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El viaje a Venecia

—Gracias, muchas gracias. Sí, ahí está bien. No, este maletín lo dejo en el asiento, a mi lado. Y la sombrerera ahí, en el de enfrente. Ya la retiraré si viene alguien. Muy bien.

El mozo de estación se marcha y María Catá se acomoda en su asiento, junto a la ventanilla, con todas sus posesiones en torno y sobre ella. ¡Qué equipaje más opulento! —piensa—. Dos maletas grandes, un maletín y una sombrerera. Y para quince días solamente… Bien es verdad que lleva en su equipaje cuanta ropa posee, de invierno y de verano. Siempre hace buen efecto, cuando se va a una pensión nueva… Esta pensión veneciana se la recomendó un viajante de la casa donde ella trabaja; pero hubieron de transcurrir muchos años antes de que María Catá pudiera utilizar la recomendación, porque sus economías no habían alcanzado aún el grado de redondez que le permitiría ir a Venecia. ¡Oh, Dios mío, aquellas economías! Era como sangrarse cada mes extrayendo de su pequeño sueldo de oficinista partículas vitales, resta de diminutos placeres, de humildes comodidades, incluso de necesidades absolutas. Pero no importaba. Ella tenía que ir a Venecia.

María Catá había comenzado muy joven aquellas terribles y deliciosas economías. Tendría entonces unos veinte años y su novio, el único que había tenido, acababa de abandonarla sin motivo. O tal vez el motivo fuese él mismo, su espíritu fantástico e insatisfecho. Era un artista. De él había adquirido María Catá sus primeros conocimientos sobre Venecia; él le había transmitido aquel amor por la ciudad marítima, aquel quererla con un apasionamiento extasiado. Y cuando él se fue, le dejó Venecia a su novia como si le hubiera dejado un hijo. María recogió el fruto cándido y le dio toda la ternura de su alma cálida, dulce. Desde entonces sólo había vivido para Venecia. Leyó cuanto libro pudo sobre ella y compró tres fotografías y un plano de Venecia que constituyeron la única decoración mural de su cuartito. El plano lo sabía de memoria, canal por canal, callejuela por callejuela.

Pasaban los años y sus ahorros aumentaban…, ¡oh, muy lentamente! Si hubiera amado menos a Venecia, habría podido ir a ella tres o cuatro años antes: en tercera y alojándose en un fonducho innoble. Pero, cuando se ama, se tiene la coquetería de la apariencia. No; ella iría a Venecia en primera clase y se alojaría en una pensión decente y se haría para la ocasión uno o dos trajes. Iba a Venecia como quien va a una cita de amor: ansiosa, sedienta, pero con decoro. Le debía a Venecia ese respeto.

—¿Usted permite, señorita? Esta maleta… Perdón…

—¡Ah, sí!… Un momento: yo misma voy a colocarla en la red…

—No se moleste. Ya está.

El recién llegado deja caer sobre el asiento antes ocupado por la sombrerera unos cuantos periódicos y un par de guantes. Luego acomoda su propio equipaje y sale del compartimiento. Un instante después María le ve pasar por el andén fumando un cigarrillo. «Es la hora —se dice dando una mirada al reloj—. Si no sube en seguida se va a quedar en tierra». Cuando vuelve a mirar, el viajero ha desaparecido entre la gente. La locomotora silba, el tren se mueve… «¡Qué angustia, Señor, perder un tren así, por puro descuido!» Y de pronto ve al viajero aparecer en el pasillo, entrar y sentarse. María respira con satisfacción, se vuelve hacia la ventanilla y se entrega a la fuga del paisaje pensando con un estremecimiento voluptuoso que cada minuto que pasa la acerca a Venecia. Pero dos o tres horas más tarde la tensión de sus ojos y de su espíritu la fatiga y apartando la mirada de la ventanilla la fija en su compañero de viaje, que está leyendo un periódico. Le mira a sus anchas, por distracción y convencida de que él no se percata de su mirada. Pero sin duda se ha equivocado, porque de pronto baja el periódico y pregunta con una voz oscura:

—¿Desea usted un periódico, señorita?

