Читать книгу Trilogía completa "Un gin-tonic, por favor" - Estrella Correa - Страница 31
Оглавление29
OTRA SORPRESA NO, POR FAVOR
Me despierto acorchada, pero con una idea clara en la cabeza. Ahora que sé donde trabaja, voy a ir a hablar con él y explicarle todo desde el principio. Me da miedo su reacción, no soportaría que saliera huyendo o que me echara de su vida. No sé qué haría sin él, qué sería de mí sin tenerlo cerca. Se ha convertido en lo más imprescindible de mi día a día. Sin embargo, estoy decidida a decirle la verdad, pase lo que pase. Tengo que ser sincera.
«Todo saldrá bien».
Pensar en positivo me ayuda a activarme y mi cuerpo recobra la energía perdida. Me pongo de pie sobre este magnífico suelo de madera que me tiene cautivada y voy al cuarto de baño a darme una ducha rápida. Bajo a medio vestir esperando que Alejandro se encuentre todavía en casa. Tal vez pueda hablar con él antes de irse. Es muy temprano, pero sé de sobra que es más que probable que lleve en la oficina bastante tiempo. Aún así, no pierdo la esperanza.
—Buenos días, Claudia. ¿No está Alejandro? —cojo una taza y echo café recién hecho de la cafetera.
—Buenos días. Cuando llegué a las siete ya se había marchado —mete dos rebanadas de pan en el tostador y suspira. No aprueba que "el señor" duerma tan poco. A mí tampoco me gusta nada.
—Vaya —digo para mí mientras me siento en un taburete. Claudia pone las tostadas en un plato y lo deja delante de mí.
—Coma, está muy delgada —sonríe a la vez que levanta las manos en un gesto de reprimenda.
Lleva razón, pero el estrés de las últimas semanas está pudiendo conmigo. Tengo que centrarme y cuidar mi cuerpo. Si no estoy en buena forma física, mi mente no me acompañará el ritmo. Me obligo a comer.
—Están muy buenas, gracias —trago el primer bocado y caigo en la cuenta de que Claudia puede darme la información que Alejandro no quiere ofrecerme. Preguntarle puede ponerla en una situación incómoda, pero puede no contestarme si no quiere. Lo entenderé. Termino con la primera tostada—. ¿Puedo hacerte una pregunta Claudia?
—Claro, señora —dice mientras corta el tallo de algunas margaritas. No me gusta que me llame así, pero no me voy a entretener ahora en hacerle comprender lo incómoda que me hace sentir.
—¿Hace mucho que conoce a Alejandro? —comienzo con una pregunta sencilla. Mejor tantear el terreno y asegurarlo que adentrarme en él y hundirme en arenas movedizas.
—Toda la vida. He cuidado de él desde que nació —sonríe tiernamente. Esta información me hace caer en algo.
—¿También cuidabas de su hermano?
—Sí, pero Alejandro siempre ha necesitado más atención. Era un niño muy problemático. Álvaro era más revoltoso, un niño travieso que buscaba diversión. A mi señor… le gustaba estar sólo, no tenía demasiados amigos, nunca ha sido un niño muy comunicativo —vaya, me ha dado más información de la que realmente esperaba con esa pregunta—. Dejé Barcelona cuando se trasladó a Madrid.
—¿Ha habido...? —me corto, no sé cómo tratar este tema—. ¿Ha puesto café a muchas más… mujeres? —coloca las flores dentro de un jarrón en forma de tubo de cristal trasparente. No me contesta— No debería preguntarle esto. Olvídelo —llena la jarra de agua y la deja sobre la encimera.
—Alejandro es un hombre muy atractivo —no sé qué quiere decirme exactamente con eso—, además de sincero. Estoy segura de que contestará a su pregunta sin ningún problema.
—Lo siento —me arrepiento de haberla puesto en este aprieto al instante. No quiero que crea que estoy insegura, que no me fío de él o que no tengo la suficiente confianza con Alex como para poder preguntarle directamente. Pero es cierto, las tres cosas lo son.
