Читать книгу Sinfonía en rojo - Elisabeth Mulder - Страница 16

Оглавление

A veces iba sigilosamente, de noche, hasta la casa de donde se había escapado cuando tenía seis meses, y miraba la rama desde la cual se había arrojado al camino. La casa había cambiado de habitantes varias veces, y ahora, desde hacía dos años, estaba vacía. Java había descubierto un agujero en la muralla y por él penetraba en la huerta y se echaba al pie del parral, o trepaba a los almendros, o miraba desde el brocal del pozo reflejarse las estrellas en el agua negra.

Java era siempre un corazón errabundo, lleno de violencia y de poesía.

Y pasó otro año, y un día, mejor dicho, una noche en que Java entró confiadamente en la huerta de su antigua morada, se quedó aterrorizada al encontrarse frente a frente con un hombre. Era un hombre rubio que se balanceaba rítmicamente en una mecedora, bajo la parra, y que al ver a la gata no se movió, no dijo nada, sino que continuó balanceándose como si no la viera, pero viéndola, porque sus ojos azules no se apartaban de los ojos verdes de ella. La gata se aprestó a la defensa, pero no fue preciso porque no la atacaron; miró locamente en torno suyo, pero no le habían tendido ninguna trampa, todo estaba lo mismo que la última vez que viniera, cuando no había nadie en la casa; cerró el corazón a la caricia, al halago, pero ninguna voz mimosa se levantó en la noche a quebrar el silencio, ninguna mano se tendió implorante. Y continuaron mirándose, el hombre y la gata, los ojos azules en los ojos verdes, los ojos verdes en los ojos azules.

Hasta que Java dio un brinco y huyó.

Pero anduvo unos días lánguida y turbada, soñando mucho con el cielo y el mar. Y una noche, sin poder resistir su desasosiego, volvió a la huerta, curiosa del hombre rubio, ella, la gata enamorada de las estrellas, de las soledades y de los vientos, que siempre había despreciado a los hombres.

El camino blanco parecía más blanco bajo la luna de agosto. A lado y lado de la senda crecían higueras y almendros, y detrás de ellos nacían, en manchas irregulares, vastas o breves, trigales segados, limoneros cargados de aromático fruto, viñedos y olivares sombríos.

La noche era dulce y el aire venía del mar. Java lo olía con delicia jugando con la luna que alargaba su sombra y escuchando sus pasos de terciopelo en la noche opulenta, llena de astros muy bajos.

La huerta estaba sola. Agazapada tras unas plantas, Java buscó con los ojos al hombre rubio, con tanta inquietud como curiosidad, y no lo vio. Vio, en cambio, bajo la parra, una cosa larga y plateada que brillaba extrañamente a la luz de la luna. Estuvo mirándola durante largo rato y luego, cautelosamente, se acercó a ella. Era un pescado; un pescado fresco de aquel mar al que ella nunca se había acercado. Otras veces había comido de esos animales: durante su niñez, en esa misma casa. A menudo llegaban hasta allí pescadores con una banasta en la cabeza llena de aquellos animales plateados. De la banasta caían gotas de agua odorífica, que no se podía lamer porque era amarga.

Cuando llegaba el pescador, voceaba delante de la casa, y una mujer gorda, que siempre estaba en la cocina, salía al camino enjugándose las manos en un delantal a rayas, y mientras reía y discutía con el pescador iba escogiendo los mejores pescados. Y alguien gritaba siempre: «¡Y uno pequeño para Java!».

Hacía muchos años de eso, pero ella recordaba que aquellos animales eran sabrosos y que le gustaban. Volvió a oler este, y se decidió a comerlo, cogiéndolo entre sus patas, delicadamente, y clavándole los dientes a pequeños bocados, sin desconfianza, con delicia, ¡ella, que desde que huyera de aquella misma casa no había aceptado otras viandas que las cazadas con su propio esfuerzo!

Y al día siguiente volvió y había otro pescado aguardándola, y al día siguiente otro, y otro al día siguiente. Y ocho días después estaba también el hombre rubio.

Se miraron de nuevo. A Java le pareció blanco y fluídico, ondulante como una sombra. Y amó su rostro porque era dulce y hermético.

No tenía miedo, pero se sintió súbitamente tímida y huyó como si lo tuviera.

Cuando volvió al día siguiente, el hombre rubio tenía el pescado en la mano y se lo ofrecía en silencio. Java avanzó lentamente. Antes de llegar al hombre lanzó un mayido prolongado y profundo, tan tembloroso que su propio acento la conmovió.

Y se sintió perdida.

Sinfonía en rojo

Подняться наверх