Читать книгу Andanzas por la nueva China - César M. Arconada - Страница 21
ОглавлениеDivagaciones sobre el alma de la ciudad
Figuraos: vine en lomos de este dragón de hierro que llamamos tren, con la inquietud y curiosidad del que llega al término de un largo viaje y otros caminos le esperan, a la puerta de la estación, para llevárselo quién sabe adónde y quién sabe con qué compañías. El ferrocarril siempre tiene algo de pasillo que une dos habitaciones, de corredor de tránsito desde un lado al otro. Y resulta que el hombre es así: incluso a este corredor ambulante le toma cariño, lo hace suyo, y cuando lo abandona parece que ha abandonado su segunda casa para entrar en la tercera, completamente desconocida.
Y llegar a la ciudad de tu destino, donde vas a vivir. Se para el tren suavemente, echando las máquinas sus últimos resoplidos de vapor. Saludos, despedidas, nuevas gentes, trajín de equipajes, ruido de carretillas, y te olvidas de una cosa que hubieras querido hacer: despedirte de estos hierros serviciales y decirles: ¡gracias!
Como las estaciones de todo el mundo son parecidas, y se comprende, porque están hechas por una inmensa compañía anónima e internacional que se llama capitalismo, no te das cuenta, al descender de ellas, de dónde estás. Piensas que a lo mejor el dragón ferrado, como en un cuento, te ha jugado una broma, y después de dar vueltas y revueltas por otros paralelos sin fin te devuelve al punto de partida. Hasta el reloj en lo alto parece ser el mismo.
Y de pronto, salgo de la estación, me topo de frente con la plaza que le hace ronda de honor como en un ceremonial, y me restrego los ojos asombrado. ¡Ah, sí, ya veo, no estoy en cualquier parte, estoy precisamente en Pekín! Y me dan ganas de decir a la gente que ha venido a recibirme: olvidaos un momento de mí, por favor, dejadme que me siente en este banco, rodeado de la multitud que espera trenes, a contemplar la plaza y saludar también a esta bella amiga que viene a verme: la ciudad. Ella tiene un alma, y quiero vérsela.
Las plazas de las estaciones pueden definirse como antesalas del país. En ningún sitio mejor comenzaréis a conocer el país que en las plazas de las estaciones. En ellas se reúnen las gentes de todos los sitios, y si observáis cómo se reúnen, qué llevan, qué hacen, qué dicen, tendréis una idea bastante clara de muchas cosas. ¡Lástima que no pueda sentarme ahora en el banco de los hombres sencillos como un sencillo hombre más!
Es fugaz esta visión de la plaza porque entre saludos y parabienes te meten con prisas en un coche y te alejan de aquí como queriendo acelerarte el fin del viaje, que acaba en el reposo del hotel. Y sin embargo… me podéis creer: hoy, al cabo de algún tiempo, cuando Pekín me es casi familiar, vengo algunas veces a la plaza de la estación para refrescar aquella visión primera, desconcertante y asombrosa. ¡Algo vengo buscando! ¡Tal vez el alma de la ciudad!
Y es que la plaza de la estación central de Pekín está situada en un lugar especial, como para impresionar al viajero. La línea férrea entra en la ciudad bordeando la muralla de la ciudad tártara y acaba justamente en una de sus puertas, en la más importante, que comunica la ciudad tártara con la ciudad china.
De pronto se encuentra el viajero con una muralla gigantesca. ¡Cómo será este muro, que me asombra a mí que soy de España, país de murallas y castillos! He contado los pasos que tiene de ancha: treinta y seis. Encima de ella crecen árboles y hasta jardines, hacen los soldados la instrucción, se alzan torres viejas, inmensas, y podrían, si quisieran, hacer que circulasen automóviles.
En las ciudades amuralladas las puertas tienen todas su importancia y su carácter. Son el umbral del entra y sale de la gente, de los autos, de los carros, de las bicicletas, de las cosas, hasta incluso del viento, que también circula de acá para allá. Estas puertas que se abren en la plaza de la estación son las más importantes de la muralla. Forman parte del eje simétrico de esta ciudad de la simetría. Son las Puertas del Sur y el sol les da de frente.
Todas las ciudades tienen un alma, como ya se sabe de sobra, y no puede ser de otro modo porque representan el corazón de una comarca, de una provincia, de un país. Tienen un alma, sí, como todas las cosas de nuestra historia y de nuestra vida, como todo aquello que los hombres han trajinado y trabajado mucho y durante mucho tiempo.
¡Ea, buscadla, y veréis lo difícil que es dar con ella! También cada flor tiene su perfume. Tratad de definirlo, y veréis lo difícil que es. Como si quisierais aprisionar al viento se os escaparía, no podríais encerrarlo en palabras, clasificarlo.
Y lo mismo esa alma de las ciudades, que es vagabunda y compleja, sutil y frágil, escurridiza y transparente. Uno quisiera, como el príncipe feliz que encuentra el pájaro de fuego, hallar esa alma en alguna parte, hecha pájaro o flor, y aprehenderla gozoso del hallazgo. Pero, ¡ay!, lo mismo que la victoria a los paladines, que es fruto de gran batalla, así el secreto de las ciudades solo se obtiene —si se obtiene— después de grandes búsquedas y de afanosas observaciones.
¿Dónde está ese tu secreto, Pekín, dónde está tu alma de ciudad?
Y como es lógico, me va a venir a mis manos, milagrosamente, el pájaro de fuego al primer día, a las primeras miradas. ¡Busquémoslo a través de las calles, de la historia, de los hombres! ¡Busquémoslo a través del pasado, del presente, del ayer y del hoy, de lo viejo y lo nuevo, de lo que está en las puertas de los cementerios, para morir, y de lo que está apuntando, verde, con los surcos de la primavera, para vivir y crecer.
No sé por qué, el corazón me dice que al final del recorrido tendré que venir hasta las Puertas del Sur a tratar de aprehender la alada o inaprensible alma de la ciudad. Pero entonces tal vez venga ya como el paladín va a su última batalla: cargado de trofeos y de experiencias.