—No se preocupe. Sé lo difícil que puede llegar a ser. Tenga paciencia con él. Es un buen hombre —y merece sinceridad por mi parte, lo sé.
Termino con el desayuno y voy a la habitación a acabar de arreglarme. Opto por un vestido tubo beis cortado a la altura de las rodillas. Cuello barco y media manga. Unos zapatos de tacón alto diseño peep toe de Planet atados en una elegante pulsera al tobillo que compré en Asos y un clutch a juego con trabillas doradas. Me dejo el pelo suelto, me maquillo para tener buena cara y enmarco mis ojos con eyeliner negro. Un abrigo estilo kimono en tejido rosa palo de tweed de Helene Berman me da el toque elegante que necesito.
Antes de salir de la habitación me doy cuenta de que no llevo el móvil. Miro encima de las dos mesitas de noche sin suerte. Entro en el cuarto de baño y compruebo que no está. Me pongo de rodillas y busco debajo de la cama. Me incorporo y camino hacia la gran cómoda que descansa sobre la pared del fondo. No lo he dejado sobre ella, pero me percato de que un cajón está medio abierto y pienso que ha podido caer dentro de él. Lo abro y toda la sangre de mis venas se congela. No tengo suficiente con lo que están viendo mis dilatadas pupilas, meto la mano y saco unas bragas de encaje de color rojo que, desde luego, no son mías. A continuación la suelto con asco, no sin antes darme cuenta de que descansan junto al sujetar a juego y tres o cuatros conjuntos de otros colores que claramente no reconozco.
Salgo del dormitorio cual león enjaulado y hambriento al que han abierto la puerta y ofrecido un joven cordero. Me duele la mandíbula de lo tensa que la tengo y las uñas a la francesa están clavándose en la palma de mi mano izquierda de lo fuerte que llevo apretado el puño.
Cruzo el puto ático de lujo buscando la salida. Me gustaría cerrar los ojos y encontrar la luz verde con el emblema de "EXIT" y salir corriendo en dirección contraria lejos de toda esta mierda.
—Señora —la voz de Claudia hace que pare en seco justo antes de girar el pomo de la puerta. Me vuelvo—, su móvil, lo ha dejado sobre la mesa de la cocina.
Ya ni me importaba el dichoso móvil. Sé lo que voy hacer. Sólo tengo una cosa en la cabeza. Subir hasta el piso 212 de la Torre de Cristal. Pero mis intenciones ahora son totalmente diferentes. No voy con la intención de ser sincera para mejorar lo que tenemos. Él no lo ha sido. Voy a dejarle claro que quiero la verdad. No permitiré una mentira más sobre nosotros. Las cartas sobre la mesa. Eso quiero. Después me di cuenta que la baraja aún estaba precintada dentro de un cajón. Qué ilusa he sido siempre.
Cojo un taxi hasta mi destino y me repito varias veces durante el trayecto en voz alta, el taxista parece que no se ha dado cuenta, que tengo que ser fuerte para enfrentarme a Alejandro con determinación. No puedo flaquear ante sus seguros intentos de desviar el tema y entretenerme con sus perfeccionadas dotes de embelesamiento y seducción.
Entro en el impresionante edificio y casi me parto el cuello mirando hacia arriba buscando su final. Es más extraordinario viéndolo de cerca. Tardo en convencer al seguridad de que me deje pasar sin acreditación. Mis dotes femeninas de convicción, añadidas a mi sonrisa de niña perdida que necesita ayuda, no han servido de nada. Las puertas se han abierto ante mí, literalmente hablando, cuando le he dicho que soy la novia de Alejandro Fernández y que tendría problemas si no me permite entrar.
No tardo demasiado en subir hasta el piso 212. La lanzadera en la que me encuentro nada tiene que ver con un ascensor normal. Miro alucinada la modernidad y funcionalidad de espacios y mobiliario en cada parada de aplanta. Me tranquilizo ante tanta maravilla. La belleza de lo que me rodea consigue aplacar mis nervios lo necesario para no convertirme en Quimera, el monstruo tremendamente feo de la mitología griega que estudié en una optativa y que siempre me ha producido pesadillas.