Y le ofrece los que tiene. María coge uno, mecánicamente. Está roja y confusa. ¡Oh, que haya podido creer que mendigaba un periódico!

—Estos viajes largos son tan aburridos si no se tiene algo que leer…

—Sí —responde María entrecortadamente—. No sé cómo se me olvidó traer un libro. Es raro: no me ocurre nunca.

Esta última frase le hace recuperar la confianza en sí misma, y sonríe. El viajero le dirige entonces una mirada de sorpresa, como si la viera por vez primera. Ella no comprende esa mirada y se turba de nuevo.

—¿Va usted a Venecia? —pregunta el viajero.

—Sí.

—Yo también. Será espantoso, con este calor.

María le mira atónita, escandalizada. ¿Espantoso… Venecia?

—Desde luego —continúa el viajero—, se trasladará usted inmediatamente al Lido, ¿no?

—¿Al Lido? No pensaba… ¿Hay en el Lido obras maestras?

—¿Obras maestras? No sé, realmente… Pero la playa, el Excelsior, el ambiente… Es alegre, divertido.

—Sí. Pero yo voy a ver Venecia, ¿comprende? A ver Venecia.

—¡Ah, claro!

Sin embargo, es evidente que no comprende. Y María Catá siente la necesidad absoluta de explicarle a ese hombre lo que ella sabe de Venecia, lo que Venecia es. Pero a cada canal romántico, a cada monumento bizantino, a cada palacio ojival, a cada iglesia románica o gótica, él opone un hotel suntuoso o un restaurante exquisito, una tienda de antigüedades donde se encuentran las más delicadas chucherías del siglo xviii, una plazuela cuya luz posee una peculiar calidad vibratoria… o un bar donde le sirven a uno el más delicioso rose cocktail de la tierra. «¿Qué Venecia es esa? —se pregunta María desesperada—. ¿Qué Venecia es esa que yo no conozco y que parece tan viva, tan real, en labios de este hombre?».

Mientras hablan le observa con una curiosidad nueva en ella, que jamás la sintió hacia hombre alguno desde los lejanos años de su fracasado noviazgo. Y observándole piensa que bajo su aspecto de hombre indolente y distraído hay una gran fuerza de vida, un dinamismo frenado, manejado a su antojo. Ese contraste le gusta, le interesa. Su mirada tímida cobra audacias inesperadas. María se siente animada y locuaz. El viaje la ha intoxicado un poco, el viajero excita su fantasía. «Es indudable —se dice— que se trata de un hombre rico, elegante y mundano… Pero acaso —añade ingenuamente—, acaso él piense lo mismo de mí…».

—¿Qué le parece a usted la iglesia de la Salute? —le pregunta con aire de suficiencia.

—No he estado nunca en ella.

—¡Oh, qué… qué crimen! Y el palacio de Desdémona, ¿qué impresión le produce?

—¿Impresión? No lo recuerdo. ¿Y es seguro que sea el palacio de Desdémona?

—¡Pues claro! ¡Segurísimo!

Pero es la seguridad que ha tenido hasta entonces. Ahora ya Venecia se esfuma y se pierde y en su lugar surge otra Venecia que le es extraña: la del viajero. Cuando el viajero habla, María le escucha vibrante y estremecida. Y aunque sus palabras son ligeras y banales, a ella le parece que su voz tiene una cálida lentitud de caricia.

—¿Pero es de veras que quiere usted acompañarme a mi pensión?

—Si me lo permite. Usted no conoce Venecia y estos gondoleros son unos granujas: le darán mil rodeos antes de llevarla a la dirección que les indique.

—¿Y no va a ser mucha molestia para usted?

—Ninguna. Pero, si no tiene usted inconveniente en ello, nos detendremos un minuto en el Danieli. He de avisarle mi llegada a una señora amiga mía.

—Sí, muy bien, nos detendremos.

—Estoy seguro de que mi amiga tendrá sumo gusto en saludarla.

—Gracias. Yo también.

