Читать книгу Trilogía completa "Un gin-tonic, por favor" - Estrella Correa - Страница 25
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TÚ, NUNCA
Álvaro me está abrazando y el tiempo ha vuelto a detenerse, pero esta vez no son cosas bonitas las que pasan por mi cabeza cuando lo siento tan cerca. No puede aparecer en mi vida y hacer como que nada ha ocurrido. Que no destrozó mi alma y se llevó lo que más quería: mi felicidad. Y lo que más necesitaba: a él.
Me separo bruscamente y no puedo hacer otra cosa que mirarlo con odio. Ahora, después de tantos años, logro entender lo que pasó, cómo lo sentí y cómo afectó a mi vida. Es difícil poner nombre y describir sentimientos tan intensos y dolorosos, pero forman parte de mi día a día y me he acostumbrado a vivir con ellos. Son compañeros de viaje, parte de mi familia. Después de tanto tiempo, a veces, recuerdos de aquella noche aún cruzan mi mente y vuelven a arrancarme la piel a jirones. He aprendido a vivir con ello, pero no por eso duele menos, al contrario. El tormento es más fugaz en el tiempo porque he aprendido a hacerle frente y anularlo en décimas de segundo, pero cuando aparece lo hace con tanta fuerza que durante un breve instante me aplasta el corazón y me deja sin aliento. Es desgarrador. Me anula. Todavía me pregunto por qué pasó sin encontrar respuesta. Aún hoy no puedo dejar de ahondar en mi memoria buscando explicación a algo que sé que cabe la posibilidad de que no la tenga, a por qué una persona que te ama puede hacerte tanto daño sin pensar en las consecuencias, sin pensar en cuánto puede cambiarte la vida y, lo que considero más importante, sin pensar en cómo eso te va a afectar y a cambiar a ti por dentro. Es complicado expresarlo. No me siento especial por aquello, pero sólo quien ha sufrido un trauma de esas características entenderá lo que sentí. No concibes cómo la persona con la que has vivido tanto tiempo, con la que has compartido tantos momentos, con la que has mimetizado tu vida, por la que has dejado tanto tuyo para ser más él, puede jugar contigo y con vuestro futuro de esa manera. Intentas convencerte de que realmente te quiso durante todo ese tiempo y que los errores se cometen sin querer. Intentas justificarlo, pero el tiempo me demostró que realmente yo no le importaba.
Nada. Después de ese suceso no hubo nada. Sólo un huracán que arrasó todo a su paso llevándose sólo lo bueno, dejando a la vista todo lo malo. Así es cómo lo sentí. No esperaba que se disculpara, ni siquiera lo quería. Sólo deseaba que el tiempo pasara rápido y el dolor se disipara. Qué confundida estaba, jamás lo haría. Que no se preocupara por mí, por mi estado, cuando todo el mundo sabía lo mal que lo estaba pasando, sólo hizo acrecentar mi desazón y darme cuenta de que realmente no me había querido nunca.
Desde aquel día dejé de ver la vida con los mismos colores, literalmente hablando. El sol nunca volvió a brillar como para deslumbrar, los tonos chillones se tornaron ahora apagados y nada era como yo lo veía con anterioridad. ¿O antes sólo veía a través de un cristal que filtraba la realidad a mi antojo?
También afectó a mis relaciones sociales. Me cerré durante muchos años, nunca he vuelto a ser la misma. La confianza no sólo la pierdes hacia esa persona, una traición así hace que reconsideres la humanidad del resto del mundo. No quise saber nada de nadie durante varios años. Aún hoy me cuesta relacionarme de manera más personal con la gente que no conozco. Aprendí que la confianza se pierde. Para siempre. Pero hacia todo el mundo, aunque sólo te haya fallado una persona.
Durante mucho tiempo miraba a mi alrededor y pensaba "pobres ilusos, creen que son diferentes". Así de cruel era, así de cruel soy. No creo en el amor fiel. No creo en la sinceridad pura. Las personas contamos lo que queremos que se sepa, lo que no, lo guardamos para siempre bajo cien llaves en un baúl con tres metros de hormigón encima. Y no lo critico. Intentamos sobrevivir en medio de una guerra por quién es quién. A nadie se le puede acusar de buscar la tranquilidad y la felicidad, sí se puede dudar de la forma de perseguirla de algunos. Todo el mundo quiere estabilidad y que le amen, todo el mundo está preparado para mentir, pero no para que su mentira salga a la luz y desmorone su perfecta realidad. Todo el mundo quiere encontrar su sitio.
