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Juan Manuel de Prada

Introducción

«La gran novela desecha más que aprovecha y el gran novelista debe tener bastante más de filtro que de esponja», escribió Elisabeth Mulder en cierta ocasión. Y en su obra encontramos el refrendo de ese propósito. Siempre nos ha resultado incomprensible el desdén que Elisabeth Mulder ha cosechado entre los estudiosos, que en cambio han jaleado a escritores infinitamente menos valiosos. Imaginamos que a esta calculada y metódica preterición haya contribuido que Elisabeth Mulder escribiese siempre en castellano; también que jamás manifestase adhesiones políticas que ahora pudieran favorecer reivindicaciones sectarias; y, desde luego, que nunca se adaptase a las modas imperantes en su época, desdeñando por igual los tremendismos ruralizantes y los existencialismos de medio pelo que practicaron los escritores de su generación.

Habría que asomarse mínimamente a su genealogía para explicar la singularidad literaria de Elisabeth Mulder. Nació en 19041 en Barcelona, en el seno de una familia de la alta burguesía que supo conciliar la actividad mercantil y la devoción por el arte. Su padre, Enrique Mulder García, holandés de madre española y heredero de un título nobiliario —el marquesado de Tedema Toelosdorp—, repartía sus inquietudes vitales entre el ejercicio de la medicina, los viajes de recreo y el cultivo diletante de la pintura. Su esposa, Zoraida Pierluisi Grau, era una portorriqueña de ascendencia italiana y catalana, entre cuyos ancestros se contaba el célebre organista Giovanni Pierluigi da Palestrina. La infancia de la autora se repartió entre Barcelona y Puerto Rico, donde sus progenitores regentaban una hacienda dedicada al cultivo del café; de aquellas largas estancias en los trópicos dejaría Elisabeth Mulder constancia en su novela El hombre que acabó en las islas y en el cuento «Rosina y los fantasmas» —recopilado en el volumen Una china en la casa y otras historias—, aunque no sea la suya una evocación estrictamente autobiográfica, sino más bien afectada por ese anhelo de libertad y desasimiento que siempre la caracterizó. En una entrevista con José Cruset2 , Elisabeth Mulder evoca su infancia en Puerto Rico: «Aquellas vivencias tienen fuerza permanente, están grabadas en mis recuerdos y en mis climas literarios […]. Un paisaje luminoso, variado, con violencia… pero lleno de claridades […]. La plaza de las Delicias de Ponce, adonde me llevaban a jugar, tenía cerca un cuartel de bomberos. La salida de los coches con los bomberos me aterrorizaba. Fue mi primer contacto con el terror […]. Recuerdo la finca nuestra: estaba entre dos ríos. Levantaba las piedras, veía los camarones… Recuerdo la pomarrosa: son unas manzanitas pequeñas, con penetrante olor a rosa. Detrás de la casa había un árbol de gardenias, digo árbol porque allí todo es exuberante… El perfume por la noche…, el aire es casi irresistible de puro delicioso». En las obras de Elisabeth Mulder, Puerto Rico se erige en una utopía agreste y recóndita, ese último refugio en el que aún es posible exiliarse, huyendo de las ataduras de la civilización.

Y es que Elisabeth Mulder fue, sobre todo, una mujer desligada de ataduras, desligada casi de sí misma, sin otra servidumbre que su arte. La frase de Paul Géraldy que figura en el frontispicio de su novela La historia de Java podría entenderse como un estricto lema vital: «Un esprit vraiment supérieur n’est jamais tout à fait dominé par l’amour». La formación de Elisabeth Mulder, ajena a las convenciones pedagógicas de la época (no fue al colegio más allá de unos pocos meses) y confiada por su familia a preceptores particulares, iba a prefigurar el talante de la escritora, alejado de camarillas y conciliábulos. A la postre, su aprendizaje sería un itinerario solitario y perplejo por los caminos de Europa y por los anaqueles pobladísimos de la biblioteca familiar. Así aprendió inglés, francés, italiano e incluso ruso, que le enseñó una antigua dama de la zarina Alejandra, establecida en Barcelona tras el exilio provocado por la revolución bolchevique. También recibió una esmerada formación musical y estudió piano en el conservatorio que Enrique Granados dirigía en Barcelona. Paradójicamente, a Elisabeth Mulder le costó sobremanera aprender a leer, según ella misma confesó en diversas ocasiones. Así, por ejemplo, lo hace en una conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid, luego recogida en el libro colectivo El autor enjuicia su obra (Madrid, Editora Nacional, 1966):

«Porque la verdad es que yo casi aprendí antes a escribir que a leer, y que si dominé rápidamente el juego de combinar las palabras formando frases, en cambio llegar a conocer las letras y formar las palabras fue un proceso largo, incluso doloroso por la tensión a que me sometía. No he conocido jamás a una criatura más torpe, más densa para las letras ni más temerosa de ellas que yo. Fui la justificada desesperación de mis padres y educadores, y si no se me aplicó el denominativo de retrasada mental es porque no se usaba todavía corrientemente, pero sospecho que el de burra debí ganármelo muchas veces. Muchas.

Yo no creo, la verdad, que fuera retrasada mental, o por lo menos eso espero, pero algo raro sí debía de ocurrirme para que se produjese en mi cerebro aquella enorme dificultad de asimilar las letras. Quizá era una intuición premonitoria de las inquietudes que más tarde iban a causarme. El caso es que empezaron a enseñármelas pronto, es decir, a la edad normal, y tenía siete años cumplidos cuando se consiguió al fin “metérmelas en la cabeza”, como vulgarmente se dice. Ahora bien, en cuanto yo tuve la facultad de mover aquel resorte mágico, o sea de construir palabras que tienen un sentido, con aquellos dibujitos impenetrables hasta entonces que eran las letras, el misterio de la expresión escrita se me abrió de pronto, deslumbrante, como un arca tosca y extraña cuya tapa, al alzarse, deja ver el más soberbio tesoro de pedrerías y metales preciosos. Allí hundí mis manos en el acto con un voraz deseo de posesión. Manejar aquel mundo increíble, aquella materia fabulosa, constituía para mí un apasionante juego cuyo nombre yo ignoraba entonces. [...]

Hoy lo sé: se llamaba vocación. Y la niña torpísima que tanto tardó en saber leer, tardó tan poco en saber escribir que a los siete años, a la misma edad en que aprendió a hacerlo, materialmente escribió su primer cuento, de argumento real, basado en un suceso de su propia familia».

Y desde entonces se consumió en lecturas heterogéneas, despreciando otros pasatiempos quizá más acordes con su edad. Tal acopio voraz de lecturas le brindaría un conocimiento panorámico de las literaturas extranjeras. A los quince años ya escribía poesía con cierto tino, pues su composición «Circe» gana el primer premio en unos Juegos Florales celebrados en Barcelona a los que concurren escritores ya talluditos. Como la autora no acude a recoger el premio y los periódicos locales para los que por entonces empieza a colaborar admiten que les envíe por correo sus artículos, comienza a propagarse por los mentideros literarios el infundio de que Elisabeth Mulder se trata de un seudónimo bajo el que se encubre algún prócer que prefiere esconder su verdadera identidad. Los artículos de aquella Elisabeth Mulder apenas púber abarcan la crítica pictórica y el análisis de la actualidad internacional, la efeméride literaria y la ensoñación paisajística —siempre como cifra de las ensoñaciones del alma—; leídos hoy, causan pasmo por sus alardes eruditos y sus observaciones sutilísimas: solo el tono candente y exaltado de la prosa, muy próximo a la invocación lírica, nos suministra alguna pista sobre las circunstancias biográficas de la muchacha que los escribió.

La juvenil poeta

En 1921, con apenas diecisiete años, Elisabeth se casa con Ezequiel Dauner, un abogado emparentado con los marqueses de Juliá que ha colgado la toga para consagrarse a los negocios y a la política municipal. Pertenecía Dauner, al igual que los padres de Elisabeth Mulder, a esa burguesía ilustrada que, después de fatigar las encrucijadas de Europa, se había asentado de nuevo en Cataluña, atraída por la prosperidad de su industria textil. El matrimonio con Dauner, un hombre que aventajaba en treinta años a Elisabeth, debió de realizarse por imposición familiar, pues ni siquiera un talante tan poco proclive a las efusiones como el de nuestra autora explica la ausencia de menciones al marido en las composiciones que por entonces estaba escribiendo, salpicadas en cambio por un orgulloso desdén hacia el hombre, cuando no una repulsa mórbida —muy adecuada para las interpretaciones psicoanalíticas—, como la que exhala el poema «El pulpo», de su libro Sinfonía en rojo:

Una noche soñé que un pulpo me quería.

¡Oh, la indecible angustia de aquella aberración!

Nunca he sufrido tanto; cuando amaneció el día

dijérase que había perdido la razón.

En 1923 nace su único hijo, que recibirá en la pila bautismal el nombre de Enrique, mientras sus versos primerizos y atormentados van abarrotando los cajones de su escritorio, como una marea de papel marchito. En 1927 publica su primera entrega poética, Embrujamiento (Barcelona, Editorial Cervantes), un libro de atmósferas simbolistas y tono doliente (aunque no exento de ciertos vislumbres de ironía) donde el desgarro sentimental se expresa habitualmente en versos de pie quebrado y rimas en consonante. La obra, aunque adolece de algunos sonsonetes que podrían haber sido expurgados, contribuyó a difundir la leyenda de esa enigmática Elisabeth Mulder que, desde un aislamiento feroz, se atrevía a figurar con un nombre femenino en el muy abigarrado y viril parnaso barcelonés. La publicación de Embrujamiento sembró el estupor en las redacciones de los periódicos, donde gacetilleros y críticos de tronío se empeñaban en atribuirle a su autora una identidad masculina y muy curtida en el oficio de la pluma. En sus memorias inéditas, la también escritora Ana María Martínez Sagi, que pronto entablaría muy estrecha amistad con Elisabeth Mulder3 , nos narra el estupor que la publicación de Embrujamiento causó en las redacciones de los periódicos:

«Allá por el año 1928, cuando iniciaba mis inciertos pasos en el campo periodístico, apareció en Barcelona un libro de poesías titulado Embrujamiento. Lo firmaba Elisabeth Mulder. El director del periódico, alma bondadosa, de una paciencia inagotable, me dio a leer ese libro y yo a mi vez, entusiasmada, lo presté a algunos de mis compañeros de redacción, viejos periodistas profesionales con escasos escrúpulos, muchas deudas e infinita imaginación […]. Única mujer entre ellos, confieso que en los primeros meses me hicieron pasar las de Caín. Luego, piadosamente, terminaron por considerarme como una infeliz más en la rabiosa lucha por el pan cotidiano; y, dejando a un lado su tradicional pitorreo a base de antifeminismo muy español —la mujer a parir y a remendar la ropa—, la borrasca terminó por calmarse y hasta llegaron a considerarme como una pobre víctima, indefensa e incauta, a quien ellos tenían el ineludible deber de proteger y de aconsejar con toda lealtad.

