Читать книгу Trilogía completa "Un gin-tonic, por favor" - Estrella Correa - Страница 30

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QUÉDATE

Hablar con Sara me sienta bien. He dejado de querer morirme y resucitar en las Islas Phi Phi. La idea de estar allí en estos momentos tumbada en una hamaca sigue rondando mi cabeza, pero ahora tengo más ganas de enfrentarme a lo que viene. Ya visitaré Tailandia en vacaciones, una vez mi vida abandone este desastroso caos.

Hace frío. El mes de noviembre ha entrado con fuerza y definitivamente la temperatura ha bajado bastante. Salimos del restaurante y nos despedimos con un abrazo. No he vuelto a ver a Alejandro ni a Álvaro. Deben de estar en los reservados ubicados en la planta de arriba. Sólo aptos para bolsillos adinerados. Nada que ver con los nuestros, donde sólo hay céntimos, algún chicle y… (meto la mano y encuentro algo) vaya, un pendiente que perdí hace unos meses.

Intento terminar pronto el trabajo. Álvaro me ha pedido que le deje toda la documentación sobre la mesa esta tarde. Lo tengo casi todo preparado, sólo me falta ultimar algunos detalles y me iré. Miro el reloj y compruebo que son las cinco de la tarde. La comida de negocios ha debido alargarse. Con suerte, salgo de aquí sin tener que encontrármelo. Me animo diciéndome que ya me toca tener un poco de suerte.

Apago el ordenador, me pongo la chaqueta, cuelgo el bolso sobre mi hombro derecho, adecento mi mesa y cojo la última carpeta. Antes de cerrar la puerta, apago las luces y compruebo que todo está en su sitio. Me gusta dejarlo todo ordenado y recogido.

Entro en el nuevo despacho de Álvaro, antes lo utilizábamos de improvisado almacén, y me doy cuenta de lo cambiado que lo han dejado en tan poco tiempo. En horas. Han hecho un gran trabajo. No es presuntuoso ni nada por el estilo, más bien parece el despacho de un artista. Un gran cuadro de Tom Wesselmann cuelga de la pared tras su mesa. Es Smoker#9. A Álvaro siempre le ha fascinado el Pop Art, movimiento artístico que estudiamos en la universidad y sobre el que hablamos durante tardes enteras tumbados sobre la cama. Con él encima o debajo de mí. Álvaro quería adornar las paredes de casa con obras de Andy Warhol, "para realzar el valor de la cotidianeidad de la vida y ensalzar los momentos diarios, los importantes de verdad".

Le encantaba este movimiento por todo lo que lo rodeaba. Artistas que luchaban contra la desigualdad, queriendo que el arte llegara a todos los sectores de la sociedad. Con imágenes sencillas y objetos cotidianos intentando reflejar la realidad del momento. Fácil de comprender y asimilar, las pinturas luchaban contra la corriente artística de aquel momento, el Expresionismo Abstracto, identificado con la parte elitista de la sociedad con la que no se sentía identificado.

Me doy cuenta de que no conozco a Álvaro. Me lo imaginaba viviendo en París, Londres o Nueva York, en un apartamento de un barrio de artistas adinerados como el SoHo o TriBeCa. Vendiendo su obra sin especular con ella. Haciéndola llegar al más desfavorecido. Siempre he sabido que su familia tenía dinero, pero él, desde que recuerdo, ha sido un hippy rebelde que luchaba contra el sistema. Ahora ya no es así. Ha cambiado la lucha contra la homogeneidad del sistema y el consumismo por la frialdad de la mejor venta o el más prometedor negocio. Se ha convertido en un empresario tópico al que sólo le importan las ganancias que obtenga. Por eso no entiendo por qué ha colgado ese cuadro ahí. Esa obra es una declaración de intenciones que, por supuesto, desentona con su identidad actual.

El arte, además de belleza, entraña sentimiento, pasión, una forma de ver la vida, una manera de expresar los pensamientos. Una forma de ser. No cuelgas un cuadro en la pared porque quede bien con el sofá o con el mueble del salón. Lo eliges porque te sientes identificado, porque dice algo de ti, por lo que te hace sentir. No entiendo por qué se ha decidido por esta obra en concreto.

Admiro el Wesselmann con los ojos muy abiertos. La conozco de sobra, pero me impresiona verla tan de cerca, tan sensual y provocadora. Unos labios rojos de mujer sobre un fondo blanco, y sobre el lado derecho del labio inferior cae un cigarrillo humeante. Simple y rebelde. No puedo dejar de admirarlo. Me tiene completamente atrapada. ¿Será el original?

—Es auténtico —escucho a mi espalda.

Parece que supiera lo que estaba pensando. Es él. El joven rebelde y desgarbado que desapareció y volvió a mi vida cinco años después convertido en gran empresario atractivo y demoledor para ponerlo todo patas arriba. Giro sobre mis tacones y mis ojos se encuentran con los de Álvaro. Está apoyado sobre el quicio de la puerta. Con los brazos y las piernas cruzadas. Relajado. Me pregunto cuánto tiempo lleva ahí. Desconecto nuestras miradas e intento escapar, pero su cuerpo cubre todo el espacio interponiéndose en mi camino.