La vida es un castillo de naipes. Un simple suspiro puede hacer que se derrumbe. Y por esa debilidad, ponemos todas las fortalezas y escudos a nuestro alcance para que eso no ocurra. Jamás entendí por qué Álvaro hizo aquello de aquella manera. A conciencia. Sabiendo que lo podía descubrir y, ahora lo veo más claro, dándome pistas para ello. Jamás llegaré a comprenderlo.
Encuentro excepcionalmente una cosa buena a todo lo ocurrido. Aprender, aunque de una forma muy dura, que la realidad no es lo que tenemos delante, sino todo lo que no vemos. Que las cosas no son como queremos que sean, sino como son en realidad por ellas mismas. Que todos mentimos, por amor, por compasión, por miedo, por dinero, por venganza, por odio, por intereses inconfesables, y que la única diferencia entre lo que me ocurrió y el resto del mundo, es que yo lo descubrí y el resto vive sin darse cuenta. Y tienen suerte, no me siento afortunada, crecí tanto con la experiencia que jamás podré volver a bajar a la altura donde las cosas se disfrutan de esa manera infantil que nos hacen reír sin parar, amar al ser humano tal y como es, aceptarlo, y sentir la bondad de las personas que nos rodean, por la simple razón de que son así y así debe ser.
Ahora disfruto más de las cosas sencillas. De un café con Sara. De un abrazo de Fernando. Pero no espero mucho más de la vida, o sería más correcto decir que no espero mucho más de las personas. Esto me lleva a pensar en Alejandro. Un tropel de reflexiones vuelve a mí y caigo en la cuenta de que estoy completamente enamorada de una persona que no conozco de nada. ¿Espero de él más que del resto del mundo? Sí, definitivamente la respuesta es afirmativa, pero, ¿por qué va a ser diferente? Miles de preguntas se agolpan en mi cabeza y me empieza a doler.
Sólo una afirmación reverbera entre tanta inconsistencia, algo que golpea con fuerza mis sienes, algo que sabemos, pero nos negamos a nosotros mismos. Algo que creemos que sólo es cierto para los demás, pero que para nosotros es diferente. Hace tiempo, alguien que me adoraba sin condiciones me dijo: "No trastes de entenderlo todo, a veces no se trata de entender, sino de aceptar. Nada es para siempre amor".
Desde luego que no lo era. Cuando Álvaro vuelve a intentar acercarse a mí, reacciono. Todo el resquemor acumulado en mis entrañas sale de mi boca.
—Sal de mi vista, maldito hijo de puta —le espeto mirándolo fijamente a los ojos.
Se queda de piedra. No esperaba que escupiera contra él de esa forma, pero ahora mismo sólo puedo sentir, no pensar, y nada es racional. Quiero que se vaya, que se aleje y nunca jamás pueda hacerme daño. No quiero volver a respirar el mismo aire que él.
—Tendrás mi dimisión encima de la mesa el lunes que viene —me iría antes de esta maldita galería, pero quiero ser responsable. Mi trabajo es muy importante. Durante mucho tiempo me ha dado la vida.
—No tienes por qué hacerlo.
—Ah, ¿no? —río cínicamente—. ¿Vengo a trabajar cada mañana y nos damos los buenos días? —está muy nervioso, no sabe qué hacer.
—Dame cinco minutos, déjame explicarte...
—¡No necesito ninguna explicación! ¡No la quiero! ¿Acaso no has dispuesto de tiempo durante estos últimos cinco años? ¡Aléjate de mí, joder!
Antes de darme la vuelta y poder salir de allí, alguien entra interrumpiéndonos.
—Álvaro, cariño, ¿por qué tardas tanto? —es Isabelle. Como sospechaba, esas confianzas de la modelo de Prada prueban fehacientemente que se tira al jefe. Mierda. Me importa una puta mierda. Se queda cortada al ver la tensión que hay entre nosotros. Su cara de confusión me indica que no sabe nada.
—Te dije que esperaras en el coche —ni siquiera la mira. Sus ojos están puestos sobre los míos.
—Pero...
—Vete.
Se da media vuelta y sale de la habitación. Cuento un par de segundos para no encontrarme con ella en el pasillo e intento salir detrás, pero su mano tira de mi brazo y me acerca tanto a él que nuestras mejillas se rozan.
—Nunca he dejado de quererte —me espeta.
