Читать книгу Trilogía completa "Un gin-tonic, por favor" - Estrella Correa - Страница 28
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SOY TUYA
—Por favor —suplico—, estás jugando sucio —vuelvo a tirar de mi mano sin conseguir soltarme del agarre de Álvaro.
—Él tampoco juega limpio, te lo aseguro —dice a escasos centímetros de mi boca —¿qué querrá decir con eso?
—Tú… sabías…
—Por supuesto que no. Sólo quería que conociera a alguien especial —sus ojos brillan—. Dani, yo…
En ese mismo instante escuchamos pasos en el pasillo. Alejandro se despide de quien hablara por teléfono. Álvaro se aparta de mí justo un momento antes de que su hermano aparezca por la puerta mientras guarda el móvil en el bolsillo interior de su chaqueta. Mi cara lo alerta de lo nerviosa que me encuentro y, antes de sentarse, se acerca y se arrodilla junto a mí.
—¿Te encuentras bien? —me recompongo y lo miro intentando esbozar una sonrisa. No sé si lo consigo.
—No es nada. Sólo estoy un poco cansada.
—Cenamos y te meto en la cama —me da un corto pero cálido beso que consigue tranquilizarme un poco y vuelve a sentarse en su silla. Se gira ahora a su hermano.
—¿Habéis hablado ya sobre trabajo? —me empieza a arder el estómago y el fuego sube hasta mi garganta. No entiendo nada. ¿Sabe que nos hemos visto esta mañana?—. Álvaro es el dueño de la galería —me mira y sonríe—. Creo que trabajareis juntos durante algún tiempo —suspiro para mis adentros.
—Acabo de llegar a la ciudad. No he tenido tiempo de visitar D'ARTE todavía —«¡Será mentiroso!»—. Mañana por la mañana tengo intención de acercarme —dice clavando su mirada en la mía y enfatizando la palabra intención—, y, ¿cuándo será la boda? —Álvaro intenta parecer relajado sin conseguirlo.
—Pronto —asegura Alejandro.
Me supera la situación, me saca de mis casillas. No quiero engañarlo, pero tampoco estoy dispuesta a aguantar tantas sandeces. No puede decidir por sí mismo y sin más cuándo nos vamos a casar. Es más, no pienso hacerlo. No ahora mismo. Llevamos muy poco tiempo juntos. Y ni siquiera me lo ha consultado.
«Ni si quiera te lo ha pedido, Dani».
Eso. Arggg.
Estoy harta. No aguanto más. Me levanto como un resorte.
—Tengo que irme —ni me preocupo en buscar una excusa. Si no sabe lo que me pasa es que es demasiado tonto. Agarra mi mano y tira de ella.
—¿A dónde vas? —no quiero tener esta conversación delante de Álvaro. Ya le gritaré hasta quedarme afónica cuando estemos solos.
—A casa —no va a dejar que me vaya así como así. Decido dar pena, mi otra mejor opción. La primera, ahogarme con una aceituna, la he desechado antes—. Estoy un poco cansada —no debatirá si cree mi malestar. Y no miento, me estoy volviendo loca.
—Está bien. Nos vamos —se levanta, se abotona la chaqueta y vuelve a envolver mi mano con la suya.
—Tú puedes quedarte —sugiero. Me vendría bien olvidarme del mundo en mi casa durante un buen rato, pero no me hace caso. No sé ni por qué lo intento. Mira a su hermano.
—Lo siento, tenemos que irnos.
—No te preocupes —se pone de pie también—. Ella es lo más importante —y esto último lo dice sin apartar la mirada de mí.
Intento que esos ojos negros no me atrapen, pero es imposible luchar contra la profundidad de la que emanan. Los hermanos se funden en un cariñoso abrazo y la culpabilidad me aplasta como una losa de mármol de cien kilos. Alejandro no me suelta y Álvaro no deja de mirarme. Y yo… quiero salir, irme, volar, ¡ya!