—Déjame salir —intento parecer categórica.

—No. Hasta que me prometas que no dimitirás.

—No puedo prometerte eso —descruza los brazos, camina un paso hacia mí y me asusto lo suficiente como para que lo haya notado.

—Tranquila, no voy a tocarte… si no quieres—. Me relajo sólo un poco. Después de todo, su palabra no vale demasiado para mí.

—Quédate. Prometo no acercarme a ti. No te tocaré, no lucharé por volver a tener lo que un día tuvimos.

Su última frase me aflige. No sé por qué, pero ha tenido eco en mí. No quiero que luche por lo que un día tuvimos, pero me ha recordado lo que significamos hace tiempo el uno para el otro y me entristece pensar lo que pudo ser y lo que no será jamás. Levanta el brazo derecho para tocarme con la mano, pero se da cuenta de lo que acaba de hacer y vuelve a bajarlo.

—No lo dejes todo. Mereces recoger lo que has sembrado. Ya decidirás qué hacer cuando esta exposición se disuelva.

Lleva razón, pero arriesgo demasiado. No sólo me preocupa mi relación con Alejandro. También mi salud mental. Me costó años recuperarme del Huracán Álvaro. No quiero volver a aquello. Ahora soy más fuerte. He aprendido a sobrevivir, pero el temor a que todo se vuelva a repetir es demasiado fuerte.

—Necesito pensarlo —cierro los ojos y suspiro.

—Como quieras —se resigna.

Sobre la mesa dejo la carpeta que aún tenía abrazada a mi cuerpo, y que me ha servido como improvisado e imaginario escudo ante Álvaro, y camino hacia la puerta. Paso por su lado y una pregunta me frena en seco.

—¿Le quieres? —nuestros cuerpos están situados uno al lado del otro, mirando en distintas direcciones. Nuestros brazos se rozan sin llegar a tocarse. No nos miramos.

—Sí —no titubeo, es lo que siento.

—¿Como me quisiste a mí? —no contesto.

No sabría responder a esa pregunta. El amor es complicado y confuso. No se trata de a quién se quiere más sino cómo se quiere. De todas formas, no merece que le conteste. Me abandonó a mi suerte. Y ni siquiera se preocupó por mi estado cuando sufrí el aborto espontáneo. No me quiso y no le debo nada. Ni siquiera la respuesta a esa pregunta. Suspiro.

—Eres muy injusto —digo mirando al suelo.

—Lo sé, pero dime la forma de olvidarlo todo, de apartarme de ti ahora que te he encontrado, y lo haré.

—No puedo. Yo jamás logré olvidarte, pero no significa que no lo tenga superado. Te he recordado cada día durante todos estos años —suspiro—, pero aprendí a vivir con ello y conseguí que no me hiciera daño.

—Me destroza verte con él —confiesa. El dolor se refleja en su voz.

—Podrás soportarlo. Haz lo mismo que la última vez. Vete sin mirar atrás.

Salgo de la oficina a la calle y tomo una gran bocanada de aire fresco impregnado de humedad. Me asalta un único pensamiento. Hablar con Alejandro y contarle lo antes posible qué representó Álvaro en mi vida. No quiero mentiras entre nosotros. Prefiero la verdad mil veces aunque sea cruel y conlleve problemas. Y estoy segura que los conllevará. Alejandro es un hombre difícil, además de posesivo, dominante, celoso, terco y desconfiado. No estoy segura de cómo se tomará que su hermano y yo estuviésemos enamorados durante cuatro años, que me dejara embarazada y se largara, y de que haya esperado tanto para contárselo. No entenderá por qué no lo hice en cuanto lo vi el primer día. Que fue… anteayer. Parece que hace mucho más tiempo.

Entro en casa de Alejandro. Claudia está en la cocina empezando a preparar la cena. Sólo son las seis y media, pero lo deja todo dispuesto cada día antes de irse a las ocho.

—Buenos tardes, señorita Sánchez. ¿Desea comer algo?

—Buenas tardes, Claudia. No, gracias. ¿Está Alejandro? —digo camino de su despacho.

—El señor todavía no ha llegado —grita un poco para que pueda escucharla. Paro y giro sobre mis cansados pies. Entro en la cocina.

—¿No ha llamado? —miro el móvil y compruebo que no tengo llamadas ni mensajes de mi dios. No me extraño demasiado. Aún es temprano para una persona tan ocupada como él.

—No, lo siento.

Me quito la ropa y decido darme un baño relajante con espuma. La inmensa bañera de mármol estilo bathtub me llama a gritos. Tras mi tranquilo y largo baño de espuma y aceites de varias esencias diferentes me visto con unos pantalones de algodón corto blancos y una camiseta de Alejandro de mangas largas gris que me llega hasta las rodillas, y vuelvo a la cocina. Claudia está terminando de hacer la cena y recogiendo todo los enseres que ha utilizado.

—¿Desea cenar?

—No, gracias. Esperaré a Alex.

Me despido de ella hasta mañana y decido tumbarme sobre el sofá del salón y leer la novela que me tiene entusiasmada mientras mi ocupado novio decide si es buena hora o no para aparecer por casa y estar junto a mí.