Como se creían extremadamente perspicaces, lo primero que decretaron, después de haber leído los poemas de Embrujamiento, es que no podían haber sido escritos por una mujer.

—Esa “tía” —decían— no cabe duda de que es un “tío”.

Debo aclarar que en la jerga que acostumbraban a emplear, un hombre se definía indefectiblemente por un “tío” y, forzosamente, una mujer por una “tía”, aunque esta fuese la muy docta santa Teresa de Jesús (que era una tiaza). Por no desmerecer, y para que me guardaran la consideración debida, yo terminé expresándome de la misma manera:

—Decidme —argüía yo—, especie de cuadrúpedos, ¿de dónde sacáis que la autora es un tío?

—Con esa riqueza verbal, esa profundidad de pensamiento y esa fuerza de expresión no escribe el sexo débil, aun cuando tú, solemne ignorante, te empeñes en sostener lo contrario. Además —proseguían ellos—, ese poeta no rima “hermosa” con “rosa”, ni “amor” con “dolor”, no nos habla de la romántica belleza de la luz crepuscular, ni del dulce murmullo de las fuentes; como tampoco del “tío” granuja que la abandonó. En resumen: de todas esas paparruchas cursis y soporíferas con que suelen favorecernos las pobrecitas poetisas incomprendidas...

Por lo general, me reservaba algunas informaciones de peso y las esgrimía oportuna y solapadamente, para cerrarles el pico:

—¡Qué pandilla de brutos sois! Pues bien, no sólo os voy a probar que la autora del libro es una “tía”, sino que es, además, la misma que escribe las críticas literarias de La Noche y muchos de los artículos de fondo sobre política internacional.

Se armó una marimorena monumental; me trataron de demente, de estúpida delirante y de necia empedernida, pero resistí sin ceder un palmo de terreno. Ante mi ciega testarudez, el ansia por conocer la estricta verdad comenzó a desazonarlos. Se desperdigaron por todas las redacciones de los periódicos, husmearon como perros de caza, establecieron contactos con gacetilleros y cronistas de toda calaña, tendieron redes y emboscadas valiéndose de toda suerte de artimañas para apresar la reacia verdad; y, al fin, llegaron a la conclusión de que el autor (y no la autora) de las poesías, cuentos, crónicas, ensayos y traducciones era un relevante personaje —diplomático unos días, político otros— que, por el alto cargo que desempeñaba, había preferido escudarse tras un nombre de mujer.

—Sois todos unos incurables cernícalos —exclamaba yo, furiosa—. ¿Desde cuándo y en qué país habéis visto un caso parecido? Lo contrario sí es cierto. Ahí tenéis, por ejemplo, a George Sand en Francia, o a Fernán Caballero y a Víctor Català en España.

—¡Miradla! —se defendían ellos—. Ahí tenéis el retrato de la boba pedante. ¡Nosotros seremos unos incurables cernícalos, pero tú harías bien en volver otra vez a restregar las posaderas en los bancos de la escuela primaria, que buena falta te hace! Una “tía” comentando y enjuiciando libros ingleses, franceses, alemanes, rusos; al tanto de la política internacional... ¿En qué país hallas tú un fenómeno parecido? ¡Contesta, so boba!

Lo de que una española dominara la muy enrevesada lengua rusa me dejaba, en verdad, algo perpleja.

—Ese es un “tío”, probablemente extranjero —proseguían—, que retribuye a unos cuantos infelices escribanos y mercenarios para proporcionarle cuantas informaciones y textos necesita. Además, si no tienes la masa encefálica derretida como unas natillas en verano, habrás observado que ese apellido, Mulder, no tiene nada de español.

—¡Como que es noruego! —interrumpía uno de ellos que se las daba de políglota porque sabía decir de carretilla en alemán Ach du lieber Gott!

—¡Qué va, hombre! No sueltes disparates. Eso suena a inglés —atajaba otro.

—¡Anda ya, mentecato! —intervenía un tercero—. El origen de ese apellido es polonés. Lo sé yo muy requetebién.

En resumidas cuentas, en pocos meses Elisabeth Mulder, de diplomático de origen indeterminado pasó a la categoría de embajador, más tarde se convirtió en ministro, en príncipe de la familia imperial rusa, para terminar en espía internacional. Se metamorfoseaba indefinidamente, pertenecía a todos los países y a ninguno en particular; era eso, aquello, lo de más allá. Todo menos una “tía” y, por añadidura, española.

Naturalmente, todos sin excepción hacíamos nuestras propias pesquisas, pero el misterio levantaba día tras día sus infranqueables murallas. El editor no conocía personalmente al autor o autora de Embrujamiento; los jefes de redacción que publicaban sus crónicas las recibían de manos de una secretaria, muda y esquinada como una tortuga, y habían recibido orden estricta de depositar los honorarios convenidos en una cuenta corriente del Banco de Bilbao.

Infeliz de mí, yo también fui a ese banco; y digo yo también porque, listos y avispados como nos considerábamos todos allí, fuimos a caer uno tras otro, como moscas dentro de un tarro de miel. El empleado que nos recibía estaba hasta la coronilla de repetir a unos y a otros idénticas respuestas negativas. A mi compañero [Lluis] Capdevila, empedernido solterón y fumador de puros pestilentes que nos dejaba sin cuartillas porque en ellas escribía sus folletines (que eran el sumo deleite de todas las porteras), se le ocurrió un día, visitado por la Gracia o por el Espíritu Santo, una idea genial. Se trataba de iniciar una encuesta pública a base de preguntas directas a los escritores del día: “¿Cuál es su mayor defecto”, preguntaba él. “¿Cómo es usted?” “¿Cómo ve usted la vida?” “¿Qué frase le agradaría pronunciar antes de morir?”

Siendo la vanidad un sentimiento profundamente arraigado en el corazón de todos los humanos y de los plumíferos en particular, la cosecha fue de una abundancia pasmosa. Yo creo que recibió más respuestas que escritores tenía España. Enviadas las preguntas al editor de Embrujamiento con el ruego de que se le entregasen a la secretaria del autor, Elisabeth Mulder contestó: “¿Cuál es mi mayor defecto? Ser poco indulgente con los tontos.” “¿Cómo soy yo? Gris.” “¿Cómo ve usted la vida? Gris.” “¿Qué frase le agradaría pronunciar antes de morir? Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen… ni lo que escriben.”

A mi colega Capdevila le salió, pues, el tiro por la culata, en medio del regocijo general, y así continuamos ignorando quién era en realidad Elisabeth Mulder: un mito, un personaje legendario, el caballero o la dama en gris».

Y para complicar todavía más estas pesquisas que tan socarronamente describe Ana María Martínez Sagi, Elisabeth Mulder empieza a firmar algunas de sus colaboraciones con el seudónimo de Elena Mitre. Mientras los ociosos se afanaban en estos detectivismos y lucubraciones estériles, Elisabeth Mulder alimenta las imprentas con su segundo libro de versos, La canción cristalina (Barcelona, Editorial Cervantes, 1929), donde el simbolismo de regusto baudelairiano se dulcifica en su intento de aprehender «los arpegios risueños / de la fuente». Se trata, sin duda, de su libro más endeble y ripioso, también más reiterativo, en el que prueba a expresar sus estados de ánimo (porque, como la propia Elisabeth Mulder reconoció en diversas ocasiones, la poesía que por aquellos años escribía tiene un componente inequívocamente autobiográfico), a veces tortuosos, a veces juguetones, siempre cambiantes, mediante la alusión constante a un surtidor que emite su canción de agua en la umbría de un jardín.

Mucho más valioso resulta su siguiente poemario, el extenso Sinfonía en rojo (Barcelona, Editorial Cervantes, 1929), tal vez el más desgarrado y confesional de cuantos escribió en aquellos años, en el que libera el caudal de sus angustias íntimas y declara su afán de respirar un aire más alto y más libre. En este sentido, poemas como «Movilidad» pueden entenderse como una declaración de intenciones:

No quiero ser lago ni estanque cerrado,

no quiero ser parque ni huerto murado,

quiero ser errante, inquieta simiente,

y arroyo de clara, de libre corriente.

Quiero ser la nube que escapa, distante,

quiero ser el leve pétalo ambulante,

quiero ser la brisa caprichosa y loca;

no quiero ser árbol, no quiero ser roca.

María Luz Morales, la célebre periodista que durante la guerra civil llegaría a ser directora de La Vanguardia, es la encargada de presentar a los lectores los poemas de Sinfonía en rojo con un penetrante «Pórtico» que revela gran conocimiento del mundo interior de Elisabeth Mulder. No en vano Morales sería una de sus mentoras más constantes en los años siguientes; y juntas llegarían incluso a escribir una obra de teatro, titulada Romance de medianoche, que se estrenará en el teatro Arriaga de Bilbao, con Josefina Díaz de Artigas de protagonista. La etopeya que María Luz Morales nos brinda de nuestra autora está rodeada de atrayentes brumas:

«¿Quién es esta extraña mujer, que en vez de entretenerse, como las otras, en cantar “palomas y flores” alcanza y vence las cumbres de la angustia, se abraza a la desolación, se intrinca en los laberintos de la tortura? Quién es y... sobre todo: ¿cómo es? ¿Qué torcedor implacable le estruja en el alma, en la garganta, el ritmo del verso? ¿De qué hondo torrente de inagotable amargura nace su poético alarido? ¿Cuál es su última tragedia, cuál el acicate doloroso de su tarea sonora? ¿De qué tenebrosa caverna ha surgido y a qué sima vaga se encamina? Imaginamos, soñamos, pretendemos adivinar, inquirir... ¡Bah! Nos equivocamos, nos equivocaremos siempre, siempre, siempre... La Elisabeth Mulder que conoceríamos si pudiéramos llegar hasta el recinto —huerto cerrado de belleza, de cordialidad— de su intimismo no es sino —no es menos que— una resplandeciente criatura de juventud, de hermosura, de refinamiento, a quien una cálida y exquisita atmósfera rodea. ¿Entonces? ¡Ah! Entonces sólo en la profundidad de sus pupilas verdes nos es dado asomarnos de lejos a la sima, adivinar levemente la congoja, atisbar el enigma... La Esfinge que es, a través de sus versos raros y geniales».