El pitido del moderno y veloz ascensor me atrae al mundo real y me doy cuenta de que es la mía. Salgo de él con reticencia. Estoy segura de querer estar aquí, no me arrepiento en absoluto, pero me aterroriza pensar con lo que me puedo encontrar. Es posible que no esté preparada para lo que mis oídos van a escuchar.
«Da igual. Sólo quieres sinceridad».
Exactamente.
Vuelvo a asombrarme con lo presuntuoso del lugar. Es fascinante. Todas las paredes son de cristal ahumado. El suelo de mármol gris exhaustivamente pulido y abrillantado. Mobiliario de acero a juego con las grandes lámparas de cristal que cuelgan del techo. La elegancia es sobrecogedora, me conmueve. Avanzo unos metros sin encontrar a nadie en el gran hall.
—Buenos días, señorita. ¿En qué puedo ayudarla?
Giro sobre mis preciosos peep toe beis de ocho centímetros y me encuentro con una chica de unos veinticinco años, rubia y con una gran sonrisa detrás de un mostrador sobre el que puedo leer en letras grises y grandes pegadas sobre la pared de cristal, MKD. Es ridículamente guapa.
—Buenos días, ¿podría ver al señor Alejandro Fernández? —pregunto mientras camino hacia donde se encuentra y le devuelvo la sonrisa.
—Siga este pasillo de mi derecha. Encontrará a su secretaria al fondo de la sala.
—De acuerdo. Gracias.
Camino el interminable pasillo flanqueado por puertas a los lados y paredes de cristal que encierran despachos con gente trabajando. Son todos muy parecidos. Visto uno, vistos todos. La sobriedad se repite en ellos. Al momento siguiente, se abre ante mí otra sala, mucho más grande que la anterior y, como me ha informado la rubia despampanante número uno, me encuentro con la rubia despampanante número dos sentada tras una mesa acorde con la decoración de toda la planta. Lo que llama mi atención y consigue distraerme son los grandes ventanales de cristal que van desde el suelo al techo y que ocupan toda la pared del fondo. Tiene suerte de trabajar en un lugar como este. Se ve casi toda la ciudad. Es imponente. Nota mi presencia y levanta la cabeza en mi dirección.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla? —sonríe agradable. ¿Le enseñan esa frase en un curso intensivo antes de entrar a trabajar aquí? ¿Después de preseleccionarlas de un catálogo de lencería cara? Arrgg. Estoy celosa. Mucho.
—Buenos días. Me gustaría ver a Alejandro Fernández —digo decidida. Si no titubeo, puedo parecer más convincente.
—¿Tiene cita? —mira extrañada lo que debe ser su agenda—. Está reunido hasta las nueve y media.
—Ehhh. No, pero estoy segura de que…
—¿Está Alejandro? —escucho una voz estridente detrás de mí. La reconozco al instante. Es la misma por la que Alex me colgó ayer por la mañana. Giro para encontrarme con Marina de la Rosa. La recuerdo de la noche de la inauguración en la exposición de la galería.
Nos miramos. No nos conocemos de nada, pero nuestro sexto sentido nos alerta de alguna manera. No nos gustamos. Jamás seremos amigas.
—Y tú eres… —no se acuerda de mí, o no quiere acordarse. Dice quitándose unos guantes de seda blanco roto a juego con toda su indumentaria muy al estilo Audrey Hepburn. Tiene el pelo negro recogido en un moño clásico y la tez blanca y tersa como el algodón. Parece un poco mayor que yo, pero no lo aparenta. Es impresionantemente elegante. Me alegro de haberme arreglado hoy un poco más de lo habitual.
—Daniel. Daniel Sánchez. Directora de la galería D'ARTE —no le ofrezco la mano. Las dos tenemos claro que no hace falta la falsa cortesía entre nosotras. Parece caer en la cuenta de algo.
—Álvaro no tiene despacho aquí. Estás muy desorientada —dice despectiva. Me hierve la sangre al momento por varias razones. Parece conocer muy bien a los dos y estar familiarizada con ellos. Definitivamente está al tanto de sus vidas.
