Читать книгу Sinfonía en rojo - Elisabeth Mulder - Страница 15

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Era abril, y el aire azuleaba en las cimas. Java lo olía, siguiendo rastros oscuros que se perdían de pronto, diluidos en mil perfumes, naufragando en la exudación de las corolas. Los pájaros, febriles criaturas que siempre tenían prisa, soñaban ya sueños arquitectónicos mientras volaban en busca de oquedades habitables, de setos y de árboles en las axilas de cuyas ramas pudieran colgar sus absurdas viviendas, entregándose al frenesí doméstico en medio de cataratas líricas. Los pájaros eran unos seres sentimentales y atolondrados. Java los observaba con curiosidad y, cuando tenía hambre, los comía sin escrúpulo.

Andando de aquí para allá, al capricho del aire insinuante, llegó al borde de un abismo donde la montaña quedaba cortada de pronto, sobre el valle. Como suspendida al extremo de una inmensa percha roqueña, Java contempló la planicie, sobre la que el cielo ligero se estriaba de largas cintas formadas por nubecillas blancas y leves semejantes a transparentes regatos llenos de sinuosidades y de meandros.

Y sintió que la planicie la llamaba.

Abajo, el bosque estaba tibio y olía a fecundación. La hierba nueva asomaba, brillante de rocío, entre residuos de hojas otoñales, entre podredumbres y fermentos del humus generador.

Java recorría el bosque con delicia, posando sus patas delicadamente, escuchando los mirlos, mirando las diminutas orquídeas degeneradas que erguían sus extrañas caperuzas, aspirando el polen, siguiendo los giros obstinados de los coleópteros, soltando ocasionales zarpazos a los insectos de alas crujientes que venían, desvergonzados, a agitarle los élitros en los bigotes.

De pronto, cuando empezaba a cansarse de las muecas de una ardilla y se disponía a trepar al árbol donde se hallaba para darle una lección de compostura, oyó un ruido que la detuvo en seco. El ruido se repitió y se repitió. Java lo escuchaba, anhelante, con una pata en el aire, las orejas puntiagudas, el rabo paralizado. ¿Qué era aquello? Un gemido. Pero ¿quién gemía así? Era un lamento pobre, claudicante, sin rebeldía. ¿De dónde llegaba ese lamento impúdico? Ningún animal del bosque, de las cimas o de los valles gemía con esa falta de grandeza. Así sólo se quejaba el hombre; y «aquello» debía de ser un cachorro de hombre.

Pronto dio con él. Era una niña. Se había cogido un pie en una trampa, habiendo logrado librarse de ella a fuerza de tirones. Y ahora estaba sentada en el suelo, cogiéndose el pie entre las dos manos, meciéndose rítmicamente y llorando. Java miró en todas direcciones, olió el aire. No; no había nadie más por los alrededores, la niña estaba sola. Y de un salto se presentó ante ella.

Entonces ocurrió una cosa extraña. En lugar de huir, la niña, que sin duda no conocía la historia de Java, cesó de pronto de quejarse, miró a la gata con unos ojos inmensos en los que las lágrimas se habían quedado inmóviles, y alargando un bracito endeble como las ramas nuevas, juntó los dedos y dijo:

—Mish… mish…

Toda la niñez de Java se le subió al cerebro en una oleada de sangre. ¡Aquellos chiquillos, aquellas manos, aquellas voces!

—Mish… mish…

¡Iba a destrozar a la niña, la iba a convertir en una piltrafa sanguinolenta como a los gatos indeseados!

Pero, en lugar de eso, se dio la vuelta y huyó bufando con un miedo sin causa… Cuando se detuvo volvió la vista hacia atrás, vio la niña a lo lejos y regresó cautelosamente, deteniéndose de vez en cuando con el rabo tendido y rígido como un alambre peludo.

La niña la llamó al verla: «Mish… mish…», y ella acudió sin saber por qué, como no sabía por qué había huido; dejó posarse sobre su cabeza una mano pequeña y blanca como las flores de los ciruelos silvestres, y en vez de escapar o de morderla frotó contra ella su rostro triangular, sintiendo que el corazón se le detenía. Era su primera caricia.

