Читать книгу Sinfonía en rojo - Elisabeth Mulder - Страница 22

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Algún tiempo más tarde el hombre rubio vio que Java venía de la montaña y que no venía sola. La acompañaba un gatito esmirriado y miserable que mayaba débilmente y apenas lograba sostenerse sobre sus patas inseguras. Ese cachorro lamentable se parecía a Java extrañamente, como su caricatura, pero desprovisto de su dignidad y de su fuerza, y falto de su elegancia. Era, en verdad, el pobre fruto de un amor tardío, pasivo y sin ilusión.

Java lo había traído consigo porque era tan endeble que no sabía abandonarlo como a los otros, y ella tan vieja ya que le era imposible atender al sustento de los dos. Lo trajo, pues, al hombre rubio con una súplica muda, y él comprendió y, sin reproches, recogió al triste.

Pero a veces lo miraba a los ojos con curiosidad. No eran las pupilas de Java, eran distintas: amarillas, con estrías de un negro grisáceo, inquietas y salvajes, pero aterrorizadas, como si reflejasen un miedo permanente de espíritu acosado y en huida.

Mientras tanto pasó la primavera y, a principios de verano, Java comenzó a ver cosas extrañas en la casa del hombre rubio. Maletas, baúles, acalorado trajinar de un lado a otro. Vio un cesto en el que metieron a su hijo para ver si cabía bien en él, y otro cesto… ¿para quién? ¿Para ella? Sí, seguramente para ella. Su instinto le decía que el hombre rubio se marchaba y se llevaba a los dos, a ella y a su hijo.

Java salió a la huerta, turbada, y saltó al brocal del pozo y se puso a mirar en el agua negra la cara de la luna.

Luego, volvió a entrar en la casa y buscó al hombre rubio. Estaba sentado con un libro abierto sobre las rodillas, pero no leía: miraba por la ventana abierta la noche murmurante y blanca.

Una rana croaba solitariamente en el arcén de algún regato. Un pájaro nocturno daba de cuando en cuando chillidos espasmódicos. Un grupo de falenas grises evolucionaba ante la ventana.

Y el aire era untuoso y venía del mar. Java lo olía con placer y también el hombre rubio lo aspiraba deleitosamente. En las finas aletas de su nariz había una vibración sensual y anhelante.

Tal vez pensaba en la silueta iluminada de un barco en marcha a través de la noche. Tal vez seguía con la imaginación un camino movible tendido a un punto misterioso como él. Tal vez imaginaba otro cielo, otro país, la sonoridad extraña de otro lenguaje. Pero era un hombre remoto. Y extranjero en cualquier parte.

Java pasó algunas horas en contemplativo análisis, tratando de descifrar su frente, tratando de descifrar sus ojos. Y amando más que nunca la continuidad de su hermetismo.

Por la mañana, muy temprano, todo el mundo estaba levantado en la casa. Java oyó reír a las sirvientas, que se movían nerviosamente, preparando cosas. Y vio de nuevo los dos cestos. En uno de ellos su hijo se había quedado dormido, sin rebeldía. Java salió a la huerta y dio un mayido largo, hondo, que todos oyeron y que nadie comprendió.

Luego, dolorosamente, casi arrastrándose, huyó a las montañas.

Y no volvió más. El hombre rubio la esperó, la llamó, la hizo buscar por los alrededores. Demoró su partida, dejó abierta día y noche la puerta de su casa. Inútilmente. Ella estaba embriagándose en las cimas, bebiendo el licor de las grandes soledades.

Al cabo de algunos días el hombre rubio comprendió que Java no regresaría, que era siempre más fuerte que él. Y amándola cada vez más por la continuidad de su fuerza, partió, llevándose al cachorro.

Sinfonía en rojo

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