Quizá los elogios y epítetos elegidos por María Luz Morales nos resulten un tanto hiperbólicos, pero la mujer que se vislumbra en estos poemas, anhelante a un mismo tiempo de la cumbre y el abismo, se mueve siempre en la zozobra de quien revolotea en torno a un ideal imposible. Elisabeth Mulder se muestra en esta inspirada y vehemente Sinfonía en rojo más turbadora que nunca, tal vez porque sus poemas están escritos con una sinceridad en carne viva, con una ardiente emoción que por momentos nos estremece. Hay en esta obra muchos versos seguramente excesivos, pero también una emoción palpitante que se desnuda y desangra ante nuestros ojos, una sensibilidad exacerbada e infrecuente y un secreto o sordo dolor que la poeta confía sólo al lector más atento. En sus mencionadas memorias inéditas, Ana María Martínez Sagi relata la conmoción que la aparición de este libro causó en los ambientes literarios barceloneses, así como su primer encuentro con la huidiza escritora, que tan profundamente marcaría su vida y su poesía:

«Un año después, en 1929, apareció otro libro suyo, Sinfonía en rojo. En la prensa diaria de Barcelona y de Madrid los periodistas y escritores a cuyo cargo corría la crítica literaria y de poesía en particular, atacados por una especie de demencia colectiva, se echaron como canes hambrientos sobre aquel hueso de tamaño gigantesco, al que no sabían si hincarle el diente, si paladearlo con fruición buscándole el sabroso meollo o, por el contrario, dejarlo abandonado en un rincón como un manjar envenenado. Aparecieron con profusión todos los clichés, las ramplonerías y los topos gastados. Encasillaron al autor, le colgaron innumerables etiquetas, descubriéndole infinidad de contradicciones y sorprendentes parentescos. Para unos, aquella poesía provenía en línea directa de los poetas malditos franceses; para otros, de los líricos ingleses, con Shelley y Lord Byron a la cabeza; Edgar Allan Poe y Walt Whitman —afirmaban los magisters— eran indudablemente sus padrinos de bautismo. Para ponerlos a todos de acuerdo, los castizos con barbas sacaban a relucir a Góngora y a todos nuestros místicos, a Heine y Ada Negri, a Keats y Delmira Agustini, etcétera. Uno se encontraba entre tantos antónimos con un cóctel disparatado de poetas del parnaso mundial que ni aun el estómago más resistente podía ingurgitar sin recelo. Sinfonía en rojo, después de haber armado un jaleo de todos los diablos, fue retirada de la venta por orden expresa del autor. Fuimos muy pocos los que pudimos hacernos con un ejemplar. ¿Que por qué el autor tomó tan grave decisión? ¡Misterio!4. Seguíamos todos nadando, braceando, perdiendo pie en aquel océano impenetrable de misterio; continuábamos, atontados, extraviándonos por aquel laberinto de locas hipótesis y suposiciones falsas.

En aquel mismo año publiqué yo mi primer libro de poesías, Caminos. Envié un ejemplar al periódico donde la supuesta Elisabeth Mulder asumía la crítica literaria, y esperé. Esperé con impaciencia y gran curiosidad. Apareció, pocos días después, una larga crónica5 que todavía hoy sigo considerando como la más sagaz, profunda e inteligente de cuantas se escribieron por entonces. Haciendo gala de un don de observación y de intuición asombroso, Elisabeth Mulder puso claramente de manifiesto todos los resortes secretos de mi obra, trazando un retrato psicofísico de la autora perfectamente exacto. Le testimonié mi agradecimiento en una carta a la que contestó con una invitación para ir a verla a su casa.

Me guardé muy bien de informar a mis colegas de aquella inesperada victoria. ¡Por fin! Las puertas del Arcano iban a abrirse para mí. Terminados los infundios, patrañas e hipótesis descabelladas, ¡iba a saber! Durante los días que precedieron a mi visita, exprimí la mollera, preparando una serie de preguntas supremamente inteligentes y originales. Así lo creía yo, de buena fe, y en mi subconsciente esbozaba el retrato físico del poeta que por fin iba a conocer. No me cabía la menor duda de que se trataba de una mujer, posiblemente de origen extranjero; y, a juzgar por su experiencia y polifacética cultura, de unos cincuenta años de edad por lo menos. A estas conclusiones llegué y con estas creencias bien arraigadas penetré en su morada rodeada de jardín, allá en la Bonanova.

Una doncella me dejó en un espacioso salón biblioteca de alto techo artesonado, donde los muros aparecían cubiertos por miles y miles de libros, sin que se vislumbrara un solo espacio libre. Permanecí boquiabierta y, pasado el primer estupor, me lancé a fisgonear a lo largo de las estanterías. Una escalerilla de mano montada sobre ruedas permitía alcanzar cualquiera de los volúmenes, por alto que estuviese colocado. ¿Qué había allí? ¡Todo! Los clásicos de todas las lenguas. Los filósofos antiguos y modernos. Los libros de historia, de antropología, paleontología y sociología. La política de Roma bajo la República, el cristianismo antiguo, el teatro extranjero. Tratados de psicofisiología, de pedagogía moderna y lógica formal…

Apareció entonces la secretaria, con algunas botellas de vino generoso sobre una bandeja, quien solicitó mi benevolencia por la tardanza de Elisabeth, a la que, inesperadamente, habían llamado por teléfono desde Londres. Me sirvió el oporto que le pedí y en cuanto me hallé sola de nuevo comencé a trepar por la escalerilla hasta quedarme sentada en el tope. A medida que yo iba descubriendo las materias de los libros y la inmensa variedad de títulos, mecánicamente iba añadiéndole años a la edad supuesta de la escritora. […] Así, mientras la esperaba, y de acuerdo con los que iba descubriendo, decidí por fin que aquella señora debía de contar con más años que Matusalén y las momias egipcias.

Enfrascada en la lectura del libro de viajes de Marco Polo, sentada en lo alto de la escalerilla con la copa de oporto en la mano, me sorprendió de pronto detrás de mí una voz, de puro acento español, que desde el umbral del salón me decía:

—Espero que me haya perdonado por la involuntaria demora y espero también que no haya respirado demasiado polvo entre tanto librejo…

Me di la vuelta y abrí la boca, más redonda que la de los peces rojos en los acuarios, dejando caer la copa de oporto por los suelos. Allí estaba, en carne y hueso, Elisabeth Mulder: joven, fina, distinguida, plena de seducción, contando a lo sumo unos veintisiete años de edad. Encaramada en la condenada escalera, permanecía yo como una lechuza en la copa de un árbol, con el asombro pintado en el rostro y una expresión cretina de azoramiento que Elisabeth observaba sonriendo irónicamente.

—Si le parece bien, y tal vez más cómodo —prosiguió ella, en tono zumbón—, mejor se baja usted de esas peligrosas alturas y se sienta en esta butaca para que charlemos.

No hay la menor duda de que aquella noche yo no hice más que soltar sandeces y banalidades. Todas las frases tan inteligentes que había cuidadosamente preparado se me quedaron atascadas Dios sabe en qué profundidades. Una especie de cerrazón mental y de parálisis de la lengua se apoderaron de mí; así pues, opté por emitir vagos monosílabos y escuchar lo que con exquisita gentileza y buen tino ella quiso decir.

Salí de aquella casa, tarde en la noche, con las orejas gachas, mareada por los numerosos oportos que bebí y con los que intenté disimular mi indescriptible timidez. Y, al despedirnos, Elisabeth me tuteó. ¡Menuda chiquilla boba debí de parecerle!».

En los años inmediatamente posteriores, Elisabeth Mulder y Ana María Martínez Sagi llegarían a cultivar una relación muy estrecha. Son los años en los que nuestra autora deja de firmar con su nombre —ignoramos a ciencia cierta por qué 6— los artículos que publica sobre todo en el diario La Noche, que seguirán apareciendo con el seudónimo de Elena Mitre. En 1930, el marido de Elisabeth fallece inopinadamente; y, como tantas veces ocurre, la viudez será el preludio de una profunda metamorfosis en nuestra autora, que en esos años despliega una actividad periodística y literaria frenética. En 1931 entrega a la imprenta La hora emocionada (Barcelona, Editorial Cervantes), un libro en el que aún es posible escuchar los ecos de Baudelaire y Rubén Darío, aunque hay en él una tensión expectante que lo aleja de los desahogos de su anterior entrega. Si Elisabeth Mulder prueba a velarse más, agazapada detrás de unos versos cada vez más despojados, no puede sin embargo evitar del todo sus expansiones, como ocurre en «Mandamientos»:

Vivir

todas las horas

apasionadamente.

No ser ni cobarde ni avara

de nada.

Sufrir

y sentir

plenamente.

Ni el dolor ni el placer rechazar

No negar

No huir.

Y amar…

Un crítico anónimo no exento de perspicacia escribe una recensión de la obra que incorpora juicios tal vez demasiado osados:

«Leyéndole, uno está tentado de creer que su firma es un seudónimo para añadir sugestión a sus juicios. En su prosa y en sus versos hay sensualidad masculina; hay, ante todo, cerebro. […] Lo que nos deja perplejos es su percepción, su talento para asimilarse a la vehemencia masculina, a los temas de amor masculino. La autora se pone en el caso de un hombre enamorado y calcula lo que le diría a su amada…».

Colaboradora asidua de publicaciones como El Hogar y la Moda, revista dirigida por su amiga María Luz Morales, o de La Noche, vespertino barcelonés, Elisabeth Mulder participará en estos años en la creación de una «Página de la mujer» que Ana María Martínez Sagi dirigirá para este diario. Sin embargo, la sección no tarda en adoptar —sobre todo a raíz de la proclamación de la Segunda República— un sesgo demasiado politizado con el que Elisabeth Mulder no se siente cómoda. También participará, al igual que Martínez Sagi y otras escritoras de su generación, en campeonatos deportivos y en las actividades del Lyceum Club Femenino y de la Residencia de Señoritas Estudiantes y sita en el palacio de Pedralbes, donde conocerá a importantes personalidades de la cultura de la época, como la chilena Gabriela Mistral. Con Ana María viajará, en abril de 1932, a Alcudia (Mallorca), última estación de una amistad que Elisabeth Mulder prefirió clausurar entonces, antes de que tomase derroteros incómodos.

Y es que para 1932 nuestra autora había resuelto entregarse a su vocación con un denuedo mayor que nunca. Todavía publicará, como canto de un cisne que se resiste a cambiar su plumaje, otro libro de poemas, Paisajes y meditaciones (Barcelona, Atenea, 1933), mucho más contenido que los anteriores, más dulce y lleno de vagas claridades, donde el rojo llameante de la pasión es sustituido por las irisaciones de un alma que al fin parece haber hallado la serenidad, después de tantas tempestades interiores. Por fin la música y la imagen se refugian en una penumbra sutil que rehúye el patetismo y la épica sentimental desbordada. Algunos de sus poemas muestran el desapego de quien ha decidido alzar el vuelo, liberándose de viejas rémoras y amistades marchitas. Así ocurre, por ejemplo, con el titulado «Derroteros»:

Tu camino. Mi camino.

Cruce dócil al capricho

irónico del destino.