No sé si reír, llorar o darle una bofetada. Tiene mucha gracia. La pesadilla de hoy es con creces la peor de todas. «Por favor, Sara, ¿puedes despertarme ya?». Pero el calor de su aliento sobre mis mejillas disipa la esperanza de que esto sea un mal sueño y esté a punto de terminar. Es real, está frente a mí y estoy muerta de miedo.
—Tú nunca me has querido —discrepo llena de ira. Le doy un empujón, esta vez más enérgico de lo debido y lo aparto con todas mis fuerzas.
Doy media vuelta y salgo del despacho. No debí volver aquí después de encontrarme con él en el restaurante del hotel. Esta vez no me arriesgo y voy a un lugar seguro. Mi casa. Pero, ¿cuál es ahora mi casa? Junto a Sara. Lo tengo claro. No puedo enfrentarme a Alejandro y a esto ahora. No puedo ocultarle algo así y se volverá loco en cuanto sepa toda la historia. He de distanciarme de todo y de todos. Me urge volver a nivelar el suelo que piso. Necesito concentrarme en respirar y poco más.
Somos quienes somos no por las circunstancias que hemos vivido, sino por cómo canalizamos todo lo bueno y lo malo que nos ocurre. Desechamos lo que nos resta y nos hace infelices y débiles. Guardamos lo que nos hace más fuertes, eficaces o, por lo menos, maduros para valorar lo que realmente es importante. Somos la suma de momentos, instantes, sensaciones..., de personas que han sido fundamentales en nuestras vidas. Entonces, ¿quién soy yo ahora?
Tumbada sobre el sofá, no puedo parar de llorar. Le he escrito a Sara diciéndole que venía a casa y cuando he llegado sólo ha tenido que abrazarme. Le he contado, como he podido, entre hipos, sollozos y lamentos, lo que me acaba de pasar y de lo único que tiene ganas es de salir a la calle, buscar "al cabrón hijo de puta ese y rebanarle los huevos y la polla a pedacitos". Yo también tendría ganas de hacerlo si no anduviera tan fuera de juego.
Conocí a Sara justo después de acontecimientos tan penosos. Clara se marchaba a cursar un Máster a Italia y nuestro contrato de alquiler terminaba en tres meses. Ninguna de las dos teníamos intención de renovarlo. Yo me iba a París a vivir mi sueño dorado. Después de los sucedido, no quise quedarme en aquel lugar de tantas doradas experiencias. No quería nada que me recordara lo que había pasado. Así que... Yo buscaba un piso para compartir y ella tenía una habitación de sobra. Pero no la busqué, la encontré por casualidad. En la cola de un Starbucks. Un tío estaba sobándome el culo y ella le dio una hostia con toda la mano abierta. No le tembló el pulso. Lo llamó degenerado y lo echó a patadas del local. Se convirtió en mi heroína. Es lo que deseaba hacer yo con el resto del mundo, pero no me atrevía. Sólo conseguí esconderme y esperar que el huracán Álvaro no me destruyera a su paso. Que dejara un pedacito y a partir de ahí empezar a recomponerme, a crecer. A día de hoy lo sigo haciendo.
Ella me salvó. Me acogió en lo que fue desde entonces nuestra casa. Me hizo ver que no todo es tan importante como para borrarte y hacerte desaparecer. Me hizo entender que las personas no somos perfectas y que además el amor las sobrevalora. No es que pensara que Álvaro encarnaba la perfección absoluta, conocía punto por punto sus imperfecciones, o eso creía, pero tal conocimiento lo hacía más real. Defectos, fragilidades, las singularidades de aquel chaval, me enamoraron e hicieron que perdiera la cabeza por él. Su mal despertar, su desgana, su forma de actuar con quien no le gustaba, su sonrisa perenne, su mala educación a veces, la brecha sobre su ceja... Todo formaba parte de él y yo lo aceptaba. Así que, después de mucho tiempo, lo perdoné. No conseguía estar tranquila conmigo misma y me convencí de que las cosas tienen un porqué. Quise zanjar hasta los mínimos detalles de aquel mal rollo. Empezaría por eximirnos de culpa a los dos. Lo hice. El perdón me dignificó (y mierdas varias que me dije a mí misma) y me sentí mucho mejor. O me convencí de ello.
Durante muchos meses los amaneceres fueron difíciles. A veces sólo conseguía tocar la dichosa paz durante la milésima de segundo que dura el estado de inconsciencia al despertarse tras un largo período de sueño. Clara me llamaba de vez en cuando muy preocupada (y aún lo sigue haciendo). Después de dejarme en el hospital y tener que viajar a otro país, no podía hacer otra cosa.