—No estoy buscándolo a él —pero no pienso decirle por qué o por quién he venido.
Me mira de arriba abajo un par de veces. Sonríe displicente y decide pasar de mí. Me alegro, no aguantaría durante mucho más tiempo sus impertinentes frases, su voz chillona ni su retadora mirada. Me carga al instante. No sé quién es, ni lo que hace aquí ni qué relación le une a los dos hombres más importantes que han pasado por mi vida, pero la odio al instante. Es físico y emocional. Todo se une para alertarme de que estoy ante una persona tóxica. He tardado en reconocerlas, pero he conseguido distinguirlas del resto de la gente.
—Lo esperaré en su despacho —indica la señorita impertinente a la rubia secretaria a la que no se le ocurre llevarle la contraria.
La perdemos de vista al instante. Cierra la puerta que tenemos a la derecha y desaparece tras el enorme cristal ahumado. Nos quedamos en silencio y me recompongo al instante. No es difícil adivinar de qué tipo de mujer se trata. De familia adinerada. Nunca ha tenido problemas en conseguir lo que quiere, es más, todo el mundo se le ofrece gustoso. Una niña bien. Hija de un magnate a la que nunca le ha faltado nada. Acostumbrada al lujo y a la comodidad. «Y se folla(ba) a Alejandro». De verdad, no era necesaria la puntualización. Tras este pensamiento siento la vena de mi frente bombear sangre con brusquedad. Tengo que tranquilizarme. La secretaria me sonríe.
—Si lo desea, puede esperarlo —me señala unos sofás de cuero blanco de diseño con patas de acero situados a mi espalda.
Miro el reloj y sólo falta media hora para que acabe su reunión. Puedo esperar ese tiempo. No es demasiado. Y tampoco importará si llego tarde al trabajo. ¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Qué me echen? No es tan malo. Ahora mismo lo único que me apetece es desaparecer durante un largo período de tiempo y perder de vista a los dos.
—Gracias —la secretaria no me cae mal del todo.
Giro y mi cuerpo se tensa al instante. Lo veo llegar, con traje de dos piezas negro, camisa blanca y corbata fina negra. Impresiona. Un calambre me recorre la piel y el cuerpo me traiciona. Maldito seas. Toda yo me alerto ante lo que me hace sentir. No puedo controlarlo. Me atrapa y me envuelve. Consigue cortarme la respiración durante varios segundos. Lo acompaña la rubia de impresión número uno. La que estaba tras el mostrador de recepción. Camina a su lado sin acercarse demasiado, medio paso por detrás con un iPad en la mano apuntando lo que mi arrogante y dominante dios del sexo le dice. Nuestras miradas se encuentran.
—¿Qué haces aquí? —casi susurra, entre sorprendido y alertado. Me da la sensación de que no está contento.
«Aún lo estará menos cuando le digas todo lo que le vienes a decir».
Suspiro, pero no me da tiempo a abrir la boca, bueno, se abre completamente convirtiéndose en una gran O al escuchar lo que su secretaria dice a continuación.
—Señor Fernández, su prometida lo está esperando en su despacho —«¿cómo?». Tierra, trágame.
Su mirada intenta decirme que me tranquilice, pero sabe que no acataré esa orden. La intensidad de la fogata que ha prendido en mi interior en estos momentos estallará de forma incontrolada más pronto que tarde. Así que antes de que eso ocurra, le ordeno a mis pies que se muevan y salgan de aquí lo antes posible. Me sorprenden, pero lo hacen. Mi instinto de supervivencia se ha puesto en alerta máxima y los empuja hacia la puerta. Al pasar por su lado atrapa mi muñeca y me hace parar en seco.
—Mejor no le entretengo, señor Fernández. No quiero que su prometida tenga que esperar por mi culpa —escupo la palabra prometida con una sonrisa cínica intentando esconder el dolor que se clava en mi pecho sin poder conseguirlo.
—Dejadnos solos —ordena a las dos ex-modelos de Victoria's Secret reconvertidas en secretarias con modales exquisitos sin dejar de mirarme. Estas desaparecen al instante por el pasillo principal.