Читать книгу Andanzas por la nueva China - César M. Arconada - Страница 16
ОглавлениеLa ciudad de las cuevas
Para definir Yenán habría que decir: la ciudad que no se parece a ninguna de las que uno ha visto en la vida.
Es muy difícil explicarla o pintarla porque son cerros hechos ciudad, la naturaleza primitiva transformada en conglomerado humano, una ciudad de casas que no son casas, sino cuevas, una ciudad que tiene la arquitectura gigantesca de la tierra y los montes.
No basta decir: el valle se hace cañón de desfiladero y desemboca en otro valle transversal por donde salta, que no se recrea, otro río caprichoso, si hoy corderito manso, mañana, cuando caigan cuatro gotas, lobo feroz. En la confluencia de otros dos valles que se unen en forma de T está situada la ciudad, con la aguja de una pagoda antiquísima en el cerro de la confluencia, como un vigía en sitio estratégico, como el faro de las miles de águilas que hay en los montes.
No basta decir: y por el llano, junto al río, en la escasa distancia de montes a montes, pasan la carretera y la calle principal, y hay casas de ladrillos, y comercios, y hospitales, y librerías, y un teatro. Todo nuevo, reciente, porque los bombardeos del Kuomintang destruyeron la ciudad que podía destruirse: la que estaba hecha de casas.
No basta decir: y una muralla, vieja, ya en muchos sitios derruida, sube del río a las cumbres de los montes, abrazando, sinuosamente, la primitiva ciudad, la que está en los cerros frente a la pagoda.
No basta decir: todo esto no es suficiente, nadie podrá comprender así el aspecto de esta ciudad extraña y única. Para describirla hay que transformarse en pastor, en águila, acaso en rapaz cogenidos.
El primer elemento de la ciudad es la tierra, igual que en toda esta región. Tierra al descubierto, al desnudo, tierra tierra, como si dijéramos el cuerpo de la tierra, tierra viva, pues la he visto desmoronarse y caer con estrépito delante de una casa cueva; tierra que cuando llueve toma el color humano de la arcilla, el color alfarero de la sangre, y cuando el tiempo es seco, adquiere un color blanco, como el de los huesos o el del sol.
El segundo elemento lo componen los montes o cerros con sus configuraciones, cada uno con su especial relieve, recostados unos en otros con particular actitud, pues hay unos que parecen unirse con fuerza como dos amantes, y otros guardan las distancias, mirándose las caras frente a frente; otros se repliegan fuera de la línea como rezagados; otros, al contrario, parecen la madre venturosa en trance de fecundidad; aquel se ha empinado sobre los otros, este parece que se ha puesto en cuclillas, como suelen ponerse los chinos, y el de más allá dijérase que se esconde avergonzado de las caries que el tiempo le ha hecho.
El tercer elemento está formado por las cuevas en sí, hechas por el hombre donde le ha parecido, aprovechando el terreno, escarnándolo más. Son infinitas bocas negras, fauces de tierra que se abren unas encima de otras sin más orden ni más ley que los que dictan el propio relieve. El hombre se ha adaptado a la tierra, moldeándola. Forma una pared, cava una terracilla, deja unos poyos, abre trepadores caminos, hace un agujero para ventana, otro para que salga el humo. Tiene en cuenta el canal de las aguas y el abrigo del viento. Y a veces en el propio techo de su vivienda siembra maíz. Si compra un burro —solo el admirable burro trepa por los cerros— toma el azadón y le abre una cuadra; si compra un cerdo, le hace cochiquera, y si gallinas, les monta un gallinero de cuatro azadonazos.
Y no digo más de esta ciudad de cerros, de estos cerros vivos. Si os los imagináis, ¡gracias! Y si no, maldecid de mi torpón pincel.
Paran los coches a la entrada de la ciudad, a mano izquierda. Después del recibimiento, huelga decir que caluroso, trepamos, como es natural, hacia el cerro, aunque aquí por escaleras de cemento.
Es un amplio recinto, en diversos planos; los edificios están escalonados en la pendiente. En la última terraza tenemos por pared el cerro, que sigue hacia arriba. En algunas partes, casas cueva; en otras, casas semicueva, como también hay muchas, es decir, una pequeña entrada construida sobre el terraplén, y al fondo la cueva; en otras, pabellones edificados normalmente.
Esto se llama «Departamento de Protocolo». ¿Qué significa tal denominación?, diréis. Eso mismo me pregunté yo: por lo visto en el antiguo Yenán revolucionario era una especie de ministerio de Estado, con hostería para los huéspedes extranjeros. Aquí, en una terraza inmediata, tenía su residencia la Unión de Escritores, en cuatro cuevas de portaladas revestidas de cal. Más arriba aún, departamentos vacíos, viviendas de aquel tiempo de aglomeración.
Hoy ha quedado solo como residencia de huéspedes extranjeros, holgada residencia, como esos palacios antiguos que en la mudanza del tiempo han venido a ser viviendas de una persona. En la parte baja, a la entrada, en unos pabellones, está instalado el Museo de la Revolución; en una terraza superior, los edificios de los comedores y una biblioteca; y más alto aún, en la mitad del cerro, nuestras viviendas y un edificio grande que hace de sala de recepciones; encima de todo esto, casas ajenas con sus corralillos y, trepando más, la cumbre descarnada donde tienen sus nidos cueva las águilas.
Para quitar un poco de desnudez de la tierra, en nuestra terracilla crecen unas flores y unos girasoles. Tenemos enfrente un bajo tapial con un balcón corrido. Se asoma uno, y se ve el extraño panorama de la ciudad, sobre todo los cerros de enfrente, más agujereados que los nuestros. En el estrecho valle resuenan los ecos, como si los ruidos tuvieran alas. Rebuznan cientos de burros, cantan los gallos algareros de la madrugada, y durante todo el día, insistente, se oye una bucólica dulzaina no se sabe dónde.
Me estaría las horas muertas de codos en este vallado, viendo esta naturaleza hecha ciudad, estas hondonadas de la gigantesca meseta de arcilla, unidas por una carretera que se corta y las deja aisladas del mundo.
Sí, las horas muertas.
Pero a la vez no piensa uno solamente en la extraña naturaleza de la ciudad, en su pintoresca fisonomía. Piensa uno, sobre todo, en lo que esta escondida ciudad fue durante diez años en la nueva vida que surgió de estas cuevas, en el renacimiento de un río grande, grande, inmenso, que después fue extendiéndose por toda la inmensidad de China, reviviéndolo todo con sus aguas purificadas y fecundas.