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Viaje de los hombres a través
de su libertad. Se les veía ir de una casa
de tablas podridas, mal compuesta,
a una nuevecita pintada de blanco
con sus grabados y libros y flores.
María Teresa León (1935)
Arconada parte en Andanzas de un afán divulgativo, pone a la historia en diálogo de contrastes con el presente y tiñe de épica nacionalista la crónica de la revolución, engastando la cotidianeidad de la nueva China en el fondo inmemorial de las leyendas. En apariencia sencilla, la estructura de la obra responde a un planteamiento muy meditado, con la escritura al servicio del relato y el estilo plegado a la eficacia, dejando por aquí y por allá cabos sueltos, más adelante unidos en un habilidoso entramado recurrencial.
El componente divulgativo se despeña por «unos capítulos de historia de China resumidos en unas páginas», extractos de manual con redacción enfática y absolutamente previsible. «Empecemos por la aurora de la esperanza para los pueblos: 1917», comienza. Entonces «amaneció en Rusia, pero los resplandores llegaron a todas partes y más a los pueblos, como China, bárbaramente explotados por el imperialismo y el feudalismo» [18], presentación seguida por una cronología elemental («En 1921 se creó el Partido Comunista...», «En octubre de 1934 comenzó la epopéyica Gran Marcha», etc.) rematada por una especie de poema, naturalmente de Mao Tse-tung: «Miles de ríos se deslizan / y miles de montañas se alzan en el camino, / pero nuestro ejército no teme las dificultades: / necesita hacer una Gran Marcha».
Lo mejor del libro descansa sin duda en la mirada del autor, palentino de Tierra de Campos extasiado ante la inmensidad de una geografía gigantesca, con ansias de pastor y más aún de águila para recorrer valles y sobrevolar ríos. Arconada sentía la llamada de la tierra, «el color humano de la arcilla» y «el color alfarero de la sangre», sus tonos blanquecinos en las sequías, como el de los huesos consumidos por el sol. Se dejaba ganar por el grito oscuro de los bosques, hombre de llanura fascinado por la ebullición de los cerros, ora «recostados unos en otros», unidos «como dos amantes», ora guardando las distancias, «mirándose las caras frente a frente». Y soñaba con el enigma de las bocas negras de la tierra, las cuevas, hijas de la naturaleza y de los hombres, que componen la arquitectura de Yenán, «la ciudad que no se parece a ninguna de las que uno ha visto en la vida». Por ahí crece la obra, vivificada por el asombro, la mirada azul, la palabra justa y la descripción envolvente.
Por ahí crece la obra, repito, y también sigue creciendo en los momentos en que Arconada se aventura por el laberinto de las leyendas populares, otro rasgo derivado de su castellanidad, con la infancia marcada por la flor nueva de los romances viejos y los relatos legendarios. Las Andanzas por la nueva China adquieren un ritmo fluvial cuando se olvida de la doctrina, o sencillamente cuando sabe atenuarla, abriendo ventanas a los cuentos intemporales y al horizonte de la intrahistoria de una cultura muchas veces milenaria, viva en el corazón y en los labios de las gentes. Escritor de partido, en esos momentos se revela sobre todo escritor, con el afán proselitista ocultado.
Ocultado con habilidad literaria, pero nunca olvidado. Me explicaré: «La más bella montaña tiene su leyenda...», escribe al hilo de la visita a un pueblo remoto de Hunan. «Una incomodidad» indeseada a juicio del séquito que para él, siempre deseoso de «adentrarse en el campo», es sin embargo un placer. «¿Y cuál era la leyenda de la montaña?» Pues hacía mucho, muchísimo tiempo, «un emperador vino de caza a estos parajes» perdidos y, anda que te anda, venciendo espesuras, surcando valles, «se le ocurrió subir a lo alto», escalar hasta la cumbre más escarpada, «como si dijéramos a la puntiaguda mansión de las nubes», lo que, escalando, escalando, al final consiguió.
«Y cuando había coronado la cumbre» escuchó, sin saber de dónde procedía, «seguramente del cielo», una música deliciosa, una música callada diría Bergamín, que lo inundó de placer. Y luego apareció «un ave de singular belleza». Como flotando en aquella armonía, «parecía estar hecha con sedas y rasos de sueños», suma de prodigios con resultado de éxtasis. Al volver en sí, el emperador la nombró «la más bella montaña y mandó construir un monasterio en la misma cúspide».
Pues bien, «al pie mismo de esta montaña está el pueblo» que acogía la vivienda, «el santuario» familiar de Mao Tse-tung, el emperador de la nueva China, «hoy sede de una cooperativa» flanqueada por un grupo escolar, o sea los monasterios de aquel tiempo remozado [19].
La obra se desliza por tanto desde la historia al presente, pero a un presente refundador de la historia, en el que se incorporan en pie de igualdad las realizaciones y las creaciones míticas y se equiparan los dirigentes revolucionarios a las figuras protohistóricas, sagradas y mitológicas. A las fabulosas edades antiguas se superpone la fabulosa edad revolucionaria, tan destinada a durar y sobrevivirse como aquellas. Arconada había dado con la llave de la técnica proselitista. Sus Andanzas parecían tener el camino de la edición despejado.
El conflicto chino-soviético, sin embargo, lo cerró enseguida, primero en Moscú y años después en París, porque la obra, evidentemente prorrusa, carecía ya de hueco en el catálogo de Ebro, la editorial del PCE plegada a los designios del eurocomunismo. Más difícil aún era su publicación en España [20] bajo el nombre de César Muñoz Arconada, casi el único escritor republicano refugiado en la URSS, borrado de la historia oficial y apenas considerado en las del exilio, fundamentalmente escritas desde México, Cuba, Argentina y Chile, países que recibieron el mayor contingente de la intelectualidad transterrada.
Esa cadena de adversidades se quiebra ahora con esta extensa edición antológica, llevada a término por el empeño decidido de Javier Expósito, responsable literario de la Colección Obra Fundamental, cruz y raya de tantos silenciamientos. Así las cosas, y en expresión cervantina, Andanzas por la nueva China ha llegado por fin a la del alba.
G. S.