No hablamos apenas durante el camino a casa. A pesar de la culpabilidad y la desazón que siento por la idea de que sean hermanos, no me puedo olvidar de que Alejandro ha decidido por su cuenta que nos casemos. Nunca antes me han pedido matrimonio, pero no debería formularse así, ¿no? No espero rosas, corazones y purpurina, pero por lo menos hablarlo juntos antes de anunciarlo.
Bajo del coche. No espero a que Carlos o Alejandro me abran la puerta. Salgo enfadada en dirección al ascensor. No hablamos mientras sube cada una de las plantas. La tensión se respira en el ambiente. Entramos en el ático y voy directa a la habitación, no quiero hablar. Podría decir algo de lo que luego me arrepentiría. Normalmente no filtro, cuando estoy enfadada ni siquiera pienso. Me quito la camiseta.
—¿Se puede saber qué diablos te pasa? ¡No puedes estar tan enfadada porque quiera pasar el resto de mi vida contigo! —qué obtuso. Le tiro la camiseta que sostengo en la mano a la cara. La coge al vuelo.
—¿Cuándo pensabas decírmelo? ¿Y si no quiero casarme? Por dios, ¡nos conocemos de hace cinco putos minutos! —levanto los brazos exasperada.
—Créeme. Ocurrirá.
La seguridad y contundencia con las que lo afirma me sacan de quicio. Algunas veces puede ser realmente desesperante. ¿De verdad que no lo entiende? Aún siendo un hombre, terco y cabezota a niveles exagerados, debería estar al tanto del tema. El cabreo se multiplica por dos al darme cuenta de que ha clavado la mirada en mis pechos, envueltos en un sujetador de encaje celeste cielo. ¿En serio? Resoplo.
—¿Te importa dejar de mirarme las tetas cuando estamos discutiendo?
Me giro y dirijo al cuarto de baño a ducharme. Me extraña, pero no me sigue. Termino de desnudarme y abro el grifo. Levanto el brazo a la altura de mis hombros y toco el agua que cae en cascada. Cuando noto que está lo bastante caliente, me quito la gomilla que me tenía atado el cabello y, antes de que las puntas rocen mi espalda, Alejandro enreda los dedos de su mano derecha entre los mechones de mi pelo, tira de ellos obligándome a ladear la cabeza y me muerde el cuello.
Gimo por la sorpresa y la sensación del roce de sus labios calientes sobre mi piel consiguen hacerme estremecer. Me da la vuelta y me besa apasionadamente. No quiero seguirle la corriente, aún estoy muy enfadada, pero no puedo luchar contra él. Perdería. Empuja mi cuerpo desnudo contra el suyo completamente vestido. Nos lleva hasta debajo de la ducha y el agua cae calando mi piel y su ropa.
Enredo mis manos entre sus cabellos y lo atraigo más hacia mí. Me muerde el labio inferior y yo jadeo extasiada. Se aleja un momento y sonríe complacido. Sabe que me tiene exactamente donde quiere. Suelta mi cabello y me agarra de las caderas instándome a que rodee su cintura con mis piernas. Lo hago. Me apoya contra la pared sin parar de besarme desesperado. Separa un poco nuestras pelvis y con la mano derecha se quita el botón, baja la cremallera del pantalón del traje, saca su duro miembro y se adentra en mí de una fuerte estocada. Anhelando mi estrechez, jadeamos al unísono.
—Eres mía —ruge conectando nuestras miradas. Con los ojos vidriosos intento hacerle saber que es cierto. Le pertenezco sin remedio, pero con la siguiente estocada entiendo que quiere escuchármelo decir.
—Soy tuya —grito.
A un ritmo enloquecedor.
Entra y sale.
Entra y sale.
Sin compasión.
Mi espalda pegada a la pared resbala arriba y abajo ayudada por las baldosas mojadas. Después de una eternidad durante la cual le ha dado tiempo a jugar con mi cuerpo de mil maneras distintas…
—Alejandro —suplico.
—¿Qué quieres, pequeña?
—No puedo más.
—No te corras hasta que yo te lo diga —dice con seguridad y arrogancia, pero esta vez no me molesta en absoluto. Todo lo contrario. Su voz dominante consigue que me derrita un poco más y me lleva más cerca del abismo.
