Читать книгу Sinfonía en rojo - Elisabeth Mulder - Страница 13

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Tenía los ojos verdes como dos hojas de primavera, llenos de lucecitas vibrátiles y de fugitivas fosforescencias. Su piel flexible, plumosa y eléctrica tenía suavidad virgen de madeja de seda, y sus movimientos eran un acorde plástico. Andaba con una elegancia emocionante, a la vez decadente y ritual, de bailarina de Batavia, y tal vez por eso le pusieron de nombre Java. Pero ella no solía contestar ni acudir cuando la llamaban, sino que cerraba blandamente los ojos y se ponía a soñar, como si el nombre de Java la meciese en nostalgias y deseos misteriosos.

La familia que la compró, por una peseta, a una gitana que la había encontrado —recién nacida— en un bosque cercano no podía comprender el carácter hermético y desdeñoso de Java, y acabó por atribuir su altivez a vanidad.

—¡Java, te tomas demasiado en serio!

—¡Java, se te ha subido la hermosura a la cabeza!

—¡Soberbia!

—¡Java, Java!… ¡Ven aquí en seguida!

Ella no iba, no hacía caso. Al contrario, se alejaba lentamente, con un aire remoto de emperatriz ofendida, sin dignarse oír aquellas voces ni ver aquellas manos codiciosas y zafias que se le tendían. Si por fortuna encontraba la puerta abierta, se retiraba a un rincón del huerto y soñaba. Pero no respetaban su soledad, rompían su silencio con infinitas estridencias que danzaban sabáticamente sobre sus nervios y quebraban su orden meditativo con fantasmas de imágenes mutiladas, con escorzos descompuestos y huidizos como trallazos de luz. Llegaban los chiquillos y la cogían, la manoseaban, se la quitaban unos a otros. Las personas mayores sonreían viendo la escena, sin comprender que aquellas familiaridades angustiaban a Java y la hacían sufrir, sin ver que ella protestaba de aquellos contactos, como una princesa entregada a la plebe. Cierta vez no pudo contenerse y arañó unas manos torpes que la oprimían sin dulzura y sin respeto, sólo con esa crispatura posesiva de la admiración grosera, ininteligente. Java fue castigada con dureza, y ni un quejido se le escapó ante esta nueva afrenta. Pero durante tres días no comió, no bebió, se negó a abrir los ojos y a moverse, y para el espíritu, como para el cuerpo, no tuvo otro sostén ni otro alimento que el veneno de su orgullo herido. Entonces nació en ella un odio oscuro y el deseo de huir. Pero ¿cómo huiría? ¡Era aún tan pequeña! Tenía que esperar.

Esperando miraba de noche las estrellas y espiaba las sombras con sus ojos nictálopes que herían la oscuridad como las llamitas de las luciérnagas. Le dolía el corazón de avidez de vientos, de ansia de soledades. Cuando pasaba una falena en pos de una luz, o un murciélago abanicando los astros, a ella le temblaban las ijadas y los nervios se le ponían tensos y los músculos se le contraían en una iniciación de salto.

Pero esperaba, sabiéndose incapaz, por el momento, de realizar sus sueños, sabiéndose demasiado pequeña e inexperta para escapar de aquella casa y subsistir, sin caer en la cárcel de otra. El mundo estaba lleno de peligros y por todos los caminos pasaba el enemigo, él, el Hombre. Ocultaba, pues, su fiebre de libertad, su despecho y su rencor de esclava que no ha nacido para ser esclava, disimulaba las ideales violencias que se abrían en ella magníficamente, y fingía un espíritu pávido, laxo y estantío que no era el suyo. Pero aun así no había manera de llegar a Java. Vivía sola, encerrada en sí misma, inmóvil muchas horas en una quietud arrobadiza llena de quimeras. Y cuando alguien le ponía una mano sobre la cabeza o trataba de buscarle la mirada verde entre sus párpados entornados, se alejaba indiferentemente, despacio, con su andar fluídico.

Así pasaron unos meses. Java tenía seis cuando un día vinieron de visita unos chiquillos amigos de sus amos, y todos en tropel salieron al huerto a buscarla.

—¡Java! ¡Java!

Ella estaba sentada bajo un parral que reptaba por el armatoste forjado del pozo como una gran serpiente. Entre las hojas festoneadas, entre los rizados zarcillos y los troncos retorcidos y terrosos, los racimos del fruto parecían grandes globos alveolados. Dos abejorros rubios, pesados con su borrachera de néctar, trasvolaban entre ellos.

—¡Java! ¡Java!