Milagro de tu presencia

en mi ruta. Nudo prieto

en mi corriente. Confluencia.

Luego, distintas estelas.

Aunque cerca, separadas,

divididas… Paralelas…

Por la arena de mi sino,

¡qué lejos vas a mi lado!

Tu camino, mi camino.

El evidente cambio que se ha producido en su estilo —que ha evolucionado desde un simbolismo vehemente hasta un impresionismo mucho más elusivo y distante, próximo a la estética novecentista que acaudillaba Eugenio d’Ors— prefigura una metamorfosis de primera magnitud. Elisabeth Mulder, que se ha ejercitado en la traducción de los grandes maestros (de Baudelaire a Shelley, de Pushkin a Keats)7, ha comprendido que su numen puede brindar mejores frutos si lo encauza hacia otros géneros. La poetisa «cernida de tormentas» que se desnudaba en cada uno de sus versos va a convertirse en una excelente narradora que se esconderá en sus obras detrás de personajes que, siquiera en apariencia, ningún parecido guardan con ella. La transformación será tan profunda que Consuelo Berges, tal vez la persona que más sagazmente enjuició la obra mulderiana, escribirá en un texto elaborado para la revista venezolana Lírica Hispana 8:

«Si la cosa hubiera quedado así, en aquellos volúmenes [poéticos] supersubjetivos en los que Elisabeth Mulder se desmanda de las mil y una convenciones de la estipulada cortesía retórica y ostenta “los pliegues y repliegues de su psiquis”, habría muy poco más que decir de ella. […] Pero, por fortuna, la cosa no quedó así. Un buen día —en el detenido estudio que esta singularísima escritora merece habría que inquirir el cuándo, el cómo y el porqué de tan radical cambio—; un buen día, parece que los dioses tutelares de Elisabeth Mulder han escuchado el voto que formulara tiempo atrás, en un poema —“Si pudiera salir de mí”—, que le han otorgado la serenidad impetrada en otro. Porque Elisabeth Mulder se serena, sale de sí misma, deja de auscultar y de clamar “los pliegues y repliegues de su psiquis”, y dirige su mirada penetrante, alternativamente tierna e irónica —tierna e irónica a la vez frecuentemente—, a los demás seres humanos o, mejor dicho, al ser humano en sus diversas ediciones. Y aquí empieza su historia de novelista. Su historia: su poesía, sus versos desmandados, es su prehistoria».

No nos atreveríamos a hacer una afirmación tan tajante, pues creemos que la poesía de Elisabeth Mulder, tan irregular y desbocada, contiene inequívocas virtudes, sobre todo si la incardinamos en la época en que fue escrita y la comparamos con la que por aquellas mismas fechas escribían sus coetáneas. Muchos años después, en 1949, cuando ya parecía que la poeta había enmudecido para siempre, un grupo de amigos impulsará, por el «halago de la admiración», la edición de unos Poemas mediterráneos, con un prólogo de la ilustre escritora Concha Espina, que nos demuestran que Elisabeth Mulder nunca fue abandonada por la musa lírica. Pero los versos de estos tardíos Poemas mediterráneos nos confrontan con una poeta muy distinta a la que se había revelado veinte años atrás: la vehemente cantora de angustias y desazones íntimas se ha transformado en una contemplativa que nos brinda una lección de equilibrio y transparencia, la mujer acechada por la noche y la tempestad se ha tornado luminosa, su dicción antaño arrebatada es ahora mucho más aquietada (y técnicamente irreprochable). Poemas mediterráneos nos muestra que la poesía que Elisabeth Mulder ha seguido escribiendo privadamente ha evolucionado hacia un estilo más impresionista, con elementos neogongorinos en afortunada simbiosis con aires populares, muy en la línea de Rafael Alberti o Gerardo Diego. Poemas mediterráneos, en fin, prueba que Elisabeth Mulder nunca dejó de ser poeta, por mucho que ella quisiera establecer una cesura entre esa prehistoria lírica y su historia como narradora.

La madura narradora

Cuando José Cruset, en la entrevista publicada en La Vanguardia Española que mencionábamos más arriba, le pregunte si la llamada de la prosa y el abandono de la poesía obedecieron a alguna razón concreta, Elisabeth Mulder responderá: «No. Creo que siempre fui muy consciente de la novelista que había en mí. Lo digo ahora, a distancia, con espíritu crítico. Estaba esperando el momento de empezar con preparación suficiente, porque escribir prosa es dificilísimo. Y quizá por eso mi prosa arranca con más madurez que mi poesía…, porque se estaba haciendo por dentro». Sin embargo, el proceso de maduración de la prosista Mulder no será solamente interior, como sus declaraciones presuponen, sino que incorpora una fase de formación que la autora siempre mantuvo en la sombra, como si se avergonzara de ella. Tras la muerte de su marido, decidida a aventurarse por nuevos derroteros literarios, Elisabeth Mulder comienza a mandar relatos a la revista Lecturas9, que aglutinaba a una promoción de escritoras —la citada María Luz Morales, Sara Insúa, Carmen de Icaza, Celia de Luengo, Regina Oppiso, etc.— que inauguraron en España el género de la novela rosa. La primera colaboración de Elisabeth Mulder en Lecturas aparece en febrero de 1930; se titula «La chica vestida de negro», y narra el idilio súbito entre un burguesito hastiado de placeres y una nurse que guarda luto por la muerte de su madre: sólo el escenario en que transcurre la acción, Ginebra, alivia el convencionalismo de la trama. Pocos meses después, la dirección de la revista anuncia la convocatoria de un certamen de relatos, recompensado con un premio de quinientas pesetas. Un jurado previo seleccionará los diez trabajos finalistas que Lecturas irá publicando mensualmente, para que los lectores diriman mediante sus votos cuál merece el galardón. Al certamen concurren firmas consagradas, pero será Elisabeth Mulder quien obtenga el beneplácito mayoritario de los lectores con su cuento «La Microbia», publicado en julio de 1930, donde persevera en los tópicos del género: una aprendiza de modista que presta su título a la narración es humillada sistemáticamente por la veleidosa Carola Ibáñez, maniquí profesional cuyo novio, harto de su belleza sin humanidad, se enamora de la feúcha Microbia; aunque Carola se esfuerza por desbaratar el idilio, el amor triunfará sobre sus maquinaciones.

En septiembre de 1931, Lecturas le rinde un homenaje con motivo de la publicación de La hora emocionada; y desde entonces su presencia en la revista se multiplicará, hasta alcanzar el cetro del estrellato, que compartirá con autores consagrados como Alberto Insúa y Wenceslao Fernández Flórez. Sus narraciones irán abandonando lentamente los senderos trillados del sentimentalismo para introducir elementos de renovación en los esquemas del género: «Chelín» propone una historia de sacrificio y abnegación desde la perspectiva de un perro callejero; «Se necesita una enfermera» aborda el espinoso tema de la drogadicción, ilustrando los efectos arrasadores de la morfina en el organismo humano; en «La irónica espectadora», la muchacha que parece haber sido seducida por el galán cinematográfico es en realidad su burladora; «Instituto de belleza» narra de forma paralela las peripecias de varios empleados de una peluquería cuyas vidas se entrecruzan, al estilo del Gran Hotel de Vicki Baum; «La buena locura», en fin, es un juguete cómico donde se concitan en embrión algunas de las constantes del universo mulderiano. Pero, tras convertirse en una de las colaboradoras más copiosas de Lecturas, poco a poco la presencia de Elisabeth Mulder —acaso desencantada de las imposiciones del género rosa— se irá haciendo más y más esporádica, hasta que en febrero de 1934 se desvanece por completo con el mutis casi vulgar de «Por qué míster Sanders leía su correspondencia».

Coincidiendo aproximadamente con la fecha en que abandona la colaboración en Lecturas, Elisabeth Mulder publicará varios relatos en la muy elegante Brisas, una «revista de arte que pretende expresarse principalmente de forma gráfica» y aspira a «sintetizar la personalidad mallorquina actual». Presidida por un exquisito gusto literario (del que haremos responsable sobre todo a su director artístico, Llorenç Villalonga), Brisas acogerá varios cuentos de nuestra autora entre 1934 y 1936, cada vez más alejados del género rosa y resueltos de un modo poco convencional. Había llegado el momento de elegir entre perseverar en una literatura de fórmula o arrojarse a la fragua voraz de una vocación que no admitía más diletantismos. Atrincherada en su casa del paseo de Bonanova, Elisabeth Mulder sale de sí misma —como había impetrado en uno de los poemas de Sinfonía en rojo— y vuelca una mirada fabuladora sobre el mundo. Su primera incursión en la narrativa de largo aliento, Una sombra entre los dos (Barcelona, Edita, 1934), será también su única concesión a la «literatura de tesis», de la que luego Elisabeth Mulder renegaría en diversas entrevistas y reflexiones sobre su obra. Pero Una sombra entre los dos no es, ni mucho menos, una novela desdeñable: el pulso narrativo de la autora se muestra ya brioso; su composición de personajes anuncia a la zahorí de psicologías complejas; y, en fin, se trata —en palabras de Consuelo Berges— de «la primera novela española estimable en que se plantea lo que tendemos a llamar —porque no hay otro medio fácil de llamarlo— la cuestión o protesta feminista». La protagonista de la novela, Patricia, una cirujana enamorada de su profesión que abandona la clínica en la que trabaja para cumplir con el deseo de su marido, se rebela tras una serie de episodios desgarradores contra su triste destino conyugal. Su triunfo es también, sin duda, una conquista de la soledad; pero la autora considera mucho más digna esa soledad que una dócil y resignada aceptación de las rutinas y convenciones embrutecedoras que su marido le ha impuesto.

«Este libro es ya —escribirá Consuelo Berges— una clara indicación de lo que Elisabeth Mulder ha ido confirmando después superabundantemente: que nació novelista por la gracia del dios del arte de novelar». Una sombra entre los dos también es una anticipación de uno de los grandes temas de la narrativa de nuestra autora, que aunque no vuelva a hacer novela de tesis nunca dejará de escribir sobre personajes que peregrinan —física y espiritualmente— en pos de la independencia y luchan por conquistar su soledad. Si la vocación estaba para la protagonista de Una sombra entre los dos completamente arraigada a su ser, hasta constituir una segunda naturaleza mucho más fuerte que los vínculos conyugales, algo semejante le ocurrirá a la montaraz protagonista de su siguiente entrega narrativa, una gata que «arañó unas manos torpes que la oprimían sin dulzura y sin respeto, sólo con esa crispatura posesiva de la admiración grosera, ininteligente». La historia de Java (Barcelona, Juventud, 1935) es una nouvelle bellísima y desconcertante, cargada de alta intensidad lírica, seguramente la obra maestra de Elisabeth Mulder (y tal vez por ello mismo su obra más veces editada). Es un lugar común afirmar que La historia de Java asimila los postulados «deshumanizadores» de Ortega y Gasset; y es verdad que en ella apenas hay peripecia exterior, es verdad que los elementos «humanos» están reducidos al máximo, es verdad que está concebida como un esforzado tour de force que cede el punto de vista a una gata que rehúye el trato con los humanos. La respiración poemática de la frase, el esmero estilístico (en un raro híbrido de simbolismo y vanguardia), la creación de atmósferas de inaprensible desasosiego, la mención de actitudes y sentimientos prohibidos —sobre todo para una mujer de la época— nos ofrecen una radiografía secreta de la propia autora, «extranjera en cualquier parte». Cuando Juan José Domenchina, secretario de Azaña, dedique a este libro único una reseña10, afirmará, vencido por su encanto hermético, que «no es un propósito estimable, sino un logro cabal. En tres palabras: una obra maestra». Aunque también desliza que «en el claro ingenio de Elisabeth Mulder recátanse unas sombras opacas, hostiles a la voluntad inquisitiva del crítico y penosamente inéditas».