Entra fuerte.
Sale despacio.
Entra fuerte.
Sale despacio.
Introduce su mano derecha entre los dos y masajea mi hinchado clítoris haciendo círculos con el dedo pulgar. Gimo. Acelera sus acometidas y el ritmo se vuelve apetitosamente violento. Cuando me ordena "ahora", su voz produce en mi cuerpo el efecto deseado. Y caigo en picado desde el séptimo cielo a la velocidad de la luz. Un rayo atraviesa mi cuerpo sin olvidarse ningún rincón. Siento cómo se derrama dentro de mí y mi cuerpo se tensa de nuevo preparado para volver a empezar en cualquier momento.
Nunca había sentido el sexo de esta manera tan intensa. En mis anteriores relaciones sexuales disfrutaba del momento, pero, en cuanto terminaba, deseaba que se apartaran de mí y no me tocaran. Ni por asomo me apetecía volver a empezar de nuevo.
«Te olvidas de Álvaro».
Inconsciente cruel, déjame en paz.
Álvaro personaliza otra historia. He estado manteniendo su recuerdo tan a raya que lo considero un sueño, algo que sucedió en otra vida. Así lo he sentido hasta que ha vuelto a entrar y me ha recordado que fue real, no una pesadilla como llevo tantos años repitiéndome. Sí, existió, pero tanto lo bueno como lo malo. Y esto último, arrasó todo lo demás a su paso.
Despierto de mi inoportuno ensimismamiento al notar cómo Alejandro sale de mí. Vuelvo del planeta Álvaro y me regaño por pensar en él en estos momentos. Soy una idiota redomada que tiene que controlar sus sentimientos. Me perdono porque persisto en el estado de shock que me provoca cada coito. Si necesito echar mano y aplicar las técnicas aprendidas en la terapia, lo haré. No puedo volver a ponerme en peligro y permitirme caer en el abismo.
Sigo enfadada con Alejandro, pero dejo que me lave y me seque en silencio. Cuando termina, me coge en brazos y me tumba junto a él desnuda en la cama.
—Te quiero —susurra en semi penumbra. Durante unos segundos no contesto. No dudo de lo que siento por él, dudo de que esto termine bien.
—Te quiero —le respondo convencida. Me besa y aprieta mi espalda contra su pecho rodeándome con sus grandes, fornidos y tatuados brazos.
Suena el despertador y giro mi cuerpo sobre sí mismo buscándolo para apagarlo. No está donde debería. Abro los ojos y la luz que entra por la ventana me deslumbra. Me tapo la cara con las manos, pero he tenido tiempo suficiente para darme cuenta de donde estoy. Y de quién no está a mi lado.
Las cosas van tan deprisa que no me he acostumbrado a despertarme en esta cama. No quiero confundir, no deseo estar en ningún otro sitio ahora mismo, pero eso no quita que prefiera que las cosas vayan más despacio. No conozco a Alejandro de nada. Ni siquiera sé dónde trabaja. Es surrealista. Vivo con una persona que sale por la mañana y no sé a dónde va. Tenemos que hablar. De demasiadas cosas. No puede decidir él solo algo tan importante como el matrimonio. No voy a casarme con él. Al menos no todavía.
«Dilo tres veces seguidas y, con suerte, empiezas a creértelo». Resoplo.
Me quito las manos de la cara y vislumbro la belleza de la habitación. Simple, pero majestuosa. Paredes grises y muebles de madera y acero. Lo mejor de todo, la cama. Juraría que mide dos metros de ancho. Me incorporo y me siento en el borde, posando los pies en el tibio suelo de madera. Caigo en la cuenta de mi completa desnudez. Voy hacia la cómoda y abro el primer cajón. Cojo una camiseta y la huelo. El olor, su olor, inunda mis fosas nasales y me eriza todos los vellos de la piel. Me la pongo y bajo a la cocina. Escucho ruido dentro y me imagino que el objeto de mi deseo está desayunando mientras lee el periódico. Puede que esté desnudo.
«No flipes».
