Читать книгу Sinfonía en rojo - Elisabeth Mulder - Страница 14

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Pasaron algunos años durante los cuales Java, «la gata salvaje», quedó convertida en una especie de leyenda. Mil veces se intentó darle caza porque sus saltos inconcebibles e inesperados asustaban a caminantes y leñadores, y porque de noche, cuando surgía en algún recodo del camino o rondaba insidiosamente junto a algún caserío, sus ojos hacían creer en fantasmas y aparecidos, en brujas y chiribitas, y las muchachas que estaban en edad de temer al demonio cruzaban las manos sobre sus senos tiernos y huían aterrorizadas gritando: «¡Ave María purísima! ¡Lucifer! ¡Lucifer!». Y luego eran las mismas muchachas que en los atardeceres lloraban sin saber por qué.

Cuando los perros de guardia mezclaban a sus ladridos un tremante ulular de inquietud y tiraban frenéticamente de sus cuerdas hasta estrangularse, los hombres decían: «Es que huelen a la maldita gata», y salían a la puerta de sus casas buscando su rastro.

Se habían organizado varias batidas para cazarla como si fuera una bestia feroz, y habían resultado otros tantos fracasos. Java tenía un instinto prodigioso para el peligro y ninguna de las escopetas que salieron en su busca logró descargarse jamás en su cuerpo escurridizo. Tampoco cayó en las trampas que le pusieron ni comió el veneno que le prepararon. Los seis meses de convivencia con los hombres le habían enseñado la desconfianza y el desdén de las apariencias.

Pero a veces, durante meses y meses, nadie sabía nada de ella. Se retiraba a las montañas, refugiándose en algún peñascal remoto, en algún abismo tapizado de áspera verdura o cualquier cumbre gimiente, de árboles desmelenados por el frenesí de los vientos. Y allí vivía, en paz de cuerpo y de espíritu, bebiendo la dulzura de las grandes soledades.

Cuando regresaba a los bosques de la planicie los hombres le parecían más vulgares que nunca. Eran vulgares en sus voces y en sus gestos. Su bondad era vulgar. Y su crueldad era vulgar. Cuando ella atormentaba con su olor a los perros de guardia y estos cumplían su deber, y aullaban y tiraban furiosamente de sus sogas o cadenas denunciando la odiada presencia, los hombres salían y les daban una patada para que se callasen. Los hombres eran estúpidos y Java se vengaba de su estupidez dos veces al año robándoles sus estúpidos gatos, aquellos gatos «humanizados» que se habían dejado poner lazos y cascabeles.

Ella no los llamaba nunca, no los solicitaba, pero en febrero y en junio los gatos acudían, temblorosos y mayantes, buscando a la sirena de quien el aire que venía del bosque les había hecho confidencias voluptuosas.

Pero el amor de Java no se conseguía a la fuerza, y los gatos no tardaban en tener pruebas de ello. De entre sus garras poderosas, de entre sus crueles dientes, salían convertidos en piltrafas sanguinolentas. Java era mucho más fuerte que ellos, que se habían empobrecido a la sombra del hombre; y además tenía el recuerdo de aquel primer amor que habían querido imponerle, y cuando ese recuerdo tornaba a ella en las horas calenturientas del celo, veía rojo y vengaba su juventud en cualquier «guapo mozo» que se hallara a su alcance.

Y algunos de los gatos malheridos tenían fuerzas para huir, y huían, y otros se acostaban sobre la hojarasca y se morían con resignación.

Entonces Java partía despacio, oliendo el aire que tenía acres efluvios de sangre, o se echaba sobre el lomo, replegaba las patas y tendía el vientre a la luna.

Algunas veces había cedido a algún gato rebelde, perseguido y fantástico como ella, pero lo había hecho sin sumisión, y cuando las solicitudes del macho se prolongaban demasiado les ponía fin a dentelladas y zarpazos, venciéndolo y alejándose de él con su andar de bailarina de Batavia. Las citas de amor con Java sólo podían producirse cuando ella las fijaba.

Había tenido algunos hijos de esas pasiones fugaces, y en cuanto les había enseñado a buscarse el sustento y a valerse a sí mismos los abandonaba, olvidándolos con la misma facilidad con que había abandonado a sus padres. Java volvía pronto a ella misma, con el fervor de las estrellas, las soledades y los vientos alisándole el dorso ondulante que el amor había erizado.

Sinfonía en rojo

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