Y es que, del mismo modo que «un espíritu verdaderamente superior no se entrega nunca al amor por entero», quizá una obra literaria importante tampoco deba entregarse nunca por completo a sus lectores, por perspicaces que sean. La historia de Java es, antes que ninguna otra cosa, una intransigente parábola sobre la libertad que no admite cortapisas ni concesiones; y también un retrato secreto y muy revelador de su autora, que decidirá consagrarse por entero a su vocación, para exorcizar las sombras que se abaten sobre España. Nos cuenta María del Mar Mañas que allá por febrero de 1939, en vísperas de su exilio, Manuel Azaña mandó un motorista a casa de Elisabeth Mulder con la encomienda de que le pidiese un ejemplar de La historia de Java a su autora, ya que era un gran admirador de esta obra y en su apresurada partida no había podido recoger algunas pertenencias de su biblioteca.

Al estallar la guerra civil, Elisabeth Mulder tendrá que pedir protección al Consulado de los Países Bajos en Barcelona, atemorizada ante la ola de crímenes y expolios que se sucede, después de sofocada la sublevación militar. Protegida bajo pabellón holandés, apurará los tres años de contienda en medio de mil padecimientos, sin apenas medicinas con las que paliar sus frecuentes ataques de nefritis. En este tiempo de tribulación redacta su tercera novela, Preludio a la muerte (Madrid, Editorial Pueyo, 1941), que no logrará dar a la prensa hasta acceder a corregir el final, donde se narraba el suicidio de la protagonista, que la censura juzgó irreverente y poco aleccionador para los lectores. Escrita bajo el fragor de los bombardeos, Preludio a la muerte es una novela de sometimiento y amistad destructiva; y, en palabras tal vez un poco hiperbólicas de Consuelo Berges, su novela «más melódica y serena, en la que a través de una fábula tenue traza magistralmente los caracteres y el vivir de unos personajes flotantes en el bienestar económico y en el vacío existencial». El libro, aun presumiendo que las amputaciones censorias lo hayan perjudicado, supone sin embargo un retroceso en la trayectoria novelesca de Elisabeth Mulder, si bien en él ya se atisba su preferencia por las psicologías torturadas y por los escenarios cosmopolitas —no en vano Verónica, la protagonista, es hija de diplomáticos—. Merece destacarse la relación aflictiva y sensual, como perfumada de masoquismo, que Verónica entabla con una compañera de internado, Marion, que al reanudarse en la edad adulta desatará la tragedia. En Preludio a la muerte ya se observa un rasgo que perjudica también otras novelas de Elisabeth Mulder, una premura final que rompe un tanto el encantamiento de la trama; como si a la autora, al acercarse al desenlace, la asaltase un cierto hastío que se traduce en precipitación. El crítico chileno Ricardo Latcham, tras leer esta novela, escribió un artículo sobre la narrativa de Elisabeth Mulder, en la que encuentra «algo del primor proustiano, un poco de la delicada sensibilidad de Katherine Mansfield y cierto cálido influjo nórdico». Pero —añade Latcham— Elisabeth Mulder «ha erigido una técnica propia, de gran calidad y sutilísima introspección». Nueve años más tarde, Enrique Gómez Bascuas dirigirá una adaptación de Preludio a la muerte, titulada Mi hija Verónica, con Margarita Andrey en el papel protagonista. Lamentablemente, todas las copias de la película se han extraviado.

Elisabeth Mulder no participará en los fastos de los vencedores, como antes tampoco había incorporado su voz al griterío republicano. Quizá en esta decisión de alejarse por igual del oficialismo y del exilio interior debamos buscar los primeros motivos de su preterición, que se hará más asfixiante en la última etapa de su existencia. Pero la década de los cuarenta acogerá su esplendor creativo, con novelas tan vibrantes como Crepúsculo de una ninfa (Barcelona, Ediciones Surco, 1942), un drama rural que prefigura algunos de los motivos recurrentes de la narrativa mulderiana: sagas familiares en decadencia, pasiones elementales muy enraizadas en la tierra, personajes de sensibilidad exacerbada con vocación de sacrificio, etcétera. La novela, de una sensualidad matizada y agreste, puede convocarnos vagamente el recuerdo de las Cumbres borrascosas de Emily Brontë: hay en ella destinos fatales, personajes un tanto desaforados, señoritos degradados por la riqueza y finalmente salvados por un amor más poderoso que sus deseos. La acción, que transcurre en tres fincas rústicas de la costa catalana, es morosa y se desenvuelve sobre todo en los escenarios lúgubres del alma; y sólo en su tramo final se torna algo artificiosa o melodramática. La propia Elisabeth Mulder adaptaría esta novela para el teatro con el título de Casa Fontana, que se estrenará el 4 de noviembre de 1948 en el teatro Romea de Barcelona, dirigida por José Miguel Velloso, con Ana María Noé y Vicente Soler en los papeles principales.

Una naturaleza que se erige en proyección de los paisajes del alma vuelve a constituir el telón de fondo en la siguiente novela de Elisabeth Mulder, El hombre que acabó en las islas (Barcelona, Editorial Apolo, 1944), sin duda una de las más esmeradas de la autora, en la que consolida un estilo más despojado en su expresión, pero millonario en significaciones, muy próximo —como había señalado perspicazmente Latcham— al de Katherine Mansfield. Novela de iniciación y de exploración psicológica, su autora reconoció en alguna ocasión que la escribió en apenas cinco meses, porque la había meditado largamente antes de empezar a plasmarla sobre el papel. Ambientada sucesivamente en tierras vascas, suecas y portorriqueñas, cada una de sus tres partes posee tonos muy distintos: la primera es de un realismo tradicional en el que las pasiones más nobles o mezquinas (la generosidad y el egoísmo, los celos amorosos y el desdén) se expresan sin ambages; la segunda tiene algo de fantasmagoría y extravío, en donde el desarraigo del protagonista (que en la primera parte parecía dueño de su destino) choca con la huidiza condición de una mujer sueca que logrará rendirlo; en la tercera predomina la melancolía de quien contempla su vida, coronada por una modesta y rutinaria placidez, sin desazón ni encono. El hombre que acabó en las islas es, ante todo, un viaje en pos de la sabiduría vital, narrado con una elegancia suprema, aunque no exento de reflexiones incómodas sobre la naturaleza humana (tanto masculina como femenina). Joaquín de Entrambasaguas11, pionero en el estudio de la obra de Elisabeth Mulder, define este libro como una «novela de tempo lento»; sin embargo, su ritmo parsimonioso no entorpece la narración del periplo vital de Juan Miguel, uno de esos personajes esquivos y un poco descastados que invaden la literatura de Elisabeth Mulder, buscadores robinsonianos de la verdad de la vida, en confrontación con una sociedad que no los comprende y acaba expulsándolos de su seno.

Alcanzada la madurez creativa, Elisabeth Mulder puede permitirse el lujo de ser prolífica. Al año siguiente publicará la novela corta Más (Barcelona, Editorial Selecciones Literarias y Científicas, 1945), una aproximación al mundo del arte a través de la relación entre dos hermanas antípodas, Valentina y Clara, que buscan, respectivamente, el oro de la gloria y la calderilla de la fama. Pero mientras la genialidad de Valentina apenas encuentra acicates para la progresión, a la mediocre Clara la azuza constantemente el rencor: su novio, un pintor efectista en pos del éxito fácil, la abandona por considerarla una mujer roma y sin aliciente; y desde ese mismo instante Clara emplea todos sus esfuerzos en descollar sobre el hombre que la despreció, en oscurecer y anonadar todos sus logros, también los de su vida afectiva. Novela muy aguda sobre la fuerza del despecho y reflexión aparentemente ligera (pero con un meollo muy profundo) sobre la creación artística, Más no mereció en su día la atención crítica que merecía; y todavía hoy es una de las novelas menos valoradas de Elisabeth Mulder.

Algo semejante ocurre con Las hogueras de otoño (Barcelona, Juventud, 1945). Pero en este caso la desatención es plenamente merecida, pues sin duda nos hallamos ante la obra más floja y prescindible de nuestra autora, que en alguna ocasión no vaciló en calificarla de «intrascendente». Sorprende, en efecto, que cuando Elisabeth Mulder se halla en el esplendor de su talento dilapide sus energías en una historia puramente vodevilesca de infidelidades fantasmagóricas y celos del aire que tal vez habría podido inspirar una pasable película de Ernst Lubitsch, pero que, desde luego, no funciona como novela en ningún momento. Según asegura María del Mar Mañas, este esquemático relato sobre la crisis de un matrimonio maduro por la interposición de un tercero fue primeramente una obra de teatro que nunca llegó a estrenarse; y que Elisabeth Mulder novelizó tal vez por puro entretenimiento, antes de sorprendernos con la excelente Alba Grey (Barcelona, José Janés Editor, 1947), una obra que nos devuelve a la gran novelista que ya se había confirmado con El hombre que acabó en las islas.