Pasó mucho tiempo junto a la niña, mirándola con estupor desdeñoso como a las crías desnudas que a veces encontraba piando en los setos y que le parecían lamentables y tristes, y observaba su desconocimiento del peligro, como de ave en primera volada, pues la niña acariciaba a la gata, la oprimía o la rechazaba, le alisaba los ásperos bigotes, trataba de hacerla jugar con una escobilla de hierbas y daba saltitos ante ella, intentando apoyar en el suelo el pie dolorido, diciendo cosas, silbando, quejándose, y hablando sin cesar con una charla salpicada que tenía el cristalino gluglú de los manantiales. Y la gata, curiosa y absorta, se sentía ganada por un sentimiento nuevo que no era el amor, ni la repugnancia, ni el odio.

Java huyó de nuevo al llegar un grupo de gente en busca de la niña. Esta contó, echándoselas de heroína, la aventura de la trampa, y dijo que un gato gris con rayas rojas en el lomo y los ojos verdes «como los brotes de esos árboles» le había estado haciendo compañía, al oír lo cual una mujer exclamó horrorizada:

—¡Era la gata! ¡La gata salvaje!

—¿Salvaje? —inquirió la niña.

Y se dijo que volvería al bosque. Aquella misma tarde confió a sus amigos:

—Yo tengo una gata y es una gata sal-va-je…

Y volvió muchas veces al bosque y así fue como Java conoció la amistad.

Pero un día la niña no vino sola, sino con otros cachorros de los hombres, que la rodeaban llenos de curiosidad y de un delicioso terror.

—¿No muerde? —preguntaban.

—¿No araña?

—Mi madre dice que hace mal de ojo.

—Mi padre, cuando va a buscarla, se lleva la escopeta.

—La Acacia le vio los ojos una noche y dice que eran de bruja.

—Al Negrito lo mató ella, y era el mejor gato del contorno.

—¿Se tira a la cara?

—Callaos —decía la niña—. Veréis como viene. Mish… mish…

Y en la dulce luminosidad del día sólo la niña que había traicionado su soledad le pareció un punto amargo y negro.

—Mish… Veréis, veréis como viene. La cojo en brazos y se deja. Me la llevaré. En casa le daré sopa de leche, que les gusta. Mi abuelita dice que lo de las encantaciones es mentira. Mish… mish… Le he hecho un almohadón de cretona. Mish… Cuando me aburra jugaré con ella y le peinaré el pelo, que es muy bonito, como de humo… Es una gata sal-va-je, pero yo la volveré mansa, mansita. Haré con ella lo que quiera. Mish… mish… ¿Pero dónde está esa gata?

Sí, ¿dónde estaba? Los chiquillos se impacientaban. Pasado el primer momento de la aventura, en que la sensación de peligro les recorría agradablemente la médula, comenzaban a aburrirse aguardando a la gata que no comparecía. Tal vez, íntimamente, habían creído que iban a encontrarla a la entrada de alguna caverna, como los dragones de los cuentos, echando fuego y azufre por la boca. Pero no estaba; no estaba en ninguna parte y, después de todo, era una gata como todas las gatas, sin azufre ni brujerías, y la niña aseguraba que iba a volverla mansa, mansita, y que se dejaba coger. Perdido el temor, comenzaron a buscarla con obstinación y despecho, sacudiendo las ramas bajas de los árboles, escudriñando los arbustos, agitando las plantas, sondando agujeros y madrigueras. La niña repetía: «Mish... mish...»

Y ahora Java envidió a los hombres. A los hombres que podían llorar cuando les ocurría una cosa así. Y la desilusión, la confianza y la fe perdidas se le fueron enroscando al corazón como serpientes, y medio ahogada, medio ciega, abandonó el bosque, regresó a las cimas, y bebió con humildad la medicina de las grandes soledades.

Un año tardó Java en olvidar que la amistad era como las trampas: atraía y, luego, hacía daño; pero al cabo de un año lo olvidó y nuevamente descendió a la planicie.

Sinfonía en rojo

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