*******
Cinco años antes.
Llevo semanas sin comer y casi sin beber. Sobrevivo a base de Coca-Cola, que me pone muy nerviosa, y necesito tranquilizantes para dormir. Intento superar el día a día sin pensar en el mañana. No concierto una cita ni conmigo misma más allá de la hora siguiente. Paso sin pena ni gloria por la vida que sé que me estoy perdiendo. Es difícil. Todo a mi alrededor sucede a cámara lenta y paso segundos eternos intentando no caer al fondo del abismo.
Me acabo de despertar y me siento más mareada que de costumbre. Las nauseas son más intensas y el ardor de estómago está llegando a límites insospechados. Vivo por las mañanas el peor momento del día, vomito sólo de pensar que quedan horas para cerrar los ojos y fundirme con la oscuridad.
Intento llegar a la cocina y tragar, que no comer, un trozo de manzana, pero se queda en eso, en el intento. Mis piernas comienzan a flaquear, un frío sobrecogedor recorre mi cuerpo y de repente... todo negro. No siento nada.
Recobro la consciencia en el hospital. Me cuesta abrir los párpados más por cansancio que por ganas. Me he sentido tan a gusto en mi estado de inconsciencia que no me hubiera importado no despertar. La luz entra a través de mis pupilas y hace eco en la cabeza. Una punzada de dolor atraviesa mi sien. Vuelvo a cerrar los ojos. Después de un rato, la fuerza vuelve a mí y me enfrento a lo que está pasando. Tengo una vía en el brazo, la boca seca. Fernando está sentado junto a mi cama, dormido. No recuerdo qué ha pasado. No consigo unir las piezas del puzle. Alguien ha desperdigado los fragmentos de los últimos días de mi vida y no veo forma humana de recomponerlo. Intento moverme y Fernando se despierta. Me mira preocupado.
—Dani, ¿te encuentras bien?
—¿Qué... qué ha pasado? —un pinchazo se clava en mi estómago. Duele.
—Te desmayaste. Has sufrido un shock —intenta no enfadarse, pero no lo consigue del todo.
—Me duele —me quejo tocándome la barriga.
—Pediré que te den más calmantes —se levanta junto a mi cama.
—¿Recuerdas algo?
Lo miro contrariada.
—No…, lo siento… yo… yo…
—Sshh, no tienes que explicarme ahora nada. Necesitas descansar y recuperarte. Voy a avisar al médico —sale de la habitación dejándome sola. En ese momento entra Clara hablando bajito por teléfono. Está enfadada.
—Ni se te ocurra… —silencio—. Desaparece —es lo único que consigo escuchar. Cuelga justo después de decir eso. Supongo que piensa que todavía estoy dormida, o en coma, o yo que sé. Sigo sin saber qué ha pasado. Cierra los ojos, resopla y se toca la sien. Está muy preocupada, pero, ¡hola! ¡estoy aquí!
—¡Oh, Dios mío! —se abalanza sobre mí y me abraza—. Creí que estabas muerta, había mucha sangre...
¿Sangre? ¿Dónde? Me he cortado las venas y no me acuerdo. Soy gilipollas, ¿pero tanto? Se separa de mi cuerpo y miro mis manos, las muñecas las tengo intactas. Respiro tranquila. En ese momento entra el médico seguido por Fernando y un enfermero. Me toma la tensión mientras el doctor me hace extrañas preguntas. No entiendo nada. Mi cara no deja lugar a dudas. No sé de qué me está hablando.
—Señorita Sánchez, estaba usted embarazada de siete semanas. Ha tenido un aborto espontáneo. El problema más grave ahora mismo es su desnutrición aguda. La anemia que tiene ha podido ayudar a que el...
Dejo de escucharlo. Mis oídos zumban como si un centenar de abejas sobrevolaran alrededor. Un sudor frío recorre mi espalda y miro avergonzada a Fernando y a Clara que me observan con cara de pena. Lo saben. El médico ya ha debido de hablar con ellos. Todo el mundo necesita que en algún momento de su vida alguien le dé un toque en la espalda y le diga que la está cagando mucho, que tiene que cambiar y que ha llegado la hora. Yo no necesité ese toque de atención. A mí me vapuleó la noticia de la pérdida de un bebé de Álvaro. Ningún ser querido me dijo que había llegado el momento de ser responsable, que había que hacerse mayor. A mí me dieron con un bate de béisbol en la cabeza sin avisar para que me apartara.
Ese fue mi punto de inflexión.
Y desperté.