Quizá sea Alba Grey el libro más nítidamente mulderiano, pues en él se describen muy sutilmente el vacío existencial y las «populosas soledades» que afligen a sus personajes, a la vez que los ambientes aristocratizantes donde se proyecta la experiencia viajera de la autora. Elisabeth Mulder vuelve a retratar aquí ese «gran mundo» disperso y trashumante que asoma en muchas de sus obras; y lo hace con una brillante imaginación para combinar las situaciones, con una fina perspicacia que le permite mostrarnos a sus personajes sin elucidarlos nunca del todo, como si los viéramos envueltos en una gasa, o al contraluz. La protagonista vuelve a ser una mujer que tiene que enfrentarse y vencer su destino, contrariando o poniéndolo a prueba (en este caso, mientras trata de conciliar la llamada del amor y los designios del patriarca de la familia). Los personajes secundarios resultan más jugosos que nunca, cada uno con su historia a cuestas (algunas tan amenas que el lector se sorprende degustando cada digresión intercalada por la autora); y los diálogos están manejados con una maestría que la crítica del momento emparentó con Somerset Maugham. «En todo caso —afirmará Ángel Zúñiga—, una manera de hacer [la de Elisabeth Mulder] necesaria para sacar nuestra literatura de las pensiones baratas, de tanta olla podrida, del tronado provincianismo del siglo xix, incluso de las pequeñas “cumbres borrascosas” de las calles Aribaus»12. Fuera de algún reparo al «ritmo acelerado» que le impide rematar sus obras con el esmero con que fueron concebidas, casi toda la prensa del momento recibe Alba Grey con ditirambos. Una excepción es la reseña de José María Pemán13, por momentos reticente o levemente irónica:

«Alba Grey, siendo por esencia una novela cosmopolita, está totalmente determinada por el Mediterráneo. Todas sus sílabas, una a una, son salpicaduras del mar de La Odisea. Por eso Elisabeth se pasea con tanta seguridad superior por el más peligroso mundo novelístico de los duques y marqueses, las vistas de Capri y los hoteles del Cairo. Tan segura está Elisabeth de la antigüedad clásica y mediterránea de su arte que deja llegar hasta la orilla misma de sus páginas la embestida del esnobismo, segura de trocarlo siempre en poesía absoluta».

Pemán, sin embargo, no puede dejar de reconocer que «Alba Grey es el esfuerzo más definitivo que se ha logrado para latinizar la última fórmula novelística del mundo, genuinamente americana y sajona en su nacimiento».

A la postre, Alba Grey resultaría, junto con La historia de Java, el libro más reeditado de Elisabeth Mulder, cuya producción novelística decrecerá a partir de entonces notoriamente, mientras se refugia en la traducción de libros divulgativos de arte. Su última obra de peso, El vendedor de vidas (Barcelona, Juventud, 1953), sustituye los habituales escenarios cosmopolitas por la Barcelona de la posguerra, asaltada por los espectros de la miseria y el estraperlo; la novela, de estirpe barojiana, relata las tribulaciones de Julio Regás, un joven de familia humilde que, después de rodar por varios oficios insatisfactorios o insalubres, abre despacho como astrólogo; el neorrealismo lírico de la autora no vacila en incorporar algunos elementos ásperos, siempre tratados con sobriedad y vigor, sin complacerse en morbosidades, y sorprende hacia el final un tanto precipitado con la intromisión del elemento fantástico. El tema último de la novela es el destino y la sugestión que sobre nosotros ejerce su idea: la prefiguración que el protagonista tiene en su infancia lo empuja a simular una competencia como adivino en la que acaba creyendo, hasta que su vida termina por hacer realidad aquella prefiguración. «Todos los destinos se cumplen —dice Julio Regás en algún pasaje de El vendedor de vidas—. El de los intérpretes del destino, también». Toda la novela está recorrida de un misterio más presentido que declarado; sus personajes —gentes menesterosas, incluso de «mal vivir», a veces ruines, a veces conmovedoras— resultan siempre vívidos, sin encallar jamás en lo infrahumano; y el estilo, aunque mucho más escueto que en anteriores entregas de la autora, nunca pierde poesía de fondo. Un crítico tan autorizado como Ricardo Gullón subrayó precisamente los valores poéticos de esta novela (por lo demás tan «realista» y despojada en su expresión de todo elemento ornamental). El vendedor de vidas, que a nuestro entender merece figurar entre las mejores aportaciones narrativas de Elisabeth Mulder (más allá de que en su tramo final desfallezca e incorpore algún elemento melodramático más propio de su etapa primeriza), no fue, sin embargo, demasiado bien recibida por la crítica, tal vez porque se vio envuelta en un pequeño escándalo literario. Al parecer, Elisabeth Mulder presentó esta obra al premio Ciudad de Barcelona, pero recibió una serie de anónimos que la acusaban de haberse ganado la voluntad del jurado. Estas cobardes imputaciones la enfadaron de tal modo que decidió retirar la novela, para consternación del jurado, que concedió el galardón a una obra muy inferior.

También en esta década de los cincuenta publicará Elisabeth Mulder tres narraciones cortas en colecciones populares. En «La novela del sábado» aparecen Flora (número 27) y Eran cuatro (número 73), que es la más interesante de ambas, protagonizada por Marta Eloy, una devastada mujer que visita cuatro lugares repartidos por la geografía española para atender las últimas voluntades de sus cuatro hijos, caídos durante la guerra civil. Es la única vez que Elisabeth Mulder se atrevió a ocuparse de este espinoso asunto de manera frontal, sin veladuras ni eufemismos; y el resultado es muy interesante y nada edulcorado. Aunque, desde luego, la mejor de las novelas breves publicadas en esta época es Día negro (1953), que aparecerá en la colección de quiosco «Novelistas de Hoy» y sin empacho podemos incluir entre los títulos más valiosos de Mulder, si bien se halla por completo olvidada. Jorge, su protagonista, es un hombre de mediana edad, casado con una mujer enferma, padre de unos hijos cuyas referencias generacionales ya no entiende, atormentado por espejismos de amor que perturban su fachada de hombre morigerado y decente. Día negro explora esas zonas de nuestra vida interior donde entran en colisión frustraciones y anhelos, obligaciones morales y egoísmos personales; y vuelve a probar que Elisabeth Mulder era una envidiable espeleóloga de almas, capaz de afrontar las cuestiones más vidriosas con una elegancia suprema.

Tales virtudes todavía relumbran en su última novela publicada, Luna de las máscaras (Barcelona, Editorial AHR, 1958), un intento de reconstruir la intrahistoria de cierta burguesía catalana a partir de las evocaciones que un accidente de tráfico provoca en sus protagonistas. Marcos, un joven artista de vida bohemia que modela máscaras de arcilla, despeña su coche por un precipicio en la Costa Brava (no sabemos si ha fallecido o si ha aprovechado la circunstancia para huir), y su desaparición sirve para que personas muy próximas a él rememoren pasajes de su vida que creían enterrados para siempre. Mulder hace gala de un uso sobresaliente del perspectivismo y logra pasajes muy turbadores (así, por ejemplo, cuando narra la escabrosa relación de Marcos con su madrastra), a la vez que delinea, con su proverbial penetración psicológica, unos personajes certeramente revelados que «curiosean la existencia como quien curiosea por una ciudad desconocida, donde a la vuelta de cada esquina puede aparecer lo portentoso». Luna de las máscaras tiene, además, la particularidad de retratar los ambientes de diversión turística, en la línea de lo que había probado a hacer Françoise Sagan, autora de moda en la época, en Buenos días, tristeza, y luego probaría Henri-François Rey en Los organillos (novela también ambientada, por cierto, en la Costa Brava). Pero esta Elisabeth Mulder tan à la page ha perdido aquella magia que galvanizaba sus mejores obras; y Luna de las máscaras nos resulta a la postre demasiado deslavazada.

Los cuentos y las cuentas finales de una vida

No en vano sería la última novela que publicase, treinta años antes de su muerte. En las pocas entrevistas que concedió por aquel tiempo anunció que estaba trabajando en otra novela, El retablo de Salomé Amat. Y a Concha Fernández-Luna14, incluso, le describirá someramente el argumento de la misma: «Preparo una novela larga. […] Cuatro generaciones de una misma familia vistas a través de una mujer de cada generación. El arranque de la novela lo fecho alrededor de 1870». Pero, aunque aquella novela en efecto la concluyó, nunca llegó a publicarla, señal inequívoca de que no la complacía del todo, o de que tal vez no logró que complaciera a los editores. Pero su mundo novelesco había quedado nítidamente perfilado en anteriores obras, siempre caracterizadas por dos rasgos que con frecuencia le reprocharon: la elusión de elementos autobiográficos y el escaso interés por el «problema social» que se reclamaba a un escritor comprometido con su tiempo. A la primera objeción la propia Elisabeth Mulder respondería en el prólogo que añadió a la reedición de Crepúsculo de una ninfa:

«Lo que algunos críticos han venido llamando “el mundo mulderiano” es mi particular visión del drama de la vida, del conflicto humano, pero, en mi censo novelístico, Elisabeth Mulder no figura para nada.

Esto, claro está, en cuanto a presencia directa. Indirectamente, quiérase o no, todo novelista está en sus novelas, por poco estilo que estas posean. Hay en todo cuerpo novelístico de auténtica vitalidad una elemental antropofagia que le hace nutrirse de su creador y trascender sus esencias asimiladas. Era inevitable que lo mismo sucediera con el mío.

Ahora bien, ¿dónde está el autor en las novelas que no son autobiográficas? ¿En la presencia física de un tipo más o menos disfrazado? ¿En alguna secundaria anécdota con traslado de época y lugar? Yo creo que está en todos y en todo. Y esto no tiene absolutamente nada que ver con la técnica, subjetiva o directa, psicológica o realista. Hasta una fotografía puede ser distinta tomada por distintos fotógrafos, y en el más impersonal reportaje hallaremos la personalidad del autor, si este la tiene. Prueba de ello es el hecho continuamente demostrado de que la realidad más interesante carece de interés si quien la traslada a la novela no lo posee. […]

Debo decir que yo nunca invento simplemente. Mi oficio es escribir, mi vocación observar. Mis personajes no están inventados ni fotografiados, sino reconstruidos con el material de mi observación y el filtro de mi experiencia. Son la verdad de mi verdad. He materializado en ellos, en cada uno de ellos, mi andar por el mundo y lo poco o mucho que haya podido aprender contemplando. Cuando creo un personaje, no hago más que poner en movimiento alguno de los mil resortes humanos que he visto funcionando alguna vez. Pero no he calcado vidas ni hechos, no he prescindido de contribuir con la propia creación, es decir, con mi sustancia de novelista, al cuerpo de mi obra».

La segunda objeción que se hizo a Elisabeth Mulder la ejemplifica el crítico Eugenio de Nora en su obra La novela española contemporánea, en la que toma partido sin ambages por una literatura de tipo social. Nora se ocupa de la narrativa mulderiana minuciosamente, destacando a su autora como «la primera posibilidad de gran novelista que una mujer haya ofrecido entre los escritores españoles, en lo que va de siglo». Sin embargo, le reprocha cierta tendencia a la «evasión poética», a un peligroso «proceso de literaturización» y embellecimiento que, a juicio del crítico, podría tener su raíz última en «una escondida conciencia aristocratizante de selección espiritual que, paradójicamente, dificulta y aun impide el acceso a zonas “absolutas” de lo humano —universal del espíritu—. En otras palabras, creemos que, pese a la inteligencia alerta y el refinamiento cultural de la autora, se produce en sus novelas un sutil deslizamiento, a través de la estética, hacia una psicología, tipos, problemas, conflictos y sentido o sentimiento total y final de la existencia, confinadamente distinguidos, imperceptiblemente esnobs, ornamentales, de sociedad y clase semiociosa y confortable». En la conferencia ofrecida en el Ateneo que más arriba citábamos, Elisabeth Mulder responderá magnífica y displicentemente a estos desvaríos ideológicos citando a su amiga Consuelo Berges: «La verdad es que el mundo novelístico que un autor presenta no necesita nunca perdón, al menos como tal mundo novelístico; y si el novelista mismo puede necesitar perdón, no será por el material humano que presenta, sino por presentarlo mal».

