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Pekín, la ciudad de la armonía

En el lenguaje hiperbólico de la vieja China, la Armonía era la diosa suprema. Armonía quiere decir reglas, concierto, orden, disposición, arquitectura.

Lo primero que asombra en Pekín es su armonía. Todo está hecho con la idea de la armonía, del orden perfecto. Todas las ciudades del mundo están formadas por superposición de épocas. Pekín parece que fue hecho de golpe, de una vez, en una noche y por un poderoso mago. Y gracias a eso pudo el mago arquitecto hacer su composición, tirar sus líneas y formar un conjunto bello percibido por la diosa Armonía. Si me dicen que la mano del diablo —de tantas leyendas— está señalando en una de estas torres, lo creeré. Porque parece una ciudad hecha por un brujo arquitecto en colaboración con el diablo.

Pekín está situado en la fértil llanura del mar. Esta llanura larga, extensa, verde, feraz de aguas y cultivos, es como el rostro sonriente de China. Tras ella está otra China áspera, dura, de montañas profundas que parecen no tener fin. Pekín está casi al lado de una de esas cordilleras, que hace amena su llanura y es barrera contra el soplo arenoso de los desiertos mongoles.

El mago arquitecto tomó esta llanura como un papel blanco y señaló un centro: ese centro, como es lógico en todo orden jerárquico, fue el palacio imperial, extendido de norte a sur en una serie de distintos pabellones. A este palacio hubo que rodearlo de muros, que palacios sin protección jamás se hicieron, y surgió así, en un cuadro central, lo que se llama la Ciudad Prohibida.

El emperador debió de examinar los muros y las altas torres que en las esquinas muy bellamente vigilaban, y no debió de sentirse satisfecho del todo. Quería más seguridad. Entonces el arquitecto pensaría en otro muro protector: en el muro de los fosos y el agua. Y así surgieron junto al palacio, fuera de su recinto, tres lagos: Pei-hai, lago del norte; Nan-hai, lago del sur; y Chon-hai, lago del centro, conocidos hoy como «los tres mares». Estos lagos eran como el espejo del palacio y además fuente de los canales: barrera de agua que bañaba los muros de la Ciudad Prohibida.

En tal estado de la inmensa fábrica arquitectónica, se pensó, no sin armonía, que no hay corte sin cortejo ni señor sin servidores. Tomó el mago la regla de las cuadraturas y trazó unas líneas abarcando los lagos y otros terrenos contiguos. Puso no ya muralla, sino una tapia roja —el rojo y el amarillo eran los colores que correspondían al emperador—, y se trazó así otro cuadro encerrando el cuadrado menor de la Ciudad Prohibida, la ciudad imperial donde vivían los servidores más servidores del emperador.

Mas no acaba aquí la cadena, como esas cajas que se meten unas en otras y que los maestros chinos suelen hacer. El arquitecto pensaría, y estaba en lo cierto, que no hay imperial dignidad sin dignidades, y entonces trazó un cuadrado mucho más amplio para que cupieran muchas, lo cercó con una gigantesca muralla y quedó formada lo que se llama la ciudad tártara, donde vivían, como he dicho, las altas dignidades de palacio.

Todo muro requiere, si no ventanas para ver, por lo menos puertas para entrar y salir. Siguiendo este pensamiento, se abrieron en la muralla, siguiendo las reglas de la armonía, puertas al norte, al sur, al este y al oeste para que pudieran ir y venir las dignidades en la dirección que les placiera o tuviesen menester.

Ahora bien, puertas sin vigilancia poca seguridad tienen, aunque los portones sean ferrados y claveteados. Y surgieron en las puertas, encima de la muralla, unas torres inmensas de cinco pisos, con cinco tejados, que daban belleza a la sequedad de la muralla y, sobre todo, eran vigías despiertos a todos los horizontes.

El emperador, curioso como todo humano, aunque hijo del cielo, quiso ver esta armonía de la tierra, y al lado de su palacio, como continuándolo al norte, se hizo construir una montaña con un mirador central y dos a cada lado, en distintos niveles, y encerró todo en una tapia roja. Esto se llama de diversas maneras: Montaña Pintoresca, Montaña del Carbón, o Montaña de los Diez Mil Años. Unos dicen que está formada con el carbón que los emperadores mongoles tenían en reserva para caso de cerco, otros que está hecha de la tierra que se sacó al formar los lagos, otros, en fin, dicen que era un centinela de la Ciudad Prohibida.

Cuanto más emperador se es, más pompa se tiene. Y entre esa pompa figura el ruido de músicas, cornetas, campanas y tambores. Siguiendo la línea del norte se alzó la torre del Tambor, y a continuación, más abajo, la torre de la Campana. Cuando el emperador salía de palacio para alguna solemnidad, redoblaba el inmenso tambor, con vozarrón de porche, y la campana era golpeada con un hierro —que no tenía badajo—. Estas llamadas eran para que la gente se encerrase en sus casas y cerrase ventanas y puertas, y no osase mirar, ni siquiera por una rendija, al hijo del cielo.

Hecha esta ciudad de ciudades, algo faltaba todavía. De emperador para abajo, toda persona de rango necesita vivir con el rango que le pertenece. Esto se traduce en que necesita palanquines, alfombras, trajes, zapatos, comidas, dulces, regalos, mesas, espejos, biombos, cuadros, relojes y mil y mil necesidades del cuerpo y de los sentidos. Aparte de que, si bien se mira, ¿quiénes son los que levantan las propias ciudades y los palacios? Los emperadores y dignatarios no son, con sus manos limpias.

Entonces se pensó: ¡ah, pues es cierto, todo esto lo hacen los chinos! Y despectivamente ordenaron: «¡Constrúyase una ciudad para los chinos!».

Y junto a un cuadrilátero surgió otro, un poco más ancho y más corto, con idénticas murallas e idénticas puertas y en él se metió a los chinos, necesarios pero despreciables, y el recinto se llamó ciudad china, algo así como ciudad de los pelagatos miserables.

En la ciudad china, acaso por estar al sur, se levantaron dos templos grandiosos: el Templo del Cielo y el Templo de la Agricultura. Cada año, en las fiestas de primavera, iba a ellos el emperador, por una vía imperial de graves losas, puertas y arcos triunfales que partían en Tiananmen hasta la ciudad china. Ese día los chinos, ni que decir tiene, no podían salir a la calle, ni aparecer ante el emperador con su aspecto natural de chinos.

Si a este grandioso conjunto le agregamos, dentro y fuera de las murallas, un sinfín de templos, palacios, pagodas, tumbas, arcos y demás menudos monumentos, tendremos una idea de lo que es el esquema arquitectónico de la muy famosa ciudad de Pekín.

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