Читать книгу Sinfonía en rojo - Elisabeth Mulder - Страница 19

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Luego vino aquella que también tenía los ojos verdes, y Java la odió.

La sorprendió una noche bailando con el hombre rubio. Como él, era blanca y ondulante, pero no tenía el rostro hermético y su voz no era acidulada, sino melosa y espesa como el zumo que chorreaban los higos maduros en las horas tórridas del mediodía.

Nunca había entrado Java en la casa cuando había gente en ella, pero aquella noche entró y, agazapada bajo una butaca, miró rostro por rostro, desconfiadamente, pero sobre todo el de la mujer que tenía los ojos verdes.

Java no comprendía qué locura o qué fiebre sacudía a aquellas gentes. Bailaban un baile cruel, al son de una música lánguida y perversa que a veces se hacía lamento y a veces aullido de animal en celo. Y entre vahos de perfumes mareantes y destellos de luz descompuesta que escapaban del cristal de las copas; entre risas estallantes y quebradas, o guturales, densas y sostenidas, las voces de hombres y mujeres se entrecruzaban en frases sinuosas y, para Java, sin sentido.

De pronto alguien la descubrió bajo la butaca, y la señaló apuntándola con un dedo insolente. Java hubiera huido, pero no huyó porque estaba allí aquella que también tenía los ojos verdes.

—¡Mirad! Un gato.

—¡Oh, oh! A nuestro amigo le gustan los gatos.

—¿Y por qué no? También le gustaban a Richelieu.

—Y a Coppée…

—Y a Hugo.

—Los gatos han tenido un gran pintor: Gottfried Mind.

—¿Y cuántos poetas? Muchos poetas.

—Baudelaire, Poe, Gautier…

—Los gatos son amigos de las brujas, cuando no brujas metamorfoseadas en gatos.

—Por eso la Edad Media les fue hostil.

—Y Grecia, a quien sólo interesaban las diosas rosaditas, indiferentes…

—Pero el Oriente es misterioso, trágico y nocturno como ellos, y supo acogerlos.

—Algunos pueblos antiguos sentían su atracción. En Egipto…

—Ya sabemos: representaban a la diosa Pasht.

—En Tebas han aparecido muchas momias de gatos.

—¡Animales de pesadilla! Son odiosos.

—Criaturas de ensueño. Son delicados.

—El caso es que a nuestro amigo le gustan. Él también es un poco felino.

—Y sensible. Es perverso.

—Mirad ese gato suyo… ¡Qué pupilas más hondas! Es un bicho raro…

Un alarido de dolor vibró en la estancia. El hombre que acababa de hablar se había inclinado hacia Java y posado sobre ella una mano ruda y familiar en la que la gata había clavado los dientes con maligna fiereza. El hombre, ciego de dolor y de cólera, contestó al ataque con un violento puntapié que lanzó a Java al centro de la habitación, en donde se alzó, erizada y amenazante, dispuesta a atacar de nuevo. Pero no llegó a tiempo. El hombre rubio se había abalanzado ya sobre el otro y los dos rodaban por el suelo, ceñidos en un abrazo angustioso y brutal, maldiciendo, gimiendo, destrozándose. Java los vio batirse por ella con la misma ferocidad con que en las noches amorosas los gatos errabundos del bosque o de las montañas se batían por lograrla.

Pero buscó con la mirada a la mujer de los ojos verdes y la vio apoyada negligentemente contra la chimenea, sonriendo, con las pupilas dilatadas, los labios trémulos y glotonamente húmedos, las manos entregadas y exangües, el cuerpo sacudido por la excitación de la pelea, bella, impúdica y triunfadora. Por alguna razón oscura aquella mujer creía que los dos hombres se batían por ella, y Java la vio satisfecha, con una satisfacción que le era conocida porque la había experimentado en sí misma cada vez que sus machos se mataban por conseguirla.

Entonces se sintió herida y abandonada, y dando uno de sus fantásticos saltos atravesó la ventana y se perdió en la noche.

Cuando el hombre rubio se quedó solo con la mujer que había presenciado la lucha apoyada contra la chimenea, buscó sus ojos y vio que no se había batido por ellos, sino por otros que él había visto no sabía dónde ni en quién, pues su cerebro estaba lleno de sueños brumosos y vivía en un mundo de reflejos donde sólo el espejismo y lo irreal tenían consistencia.

Y cuando la mujer se le acercó, él apoyó ambas manos en la inútil desnudez de sus hombros y la rechazó cansadamente, con el hastío que producen las cosas asequibles.

Sinfonía en rojo

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