Despierto y todo está oscuro y en silencio. Me incorporo y me siento al borde del sofá. Miro el reloj y compruebo que son más de las once y media. Instintivamente levanto la cabeza en dirección al despacho, pero no veo luz tras la puerta. De todas formas decido cerciorarme, me incorporo y camino descalza hasta allí. Empujo la puerta entornada y la oscuridad y sobriedad del lugar me rodean. Me siento en el gran sillón de cuero marrón chocolate. Agarro el borde de la mesa con las manos e impulso la silla junto con mi cuerpo hacia delante.

Miro alrededor. Todo habla de él. La mesa robusta, el cómodo e inmenso sillón, la elegancia de la estancia, la sensatez y la madurez de la decoración. También es una declaración de intenciones, como el cuadro de Álvaro, pero esta vez concuerda a la perfección con lo que conozco de él. No hay mentiras ni verdades a medias. Lo que ves es lo que hay.

«Sólo falta información».

Mi yo más cruel me recuerda que tengo que hablar con él y lo enfadada que estoy por ello.

Apoyo la espalda en el respaldo del sofá y respiro. Huele a él. Su olor me reconforta y me relaja tanto que, sin darme cuenta, me quedo dormida.

—Estás aquí —escucho una voz suspirar cerca de donde me encuentro. Sus brazos rodean mi delgado cuerpo, tiran de él y lo apoyan sobre su regazo. Abro un poco los ojos y veo su cara de preocupación.

—¿Ocurre algo? —susurro. Acaricio su mejilla con el dorso de mis dedos.

—No te encontraba —le cuesta decirlo. Me deja sobre la cama y comienza a desnudarme.

Agarra mis tobillos con ambas manos y sube lentamente acariciando mi pierna. Cuando llega arriba, agarra mis pantaloncitos, tira de ellos hacia abajo. Vuelve a subir besando cada centímetro de mi piel y su calor penetra en mí. Puedo notar como el vello se va erizando por las zonas que sus labios tocan.

—Eres preciosa —me relaja a la vez que me excita.

«Prometiste no dejar que te tocara hasta conseguir que se abra a ti».

No recuerdo haber dicho eso.

«Yo creo que sí».

No tengo fuerzas ni ganas para hacer caso a mi estúpido inconsciente que pretende que lo aparte y lo obligue a dejar de hacer eso que está haciendo que se le da tan bien y que tanto me gusta. Pero todavía me apetece menos enfrentarme mañana por la mañana a mí misma y llamarme imbécil redomada por no controlar mi cuerpo y mi libido, y por no ser fuerte y de convicciones firmes. Alejandro me distrae, pero tengo que aprender a controlar lo que me provoca.

Me quita la camiseta y, justo antes de que consiga bajarme las bragas, me incorporo, me pongo de pie junto a la cama y cruzo los brazos intentando tapar mis pechos. No sabría descifrar la expresión de su cara.

—Tenemos que hablar —digo decidida. Al menos, he intentado sonar diligente.

—¿Ahora? —un esbozo de una confusa pero divertida sonrisa se asoma a su cara.

—No sé nada de ti, ¿dónde has estado?

—Trabajando —se baja de la cama, se sienta en el borde frente a mí y se toca la sienes con los dedos. Está cansado.

—Es surrealista. Ni siquiera sé donde trabajas.

—Torre de Cristal. Piso 212 —dice atropelladamente—. ¿Puedo follarte ya?

No. Pero su sonrisa de pícaro me desarma. Alarga el brazo y rodea mi rodilla derecha con su mano izquierda. Tira hacia sí y me quedo de pie ante él, que sigue sentado sobre el borde de la cama. Hace lo mismo con la otra y sube acariciando mis muslos hasta llegar a los glúteos y masajearlos. Agarra las braguitas por el elástico y la baja lentamente, dejándome completamente desnuda y expuesta. Me obliga a levantar un pie y después otro para quitármelas y las tira sobre la mullida alfombra. Gimo.

Se levanta y poco a poco se desabotona la camisa que pronto se encuentra en el mismo sitio que mi ropa interior. Su perfecto torso me fascina. Sus abdominales ondulan celestialmente su estómago; su pecho definido; sus fuertes y tonificados brazos.

Se quita los pantalones y los bóxer de Hermès de quinientos euros, que se amontonan ahora también sobre la alfombra. La masculinidad que irradia es fastuosa. Me deja sin aliento. Vuelve a sentarse en el borde de la cama y agarra mis caderas.

—Necesito sentirte. Estar dentro de ti es lo único que me tranquiliza.

Tira hacia sí y me sienta a horcajadas sobre él, introduciéndose en mí sin prisas. Cuando me tiene completamente empalada, gruñe. Siento cómo me llena, cómo su miembro se amolda a mi cavidad, hinchándose, haciendo hueco para caber entera. Me abraza.

—No soportaré que te aparten de mí.

No sé si he escuchado bien, me da la sensación de que ni siquiera se ha dado cuenta de que lo ha dicho en voz alta. Nadie podrá apartarme de él. Por supuesto que no.

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