Me retraigo al ver a una mujer de unos cincuenta años, de metro sesenta, con el pelo castaño recogido en un moño y un delantal rojo puesto. «Deberías haberte puesto bragas». Ni que lo digas. Nota mi presencia y se vuelve.
—Buenos días, señorita Sánchez —sonríe. Estoy un poco avergonzada. ¿Qué estará pensando de mí? No digo nada—. Soy Claudia, la asistenta del señor Fernández —rompe el silencio y sonríe.
—Buenos días, llámeme Dani, por favor —me siento en un taburete detrás de la gran mesa de color blanco. El frío del cuero atraviesa mi trasero desnudo. Miro a ambos lados buscando a Alejandro sin encontrarlo. Se da cuenta.
—El señor salió hace más de dos horas. No duerme demasiado —esto último lo dice más para ella que para mí. Su tono de preocupación no me ha gustado nada.
Miro el reloj y son las ocho de la mañana. ¿Se fue a las seis? Definitivamente no duerme lo suficiente. Me tuvo entretenida hasta más de las dos. Al recordar lo de anoche bajo la ducha, mi libido irrumpe con saludos entusiastas. Por dios, no llevo bragas.
—¿Qué desea desayunar?
—No se preocupe, puedo hacerlo yo —sí, puedo hacerlo yo, pero estoy sentada porque no llevo ropa interior. Que me disculpe Claudia esta mañana.
—Es mi trabajo. Me gusta sentirme útil —no lo dice con acritud. La acabo de conocer, pero su semblante irradia dulzura y educación. No la imagino alterada.
—Café, por favor —le sonrío.
—El señor me dijo que le preparara al menos tostadas. Anoche no cenó nada —suena a reprimenda. Deja un plato con dos rebanadas de pan y el café delante de mí. Cojo la taza y le doy un sorbo—. Me gustaría que me dijera cuáles son sus comidas preferidas para poder hacer la compra.
—Cualquier cosa, tengo muy buena boca.
De repente me doy cuenta de dos cosas. Una, que, como ya sabía, no tengo filtro, no es una frase que diga una señorita refinada. «No veo ninguna por ningún lado». Muy gracioso. Y dos, me viene en tropel el recuerdo de la última vez que la dije y a quién fue: a Alejandro. La noche que me invitó a cenar a aquella casa tan maravillosa en la sierra de Madrid. Comimos uvas con queso y salmón. Recuerdo que llegué aterrada sin saber muy bien qué hacía allí. Esa noche fue la primera vez que dormimos juntos. Fue especial. Tengo que pedirle que me vuelva a llevar. Termino el café en pocos minutos, me ha sentado bien.
—Gracias por el desayuno, Claudia —me levanto.
—No ha comido nada. El señor se enfadará.
—No tiene por qué enterarse —le guiño un ojo a la vez que sonrío.
No me quedo a comprobar su respuesta a mi implícita proposición. Dudo si será mi cómplice o me delatará ante su jefe, mi arrogante, irascible y dominante dios griego del sexo que me tiene completamente obsesionada.
Me dirijo al dormitorio y me visto deprisa. No quiero llegar tarde, aunque no tenga ganas de verme las caras con él. Salgo corriendo por la puerta y, justo antes de cerrar, vuelvo a darle las gracias a Claudia y me despido de ella.
Presiento que no va a ser el mejor día de mi vida, pero mi vestido camisero azul de mangas largas con cinturón marrón a juego, mis tacones de ocho centímetros y mi bolso de cuero del mismo color, me suben la moral conforme camino por la calle y reparo en mi reflejo en los escaparates. No me veo del todo mal. La chaqueta blazer de exactamente el mismo tono que el vestido me da un toque de sobriedad. Llevo el pelo suelto y un poco ondulado por el viento.
Así que, con las pilas cargadas, llego a la galería y con una amplia sonrisa saludo al seguridad de la puerta cuyo nombre desconozco. Me anoto en la agenda mental hablar con el encargado sobre por qué envían a uno distinto cada semana. Cruzo las tres salas hasta llegar a mi despacho. Las energías positivas se esfuman cuando veo a Isabelle en la puerta de mi oficina, sentada tras su nueva mesa.