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Si todo el mundo se ocupase de sus asuntos,
bramó la Duquesa, el mundo marcharía más deprisa.
Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas
César Arconada, que nació y creció en Tierra de Campos, era comunista y militante del PCE. Se exilió en la URSS y escribió Andanzas por la nueva China en la segunda mitad de los años cincuenta, en el fragor de la Guerra Fría, con el bloque soviético férreamente incomunicado. El autor de Urbe, poema vanguardista, y Reparto de tierras, novela social realista, escribió su crónica a partir de esa doble condición: con la nostalgia de «mi meseta castellana de pastores», con las raíces descuajadas y las entrañas removidas [10], y «meditando desde la Plaza Roja», identificado con las directrices del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), escritor en viaje de trabajo por China porque así lo dispuso «el capitán de mi bandera» [11]. Y lejos de ocultarlo, paladinamente lo declara en las primeras páginas del libro, en las que también se acoge al magisterio de dos nombres señeros de nuestra literatura: don Alonso Quijada y Unamuno, definiéndose más por las discrepancias que por las coincidencias.
Don Quijote «tenía la intrepidez de lanzarse sin miedo a toda aventura. No analizaba, no paraba mientes» [12]. Él, sin embargo, analizaba y paraba mientes, y además lo hacía, como acabo de señalar, desde la Plaza Roja y como exiliado comunista español. «He cursado la Universidad de la Plaza, y esto es mucho», concluía, satisfecho de su condición de autodidacta que, convicto de marxismo, se mostraba seguro de haber encontrado «una brújula de oro» [13] en la ortodoxia de un prosovietismo sin fisuras.
Unamuno se movía desde un sentimiento trágico de la vida. Por su parte, él se guiaba por un «sentimiento de responsabilidad, de seriedad», derivado de su adscripción marxista-leninista e identificado con el partido, que a la sazón le requería un reportaje sobre la nueva China del mismo modo que durante la Guerra Incivil le llamó a escribir una novela sobre la resistencia popular en el campo franquista (Río Tajo).
Ahora bien, Arconada era escritor y en cuanto tal respetaba su oficio, siempre en tensión frente al reto de la hoja en blanco. «Pasan los años —confesaba—, se acumulan experiencias, prácticas, y es lo mismo»: tensión e incertidumbre, dudas. Sobre todo al comienzo. Luego, «cuando la obra se empieza es cuando surge la fe y el entusiasmo».
Desde tales planteamientos encaró el autor la tarea. Nada tenía que ver su perspectiva, pongo por caso, con la de Un notario español en Rusia de Diego Hidalgo (Madrid, Cenit, 1929), político radical, diputado en Cortes (1931, 1933), cofundador de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética (1933) y ministro de Guerra durante la insurrección de Asturias, un curioso con intención de neutralidad; y muchísimo menos con la de Manuel Chaves Nogales en La vuelta a Europa en avión. Un pequeño burgués en la Rusia Roja (Madrid, Mundo Latino, 1929), periodista de adscripción liberal que, con errores y aciertos, cuajó una crónica deslumbrante, fustigada desde un extremo y desde el otro. Ni neutralidad ni liberalismo.
Con quien sí presenta Arconada numerosas afinidades y profundas coincidencias es con la María Teresa León de Sonríe China, afinidades y coincidencias no ya de orientación política, que eso iba de suyo, sino en clave de estrategia narrativa y también en cuanto a los medios del viaje. Hidalgo y Chaves se movieron por libre, en función de sus recursos o los de su periódico, mientras Arconada y los Alberti gozaron del apoyo oficial, lo cual se tradujo en facilidades materiales y en un nutrido séquito en el que no faltaron guías, secretarias, conductores, traductores ni médicos, pero también en menos capacidad de decisión de la que tal vez creyeran, llevados a fin de cuentas a los lugares que el partido consideraba idóneos, hablando con quien sus acompañantes decidían y, en última instancia, preguntando y recibiendo respuesta por boca ajena.
En esa situación, desde el principio surgieron discrepancias. Arconada deseaba ir a Yenán, punto final de la Larga Marcha y centro neurálgico de la China comunista desde 1935 a 1948; sus anfitriones albergaban otros planes. Arconada se movía a ciegas, opinaba desde la historia y se dejaba llevar por las intuiciones, pero quienes tutelaban sus pasos habían planificado aquella visita minuciosamente. Nunca se plantaban en una negativa categórica, jamás le llevaban la contraria de manera taxativa. Unas veces justificaban sus decisiones por imperativos de tiempo, otras por las distancias, la falta de comodidades o la dificultad del camino. El tira y afloja se desarrollaba invariablemente con amabilidad en las formas:
«—¡Yenán! —insisto yo.
A decir verdad, no sé en qué parte de China se encuentra Yenán. Pero tengo una idea fija: Yenán. Sé que la fuente del río está en ese lugar [...]. Se me figura que si no voy a Yenán no podré escribir sobre China. ¡Manías! Puede ser. Pero esa manía ha nacido y no puedo ahogarla: es la esperanza de mi pluma.