También será el veredicto siempre lúcido de Berges el que nos sirva para introducir una faceta muy importante del talento narrativo de Elisabeth Mulder. Veíamos antes cómo, en su metamorfosis de poeta a narradora, tuvieron mucha importancia sus colaboraciones en las revistas Lecturas y Brisas, donde pudo ejercitar sus dotes para el cuento, un género que nuestra autora nunca descuidó. Como afirma Consuelo Berges, «en la ceñida estructura del relato breve se destaca particularmente la maestría de Elisabeth Mulder». Y añade una anécdota que caracteriza a la perfección a esos adulones de los que no se conoce ni una mala palabra ni una buena acción:

«Un gran poeta catalán —y no lo nombro porque el juicio se formuló en privado— dijo una vez que algunos cuentos de Elisabeth Mulder podía firmarlos Chéjov. Me gustaría tener su autoridad para decir lo mismo en público sin que pudiera atribuirse a exageración de la amistad. Pero de todos modos lo digo. Y parodiando a José Bergamín en sus agudísimas inversiones de refranes y proverbios —“Pasión no quita conocimiento: lo da”—, me curo en salud y replico de antemano y por si acaso que amistad no quita conocimiento: lo da».

En 1941, año especialmente prolífico en el que también entregó a la imprenta su novela Preludio a la muerte, Elisabeth Mulder publica Una china en la casa y otras historias (Barcelona, Ediciones Surco), una colectánea de seis cuentos de asunto diverso, unificados por una mirada muy sibilinamente misógina. Algunos, como «La medusa dormida» o «Muerte de un esteta», narran la destrucción o anulación de hombres débiles o idealistas a manos de mujeres dominantes y prácticas; otros, como «Una china en casa», ofrecen otra faceta menos hiriente de las relaciones conyugales. Pero siempre subyace en ellos una mirada muy poco benigna sobre las figuras femeninas, que aplastan los anhelos de sus maridos y los obligan a sobrellevar una vida de rutina y sojuzgamiento, y en algún caso a renegar de sus pulsiones artísticas, que es tanto como dejarse morir. «El viaje a Venecia», uno de los mejores cuentos del libro, nos ofrece un retrato femenino de gran finura; y constituye una indagación virtuosa (y a la vez discreta) en los mecanismos psicológicos del desvalimiento y la frustración sentimental.

No es muy distinto el tono de los relatos contenidos en otro volumen excepcional, Este mundo (Barcelona, Editorial Artigas, 1945), donde de nuevo vuelve a sumergirse Elisabeth Mulder en los mares abisales de las psicologías torturadas. El clima de pasiones turbias y reprimidas de «El magnífico rústico» —que, por su extensión, podríamos considerar novela corta antes que cuento— recuerda los dramas sureños de Tennessee Williams. En «Ruptura» asistimos a los veleidosos cambios de actitud de una mujer madura que acaba de apuntillar su relación con el hombre que la adora para volver a sus brazos apenas media hora después. «La gloria de los Lebrija» vuelve a mostrarnos a una de esas mujeres posesivas que logran anular por completo a sus maridos y hacer profundamente infelices a sus hijos, pensando que se desviven por ellos. «La pesca del salmón», quizá el mejor relato del volumen, narra la espera tozuda de Nacho, un rudo y cabal hombre de mar a quien su novia Luisa abandonó años atrás, volviendo convertida en una actriz de cine. Son todos ellos cuentos en los que el asunto realista está sublimado por un efluvio de discreta magia que constituye la mejor marca de estilo de Elisabeth Mulder. Y en casi todos vuelve a detectarse un tono irónicamente misógino que a un lector empachado de corrección política podría desconcertar. Pero la verdadera literatura trata sobre la condición humana, no sobre las idealizaciones ideológicas que cada época impone como catecismo de consumo obligatorio. Y a una escritora como Elisabeth Mulder, que tantas incomprensiones tuvo que arrostrar para imponer su vocación sobre todo tipo de prejuicios sociales, nadie puede darle lecciones.

No podemos concluir este repaso a la narrativa mulderiana sin referirnos a sus incursiones en la literatura infantil. Los cuentos del viejo reloj (Barcelona, Juventud, 1941), escritos —según la propia autora reconoce en la dedicatoria del libro— para solaz de su ahijada, son auténticamente magistrales: personajes como el Zorro Hambrón —una versión menos truculenta del Lobo de Caperucita que se contenta con devorar gallinas— o los tres gigantes tristes, Pilón, Pilán y Pilín, a quienes la Bruja Requetepérfida ha castigado a perpetuidad con un encantamiento que los hace llorar sin descanso —sus lágrimas anegan las cosechas, sus suspiros arrancan las casas de sus cimientos—, sugieren el aroma clásico de los cuentos de Perrault o los hermanos Grimm. Nunca falta en estos cuentos una subterránea ironía que el lector adulto sabrá apreciar. La última obra de Elisabeth Mulder, escrita cuando ya una ceguera progresiva llenaba de telarañas su mirada clara, fue Las noches del gato verde (Salamanca, Anaya, 1963), que cuenta las andanzas de un niño llamado Miguelín, cediéndole la voz narrativa; los efectos cómicos y la mirada sarcástica sobre el absurdo mundo de los adultos que nos ofrece la autora a través de este recurso son, en verdad, regocijantes.

Antes, durante los años cincuenta, Elisabeth Mulder se dedicaría sobre todo a la traducción y mantendría colaboraciones un tanto guadianescas —casi siempre de asunto estrictamente literario— en diarios tan conspicuos como ABC o La Vanguardia. También se hará cargo durante algún tiempo de la sección «Letras inglesas» de la revista Ínsula, donde publicará una serie de artículos de crítica literaria llenos de perspicacia que tal vez sean sus mejores colaboraciones periodísticas. El apagamiento paulatino de su vista y cierto apartamiento voluntario de la autora, refractaria siempre a los compadreos, irían relegándola poco a poco en los ambientes culturales. Solo algún jovencito enciclopédico se acercará hasta su residencia de la Bonanova para rendirle pleitesía; es el caso de Francisco Rico, niño prodigio de la filología, que en 1959 firmará15 una entrevista-reportaje de la que reproduzco aquí algunos pasajes:

«Rubia, dando una enorme impresión de serenidad, profundamente cultivada, poetisa, novelista, viajera incansable...

—Yo soy una cerebral romántica —ha dicho Elisabeth Mulder.

Y uno, al verla, y al oírla hablar, cadenciosa e inteligentemente, no puede menos que evocar otra notable figura: Ana María de Necker, baronesa de Staël. Porque tiene algo esta Elisabeth Mulder que hace recordar aquella extraordinaria dama francesa que, no lo olvidemos, fue la primera en nombrar con la palabra con que hoy lo conocemos un entonces naciente movimiento literario: el romanticismo. Seguramente, es que ambas sugieren el más noble ejemplo de la mujer dedicada a las letras: buenas escritoras sin perder por ello un ápice de su feminidad.

—Yo soy una cerebral romántica.

Equilibrio. Sentimiento y razón situadas cada una exactamente en su sitio, sin pisarse el terreno. Sin ocasionar que el excesivo desarrollo de una de ellas atrofie a la otra; o que la exigüidad de esta haga descender aquella. El fiel se mantiene inmóvil: en cada platillo existe una dosis abrumadora de paz. [...]

—El poeta que quiere escribir novelas tiene que olvidarse de esta su primera condición, pero en ningún caso puede olvidar la poesía. El poeta puede no tener cabida en la novela; la poesía, desde luego, sí.

En su producción novelística, el lector se ve transportado constantemente de paisaje en paisaje. Ya he insinuado, y en todo caso lo aclaro ahora, que la gran vocación de Elisabeth Mulder quizá haya sido siempre la viajera. Viajera inteligente que sabe profundizar en los hombres y en los pueblos, que es capaz de adivinar lo que muchas veces interesa mantener oculto. [...]

—Yo no creo haber conseguido nada: siempre estoy más satisfecha de mi próxima obra que de la anterior.

Sinceridad: he aquí otra de las características fundamentales de la escritora.

Y extraordinario discernimiento. Sabe distinguir lo auténtico de lo mistificado, lo genuino de sus imitaciones. ¡Extraña cualidad en una mujer! [sic]

Elisabeth Mulder se entrega a su producción literaria con un hondo y exacto sentido de su responsabilidad: no es mujer de tertulias ni a la que guste proferir vaciedades en los salones. Su vida se desliza al margen del batiburrillo de los concursos y los escándalos de todo género que frecuentemente se promueven, casi oculta, recoletamente podría decirse, entre su hotel de la Bonanova y sus viajes, con frecuentes singladuras en la apacible y dorada Subur.

—Lo único que verdaderamente importa es la propia obra. A condición de realizarla sin prisas, eso sí.

¡Qué acertada la posición espiritual de Elisabeth Mulder frente al equívoco juego de espejos —ahora estás, ahora has desaparecido— que presenta nuestro mundillo de las letras!

Desde luego, lo único que importa, lo único que quedará cuando hayan pasado los hombres que las hicieron, lo que ha de constituir la sola supervivencia, serán las obras. Y cuanto más auténticas sean; más, por decirlo así, escritas con la sangre, mayor será el tiempo que se sostendrán a flote. Las de Elisabeth Mulder, por honradas y hechas a conciencia, sobrevivirán en mucho a su autora».

Pero, aunque la posición espiritual de Elisabeth Mulder fuese, en efecto, la más acertada, sigue llamando la atención que una escritora de su categoría cayese tan rápidamente en el olvido. En una fecha tan temprana como febrero de 1947, José Luis Cano se quejaba desde las páginas de Ínsula de la injusta preterición de la autora:

«Ignoro si en Barcelona, donde Elisabeth Mulder va creando sin prisa y sin pausa su obra, tiene la autora de Preludio a la muerte la fama que en pleno derecho le corresponde. En Madrid no creo equivocarme si afirmo que sus libros y su doble personalidad de poetisa y novelista son casi ignorados por las gentes que se llaman de letras y por el público lector en general (quizá haya que exceptuar al femenino). Esto me parece una tremenda injusticia que no sé si achacar a la lejanía —en el espacio y en el espíritu— de los mundos literarios madrileño y barcelonés, que viven ignorándose cordialmente el uno al otro como herméticos compartimentos estancos».