El cielo estaba tendido como un arco y en él bailaba una mariposa amarilla. Esta mariposa tenía un dorado mineral, de pirita, y cuando captaba ciertas flechas de luz flameaba como un pequeño astro ignívomo. Java la estuvo mirando hasta que la mariposa enredó los pasos de su danza a los de otra mariposa igual que ella; entonces apartó los ojos y miró a una golondrina que rasgaba la atmósfera con vuelo puro, fulminante.

—¡Java!

Cuando por fin oyó su nombre se estremeció y quiso huir, pero no tuvo tiempo. Ya la cogían, ya la mostraban a los forasteros, ya le abrían los párpados a la fuerza para descubrir las esmeraldas húmedas de sus pupilas, ya una docena de manos irreverentes se posaban sobre su dorso de seda, ya un coro de inmaturas voces se desgarraba en gritos desacordes para pronunciar su nombre mimosamente, brutalmente, estúpidamente:

—¡Java! ¡Java! ¡Java!

Ella cerró los oídos a tanta vulgaridad.

La voz de uno de los chiquillos se alzó de pronto en un solo agudo, lleno de entonaciones caprichosas y de ridículos desmayos.

—¡Yo quiero una igual! ¡Yo quiero otra Java como esta! ¡Que me la den, que me la den!

—Sí, encanto —dijo la madre de los niños dueños de Java—, dentro de algún tiempo te podremos dar una igual. Cuando pasen cinco o seis meses más, buscaremos un marido para Java, un guapo mozo digno de ella, aunque mejor educado y menos salvaje que ella, y de los pequeñitos que tengan, el más lindo será para ti… Ya verás cómo te gusta el hijo de Java.

¡El hijo de Java! Java dio un bufido y saltó de entre los brazos que la aprisionaban como si la hubiera disparado un resorte. Por instinto había comprendido aquellas palabras, la nueva amenaza que escondían, el nuevo ultraje. Como si le hubieran impuesto pocas cosas, ahora aquellas gentes se disponían a imponerle el amor. ¡A ella! ¡A Java! Un guapo mozo, un marido de salón, con un lazo al cuello y puede que hasta con un cascabel y todo, para ella, para Java, la gata enamorada de las estrellas, de las soledades y de los vientos. Para Java, que había nacido en un bosque y el primer contacto humano que había tenido fue el de una gitana vagabunda que sabía encantamientos y descendía de Egipto. ¡Para Java, que tenía ojos de sibila y movimientos rituales de bailarina sagrada!

Salió huyendo y trepó al árbol más añoso con una fuerza nueva, con un ímpetu y una elasticidad desconocida. En la rama más alta se detuvo, el pelaje erizado y los ojos encendidos, palpitándole el corazón locamente. Le dolían las patas del esfuerzo y era feliz. Feliz porque había llegado su hora. La mano misteriosa de su destino había trazado un signo y ella lo había comprendido. Era el instante luminoso de su liberación. Ni antes ni más tarde: ahora.

Adelantó lentamente por la rama, experimentando una sensación de embriaguez. Abajo, las voces gárrulas de las gentes se retorcían en convulsiones de sonidos, se deformaban en matices absurdos que iban del mimo a la amenaza. Arriba, cantaba un pájaro.

Java iba avanzando, avanzando.

Pronto estuvo sobre la muralla de la huerta, y la sobrepasó. La rama se había afinado, perdiendo resistencia, y ahora se mecía elásticamente sobre un camino blanco. Java contempló un paisaje maravilloso. Vio el mar fundiéndose con el cielo en un beso azul; senderillos zigzagueantes bordeados de matojos; una verde colina, suave y redonda como un seno vegetal; laderas erizadas de vides y de espigas; olivares en descenso hacia el mar; bosques apretados, que debían de estar llenos de crujidos y de dulces sombras. A lo lejos, pero no muy lejos, unas montañas ariscas. Y el cielo estaba riéndose, el aire era ligero, la mañana, olorosa.

Java llegó casi al borde de la rama y miró abajo. Una distancia peligrosa la separaba del suelo. Todavía sonaban las voces dislocadas de las gentes y le parecieron grotescas. Volvió a medir la distancia de la rama al camino. ¿Qué importaba? Era su hora. No se trataba aquí de una aventura, de una escapada juvenil. No. Como los reyes, los genios y los dioses, Java no tenía juventud. Esto era su destino, esto era el Signo.

Y con la gloriosa obstinación de los idealistas, cerró los ojos y se dejó caer.

Sinfonía en rojo

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