Pero no es verdad. Está de pronto triste y asustada; una melancolía sin causa le amarga la llegada a Venecia. En el Gran Canal la góndola se detiene frente al Danieli y un empleado del hotel se lleva las maletas del viajero mientras las suyas quedan en la góndola, esperándola. María está nerviosa e inquieta; cuando entra en el hotel, el lujo estridente que le sale al paso la hace sentirse provinciana, ridícula, pobre.

El viajero encuentra a su amiga en uno de los salones. Ella le saluda envolviendo la voz en vagas sonrisas.

—¡Mi querido Alfredo! Llegas con veinticuatro horas de retraso. Te esperaba ayer.

Alfredo le besa la mano y le indica a María.

—Esta señorita ha venido a…

«Eso —piensa María angustiada—. ¿A qué he venido yo aquí?».

—… A saludarte y tomar con nosotros una copa de oporto.

—¡Oh, encantada!

Las dos mujeres se miran abiertamente por vez primera, y, al hacerlo, ambas reprimen un movimiento de asombro. Son iguales. Son idénticas. Pero encarnan dos representaciones distintas: una, el día; otra, la noche. Una, brillante, viva; otra, apagada, muerta. Alfredo las contempla y sonríe triunfalmente. María comprende. Ha sido traída aquí como una sorpresa, como un hallazgo extraordinario destinado a la diversión de la señora. Amargamente observa a esta mientras toman el oporto. Tiene el pelo del mismo color que ella. ¿Por qué, pues, el de la señora es tan radiante y vivo y el suyo tan mustio y polvoriento? Tienen la boca idéntica. ¿Por qué, pues, la de la señora es tan lustrosa y fresca, y la de ella anodina, pálida y fatigada? Y así, todo, rostro y cuerpo y, probablemente, el espíritu también.

A María el oporto le sabe a caldo del día anterior, a agua de polvo. Se siente escudriñada, analizada por los ojos regocijados de la señora, que, cuando se vuelven hacia el hombre, tienen un brillo de llamita azul y parecen humedecerse de risa y de agradecimiento, mientras María sufre en silencio la agonía de ser la gemela paria de su noble gemela.

María ha olido el aire nocturno de Venecia, el aire mil y mil veces aspirado en sueños, y no lo ha reconocido. Esta experiencia ha sido horrible. En la góndola, mirando locamente a lado y lado, todo era nuevo y hostil. Sólo, ante ella, era conocido y amigo, antiguo y seguro, su compañero de tren.

La pensión acaba de deprimirla: es pequeña, oscura, llena de rumores y de olores. María se dice que no la había imaginado así, pero inmediatamente una voz que surge de ella misma la contradice: «Sí, la habías imaginado así, y te parecía magnífica. Es la otra visión lo que te la ha envenenado. Es el Danieli».

—¡Qué calor hace aquí! —protesta—. ¿Se puede abrir ese balcón?

Lo abre ella misma, y mientras contempla con disgusto una calleja romántica, exclama mentalmente: «Esto es atroz. ¡Oh, un paseo por el Lido! ¡Un rose cocktail !».

Se vuelve hacia el hombre y emplea insidiosamente un plural persuasivo que es a sus labios como una miel sedosa:

—¿Podríamos mañana… podríamos salir a ver… Venecia?

Él surge de la mancha sombría del balcón. Todo su rostro es una excusa apática.

—¡Cómo lo siento! Va a ser imposible. Mañana mismo salimos para Roma.

«¡El horrible plural! ¡El horrible plural!», gime María por dentro.

—Pero puedo, si usted quiere, procurarle alguna guía, algún Baedeker…

Se despide ya; se marcha.

«¡Espere! —siente María que grita una voz dentro de su garganta—. ¡Aguarde! ¿Cómo puede usted irse así y dejarme sola en Venecia…, una Venecia que ya no es la mía? ¿No comprende usted que ahora estoy sola, abandonada, perdida?».

—Muchas gracias —es lo que responde su voz audible—. Muchas gracias. Y tanto gusto en haberle conocido.

Sinfonía en rojo

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