Chou Nan [con ella estamos tratando el plan de nuestros viajes] no está conforme con que vayamos a Yenán. Nos lo dice con esa suavidad de los chinos, que tiene algo de la suavidad de los lotos. Sonríe para hacer más agradable la negativa.
—Es un viaje difícil, no van a tener ustedes comodidades».
Finalmente irían a Yenán. En esa ocasión Arconada se salió con la suya; en general sucedió lo contrario. «Ermitaño de cerros», el escritor reclamaba espacios abiertos, pueblos perdidos, ríos y bosques; en cambio sus anfitriones le condujeron de cooperativa en cooperativa, de casa del pueblo en casa del pueblo, de trabajador ejemplar en trabajador ejemplar, de héroe en héroe. Puesto a escoger, habría preferido alguna paseata «con mochila a la espalda», pero acababa aceptando. Comunista convencido, alababa el maquinismo, la propiedad colectiva y la forja del hombre nuevo.
La industrialización se le representaba como la panacea, el emblema del progreso. La modernidad triunfante sobre los viejos modos de producción, la sociedad atrasada y las prácticas casi feudales eran asuntos de fondo por lo demás ya vertebradores de La turbina, novela publicada en vísperas de su ingreso en el PCE y de su afiliación a la UGT a través del Sindicato de Empleados de Correos, con el carnet extendido el 27 de mayo de 1931 [14]. Esa convicción venía de lejos, literariamente de los orígenes, porque también se registra en Urbe, su aportación poética a las vanguardias, aunque sin el alineamiento político partidista de estas Andanzas.
Y a veces está presente hasta el desbordamiento. Por ejemplo, en los diversos fragmentos en que, interiorizando los tópicos propagandísticos del sistema, aborda la cuestión espinosa de la reeducación de los capitalistas, proceso que ahora sabemos terrible, aunque resulte evidente que nuestra perspectiva no es ni muchísimo menos la de Arconada. En este sentido, el autor descubre las cartas marcadas de su ortodoxia en el capítulo dedicado a Shanghái, la legendaria ciudad «misteriosa y tenebrosa, el antiguo paraíso de la aventura y los pecados», supuestamente transformada en «una ciudad espiritualmente nueva, purificada por un nuevo humanismo» [15]. Y ese tono alcanza su cenit cuando sus anfitriones, corteses hasta la exquisitez, le sientan a dialogar con un capitalista reeducado, en una amable versión chinesca de las confesiones espontáneas de los procesos de Moscú:
«—En China se oye hablar mucho de la reeducación de los capitalistas. Qué pensar. ¿Usted es, por lo tanto, un ejemplo de esa reeducación?
—Sin duda alguna, aunque estoy muy lejos todavía de la licenciatura de la reeducación. Necesito aprender mucho, y espero aprenderlo con la ayuda del gobierno y del Partido» [16].
Plegado a la humillación, el capitalista desgrana una lección bien aprendida, apurando hasta el fondo el cáliz de las palinodias: «El Partido despliega una gran actividad en la educación de los capitalistas, pero a mi juicio va muy lento». Arconada anotó aquella proclama sin permitirse ningún atisbo de inquietud ante tamaña docilidad. De tal guisa se profesaba entonces la ortodoxia comunista en los países autodenominados del socialismo real, y un refugiado español no era quién para cuestionarla.
A cambio de plegarse de buen grado a los dictados de la verdad oficial, nuestro escritor disfrutó en su viaje de condiciones privilegiadas. Lo descubriría en cuanto el tren saliera de la estación de Pekín. Ya había percibido algo extraño al dejar el hotel, demasiada gente a su alrededor, y todos caminando en la misma dirección: «Li Tsin-suan, ¿pero no vamos solos con usted y el dramaturgo?» [17].
«Aprovechan nuestro viaje para ir a Yenán a sus asuntos».
La sospecha se confirmó enseguida. Claro que aquellas gentes iban «a sus asuntos», pero es que tales asuntos eran precisamente ellos, César Arconada y María Cánovas.
«Pasan las horas, y es claro que nuestro grupo, que al principio, como sucede en los borrosos amaneceres con las cosas, veíamos confuso, se va concretando en forma y en esencia. Nuestra diplomática Li Tsin-suan ya no puede andarse por las ramas. El grupo —diez en total— viene a nuestro servicio, para hacernos liviano y cómodo el viaje.»
Arconada no salía de su asombro («¡Pero si yo soy un pobre diablo, un pelagatos!»), y un tanto abrumado se autojustificaba con la suposición de que, «de haberlo sabido, hasta hubiera renunciado a mi viaje». Sin embargo, ya solo quedaba asentir. Cocinero, conductor y guías, incluso médico («la que yo creía esposa del dramaturgo»). «Hasta qué extremo llega la amabilidad de los chinos», concluye.
Pero no descontextualicemos el libro. Después de la guerra española y sus desastres, después de los campos franceses de internamiento, de las angustias del estalinismo, de la dureza de la vida en la Unión Soviética durante la invasión nazi y de las tensiones de la Guerra Fría, Arconada se dejaba cuidar, escuchando a cambio lo que se quería que escuchase y dando por bueno cuanto le decían tan obsequiosos anfitriones.