Y uno de los amigos madrileños más constantes de la autora, el padre Félix García, reprocha16 el esnobismo de quienes, atentos a las novedades foráneas, «no se han enterado todavía de que escribe en un castellano acendrado, traspasado de fervor lírico, maravillosamente construido, esa gran novelista, confinada en Cataluña, que se llama Elisabeth Mulder, que resiste airosamente el parangón con los nombres más afamados y más sabidos de dentro y de fuera de la península. […] En el panorama actual de la literatura, el nombre cadencioso de Elisabeth Mulder es una cima a la que no han llegado todavía muchos críticos distraídos. Pero ahí está erguida, con su serenidad helénica, con su recogida intensidad, con su íntimo vigor, con su honda y sutilísima penetración, la poderosa personalidad de Elisabeth Mulder, afirmada en su arte, en su persistente oteo de paisajes y de almas, como si no escribiera para la servidumbre y el halago del día que pasa, sino para la recompensa del día que se consigue y queda».

Y prosigue el amigo su ditirambo con una sagaz caracterización de la obra mulderiana: «Yo admiro la sólida y armoniosa construcción de los libros de esta mujer singular, en la que se conjugan con tan rara perfección la fuerza, la elegancia y la hondura. Y la capacidad poética y creadora para dar vida a sus personajes y potenciar de riqueza y densidad interior lo visto y contemplado. La novelista elude sabiamente lo circunstancial, lo tópico, lo consabido, y se sumerge en la vida con desembarazo admirable, como quien está hecha a manejar pasiones, a sorprender matices y a buscarle a la vida su dimensión más humana y dramática. Y sin perder nunca el acento personal, la no buscada gracia de la imagen, la belleza sostenida de la expresión y del estilo trabajado, rítmico, de un equilibrio admirable. En Elisabeth Mulder hay una interior embriaguez que no descompone el tono sereno y a la vez apasionado de su voz. Quien sintió una vez el patético estremecimiento de Preludio a la muerte, y recorrió ese mundo sorprendente de El hombre que acabó en las islas —admirable de invención y realidad—, y vio en La historia de Java hasta dónde puede llegar el análisis prodigioso del misterio de las almas y de las cosas, y en los relatos poemáticos de Este mundo se encontró cuentos de acabada perfección, y en Alba Grey —la gran novela de ambiente cosmopolita— descubrió la obra capaz de hacer glorioso un nombre, comprenderá sin duda que saludemos en Elisabeth Mulder, por encima de frivolidades y desconocimientos de la crítica, a una gran figura de la novela actual, que tiene el secreto de la invención y el señorío del arte. Y el don de convertir en belleza cuanto alcanzan su voz y su mirada».

Pero los esfuerzos de los amigos no lograron romper la espesa capa de incomprensión que rodeaba la obra de Elisabeth Mulder. Y como durante las últimas décadas de su vida no volvió a publicar ninguna obra nueva (aunque desarrolló una intensa labor como conferenciante, requerida por ateneos y universidades), su nombre se fue borrando poco a poco en la memoria de lectores y críticos; y sus impedimentos visuales no hicieron sino agravarse con el tiempo. En la entrevista a Concha Fernández-Luna que antes mencionábamos confesará: «Trabajo por rachas. No soy regular ni metódica. Unas veces me ligo intensamente al ímpetu de la creación. Pero otras no hago nada. Nada en absoluto. Creo que, como autora, soy bastante bohemia. Vagabundeo en torno al tema o a su espejismo y sólo me sumerjo en él cuando me parece que es la hora H de ponerse a escribir. Y en ocasiones, ni eso. Vivo, simplemente». Esta tentación bohemia, esta necesidad de «vivir simplemente» fue sofocando poco a poco sus ganas de escribir. Con el paso de los años, además, había ido perdiendo muchos amigos y confidentes, empezando por su queridísima Dolly Latz17, una judía berlinesa que fue su discreta compañera durante años, su consejera y secretaria, su traductora y primera lectora, esa alma gemela que había soñado en alguno de sus poemas de juventud. Con ella solía participar en la curiosa tertulia de inspiración quijotesca El Trascacho, que se celebraba en el sótano de un palacio de la calle de Montcada, donde coincidía con otros escritores amigos, como Carlos Muñoz o Luis Santa Marina. Pero con los años Elisabeth Mulder fue apartándose progresivamente de los círculos literarios, inquilina perpetua en el palacio de sus recuerdos, vigía de palabras que se habían quedado ciegas. Bella como una estatua que desdeña la lepra del tiempo, murió el 28 de noviembre de 1987, como quien se marcha de puntillas de un país que ya no es el suyo. Sobrecoge comprobar que los periódicos que habían acogido su firma durante años no le dedicasen ningún panegírico, ni siquiera una desangelada nota necrológica. Y los muchos colegas que tantas veces le habían pedido ayuda económica y consuelo moral en las dificultades no tuvieron la delicadeza de dedicarle unas palabras agradecidas, unas palabras afectuosas, unas palabras meramente justas. Tal vez el recuerdo de Elisabeth Mulder los señalase y abochornase; tal vez, al evocarla, tuvieran que enfrentarse a su propio pasado, con su repertorio de cambios de chaqueta y servilismos abyectos, que los empujó a ser abnegadamente franquistas con Franco y arrebatadamente demócratas con la democracia, españolistas y catalanistas, castizos o cosmopolitas según dictasen las modas y las subvenciones. Y aquella Elisabeth Mulder, siempre quieta en su sitio, delataba sus traiciones y componendas.

Nuestra escritora se quedó atrapada en una tierra de nadie que no hizo sino tragarla a medida que pasaban los años. Hasta que su nombre se convirtió en una canción sin música, en una flor sin perfume, en un planeta sin sol. Ojalá esta edición antológica de su obra rompa para siempre ese inicuo cerco de silencio.

J. M. P.

1 La profesora María del Mar Mañas, en su tesis doctoral —luego refundida en un muy valioso libro, La narrativa de Elisabeth Mulder (Madrid, Fundación Universitaria Española, 2007)—, apunta que tal vez nuestra autora naciese en 1903, según su hijo se inclinaba a creer, ya que fue inscrita en el registro civil español y en el del consulado holandés con fechas distintas.

2 Publicada en La Vanguardia Española el 21 de noviembre de 1968.

3 A los lectores interesados en los vericuetos de esta relación, me permito recomendarles la lectura de mi obra Las esquinas del aire, publicada en 2000 por la editorial Planeta. Ana María Martínez Sagi (1907-2000) fue mujer muy celebrada en su momento, poetisa inquieta y afamada deportista que llegó, incluso, a ocupar un puesto de responsabilidad en la junta directiva del Fútbol Club Barcelona. Miembro activo del Club Femení i d’Esports y pionera del feminismo, su primer libro de poemas, Caminos (1929), fue muy agasajado por la crítica. Posteriormente publicaría Inquietud (1932), y muchos años después, tras un amargo exilio que la llevaría primero a Francia y después a Estados Unidos, Laberinto de presencias (1969). En muchos de sus poemas es visible la sombra inspiradora de Elisabeth Mulder.

4 En conversaciones privadas, Ana María Martínez Sagi me confió que fue el marido de Elisabeth Mulder quien exigió la retirada de Sinfonía en rojo, por considerar que en algunos poemas del libro se aireaban asuntos que atañían a su honra. Lo cierto es que, aunque Sinfonía en rojo no se adentra en escabrosidades, el tono de muchos pasajes revela una voz poética atormentada que tal vez pudo causar escándalo en círculos sociales timoratos. Y no menos cierto es que se ha convertido en un libro casi inencontrable, una pieza costosísima para sabuesos de la bibliofilia.

5 Aparecida en el diario vespertino La Noche, el 17 de mayo de 1930. La reproducimos íntegra en este volumen (pág. 329).

6 No debería descartarse, sin embargo, que fuese una petición o exigencia conyugal, pues Elisabeth Mulder vertía a veces en sus artículos opiniones sobre cuestiones sociales y políticas que habrían podido resultar incómodas o comprometedoras para Ezequiel Dauner. A partir de 1930, nuestra autora volverá a firmar con su nombre las colaboraciones en prensa, para no dejar ya de hacerlo nunca.

7 Además de ofrecernos versiones rimadas de estos grandes maestros de la poesía, Elisabeth Mulder hizo también, en diversos momentos de su vida, traducciones literarias de Pearl S. Buck (La buena tierra), Georges Duhamel (El notario de El Havre), Charles Morgan (La fuente e Imágenes en un espejo), Gina Kaus (Catalina la Grande) o T. E. Lawrence (Rebelión en el desierto). Además, a finales de los años cincuenta y primeros sesenta, tradujo multitud de libros divulgativos.

8 Concretamente para su número 262 (agosto de 1962, año xx), dedicado monográficamente a nuestra autora. El texto gustó tanto a Elisabeth Mulder que luego se incluiría, con leves variantes, en diversas reediciones de La historia de Java.

9 Para un estudio detallado de estos relatos primerizos y casi «clandestinos» de Elisabeth Mulder recomendamos la lectura del breve ensayo de María del Mar Mañas «Los cuentos de Elisabeth Mulder en Lecturas y Brisas» (Cuadernos para la Investigación de la Literatura Hispánica, núm. 27, págs. 167-192), así como mi semblanza «Elisabeth Mulder, alba y crepuscular» (Clarín. Revista de Nueva Literatura, año iii, núm. 17, págs. 47-56).

10 Publicada en el madrileño diario La Voz, el 18 de julio de 1935.

11 En el prólogo a Alba Grey, incluida en Las mejores novelas contemporáneas, vol. xi: 1945-1949, Barcelona, Planeta, 1969.

12 «El sexo débil», artículo publicado en La Vanguardia Española, el 14 de agosto 1947, pág. 7.

13 También aparecida en La Vanguardia Española, el 28 de diciembre de 1947, pág. 4.

14 En una entrevista publicada en el diario ABC, el 10 de junio de 1956.

15 En la revista La Jirafa (año IV, núm. 17).

16 En un artículo publicado en la tercera página de ABC, el 30 de julio de 1949.

17 María Dolores Latz (1908-1960) fue una mujer de exquisita sensibilidad y vasta cultura. Discípula de Max Reinhardt, cursó estudios en la Universidad de Frankfurt y fue profesora en la escuela Montessori de Roma, antes de llegar en una expedición pedagógica a España. Desde 1955 dirigirá en Barcelona la compañía Ciudad Condal y el Teatro Griego de Montjuich e impulsará muy diversas actividades escénicas. Traductora al español de Schiller y Rilke, dejó inéditos muchos poemas. También tradujo al alemán cuentos y obras teatrales de Elisabeth Mulder, y dirigió la reposición de Casa Fontana, con un elenco encabezado por Vicente Parra.

Sinfonía en rojo

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