de los poetas trágicos, en las que aparecen héroes dominados por el dolor, la aflicción y las pasiones, son especialmente frecuentes en los libro II, III y IV, que tratan precisamente del dolor, la aflicción y las pasiones o perturbaciones del alma. Como señala A. Michel, «los libros II y II de las Tusculanas se nos muestran a veces como un diálogo entre los poetas —que describen con complacencia la aberraciones del corazón humano— y los filósofos —que emplean para replicarles el lenguaje de la razón—». No conviene olvidar a este respecto que, como nos indica Aristóteles 27 , la tarea del poeta dramático consistía en expresar las pasiones humanas para purificarlas. Esa es la finalidad que perseguía también Cicerón al presentarnos las pasiones de los personajes del drama: indicar a sus lectores que el comportamiento desmesurado de los héroes de la tragedia es siempre el ejemplo negativo de lo que no debe hacer un hombre, puesto que él sólo puede encontrar la felicidad si consigue liberarse del dolor, la aflicción y las perturbaciones que los héroes del mito exhiben en las tragedias sin pudor y sin medida alguna.

Otras citas muy frecuentes de Cicerón, las de personajes ilustres del mundo romano, en el marco de lo que se conoce con la denomiación genérica de ejemplos del mos maiorum, no constituyen de hecho un elemento retórico, sino un rasgo más de lo proclive que es el Arpinate a confrontar la cultura romana con la tradición filosófica helénica, siempre con el propósito de mostrar la convergencia que hay entre ambas. Como señala agudamente A. Michel 28 : «Cicerón no es tan dogmático para fiarse plenamente de la autoridad de los filósofos, ni tan pragmático para seguir únicamente las lecciones de Roma». Sobre esta cuestión pensamos que es suficiente con lo dicho.

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