Читать книгу Trilogía completa "Un gin-tonic, por favor" - Estrella Correa - Страница 32

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¿QUÉ ES LO NUESTRO?

La mente me grita que salga corriendo y no vuelva a acercarme a él. En cambio, mi corazón, roto y hecho pedazos, susurra esperanzado junto a mi oído que aún tenemos una oportunidad. Así no puede acabar lo nuestro. Aprieta con sus dedos mi muñeca sin llegar a ser violento. Me gira y me sitúa frente a él.

—No es mi prometida —su voz ruda y sincera logra serenarme un poco, pero mi parte más racional no puede creerle. Tiene que ser verdad. Olvido que soy un libro abierto para él. Sabe lo que estoy pensando. No quiero mentiras ni verdades a medias. Lo quiero todo o nada.

—Ya no —termina de aclarar.

—No necesitas darme explicaciones. Mejor dáselas a ella. Supongo que no sabe que llevas varias semanas follándome día y noche sin parar —escupo apesadumbrada.

—No hables así de nuestra relación —está enfadado. Coge mi otra muñeca con la mano libre y tira de mi cuerpo hacia él. No hay suficiente espacio entre los dos. No puedo respirar—, no mancilles lo que tenemos.

—¿Nuestra relación? No tenemos nada. Me has engañado.

Me duele, me duele el pecho y cada centímetro de mi ser. Darme cuenta de que es cierto lo que acabo de decir me hace chocar contra un muro de hormigón a doscientos kilómetros por hora. No lo puedo controlar, las lágrimas empiezan a rodar por mis mejillas. Alejandro levanta las manos y las seca con el dorso y yo lo permito. Acerca sus labios a ellas y las besa suavemente tratando de aplacar mi desazón. El pulso acelerado me recuerda que no tiene derecho a hacer eso. Él es el único responsable de mi estado de confusión. Agarro sus muñecas con ambas manos y tiro de ellas fuerte para evitar que vuelva a tocarme. No me cabe duda de que mi ímpetu le pilla desprevenido.

—No vuelvas a acercarte a mí. Estoy harta de tus mentiras, demasiadas en tan pocas horas.

—Cariño, estás aquí —se escucha esa voz estridente desde el quicio de la puerta del despacho de Alejandro. Aprovecho que gira la cabeza en esa dirección y salgo corriendo de allí lo más rápido que mis temblorosas piernas y los tacones de ocho centímetros consienten. Ni siquiera vuelvo a mirarlo. No sé si viene detrás o se ha quedado con la que dice ser su prometida. Prefiero no quedarme a comprobarlo. Sólo quiero salir de allí, llegar a casa y, definitivamente, emborracharme para atenuar el dolor que me aprisiona el pecho. Tal vez no sea la mejor manera ni la más recomendable, pero es la más rápida que conozco. La terapia tardaría demasiado tiempo.

Entro en mi apartamento llorando a mares. Se está haciendo demasiado normal en mi vida lo de llorar en un taxi. Eso no dice nada bueno de mí, al menos no cuenta que me esté pasando nada bueno.

Cuando he salido del edificio, el aire ha llenado mis pulmones y refrescado mi extenuada mente. En lo que ha tardado el ascensor en llegar al vestíbulo, no he parado de darle vueltas a todo lo ocurrido en las últimas tres horas. Cómo ha podido cambiar tanto la visión que tengo de Alejandro en tan poco tiempo. La ropa interior de otra mujer en sus cajones, su prometida esperándolo en el despacho. Afortunadamente he logrado parar un taxi y entrar en él justo antes de que el retorcido cabrón enchaquetado (he decidido volver a llamarlo así tras los últimos acontecimientos) lograra agarrarme del brazo. Cuando he escuchado su voz, rota y desesperada, llamarme desalentado desde la gran puerta de cristal que da acceso al hall, he temido que mi cuerpo me traicionara y cediera a transigir que se acercara a mí.

Le he pedido al taxista, entre sollozos, que se largara lo antes posible de allí y, como buen profesional, ha acelerado dejando a Alejandro tirando de los mechones de su pelo con desespero.

Voy directamente a la cocina. Me sirvo un gin–tonic bien cargado y casi me lo he bebido de un trago antes de entrar en mi antigua habitación. Me siento en la cama y miro alrededor. Está casi vacía, mis pocas pertenencias se encuentran en casa de Alejandro. Tengo que buscar la manera de traerlas sin tener que verle la cara. Le diré a Roberto y a Sara que se ocupen de ello.

Tiro el bolso sobre la cama y el móvil sale despedido. Lo he apagado justo después de montarme en el taxi, no paraba de sonar y me tenía verdaderamente irritada. ¿De verdad cree que voy a hablar con él? Me tiro de espaldas en la cama y cierro los ojos. Todo ha ido demasiado deprisa. Me monté en una noria por inercia hace tres semanas y se ha quedado parada conmigo dentro de un cubículo de un metro cuadrado a treinta metros de altura. Tengo que bajar y salir de él lo antes posible y volver a mi antigua vida. Es un primer paso. Me alejaré de Alejandro, buscaré un nuevo trabajo y no tendré nada que ver ni con él ni con Álvaro, otro gran problema que me causa dolor de cabeza y que, además de todo, es su hermano.

Me levanto decidida y vuelvo a la cocina, relleno mi copa y me dirijo al salón. Dejo caer mi cuerpo sobre el mullido sofá y enciendo la tele, pero una idea cobra vida en mi acelerada mente. Enciendo el ordenador de Sara que está sobre la mesa y busco el nombre de Marina de la Rosa en Google. Como sospechaba, es hija de un rico empresario de Barcelona. Tiene treinta y dos años aunque aparenta muchos menos a pesar de su forma de vestir, ridículamente elegante. Escribo el nombre de Alejandro Fernández al lado del suyo y pulso intro. Un segundo después tengo varias entradas con fotos de los dos sonriendo en lo que parecen cócteles y fiestas. Una de ellas llama mi atención. Marina enseña un anillo a las cámaras con la mano levantada mientras Alejandro la besa en la mejilla. Leo el pie de foto y casi me hace vomitar: "Marina de la Rosa luce orgullosa su anillo. La inminente boda será todo un acontecimiento".

«Vaya, a ella sí le ha dado un anillo». Me martirizo. Nada de esto tiene sentido. ¿Por qué quiere que me case con él si está prometido con otra? De un trago termino con la segunda copa. Cierro el ordenador, ya he tenido suficiente. Con esto tengo para martirizarme durante un mes o dos.

«Cuenta mejor en años».

Arrgg.

Me pongo otra copa y el alcohol que ya corre por mis venas comienza a surtir efecto. Las extremidades se relajan y un hormigueo recorre mi nuca. La valentía propia del estado de embriaguez, esa que te empuja a hacer tonterías sin medir las consecuencias, me está dando toquecitos en la espalda para que encienda el móvil. Voy a la habitación, lo cojo de encima de la cama e introduzco el pin. Me siento esta vez en el suelo con la espalda apoyada sobre el sofá y el aparatito del diablo empieza a vibrar en mi mano. Lo miro. Quince llamadas perdidas y algunos mensajes menos de WhatsApp.

Me empiezo a poner nerviosa y termino con la tercera copa del tirón. La dejo sobre la mesita y centro la atención en los mensajes. Las quince llamadas son de Alejandro. No me interesan en absoluto. Abro la aplicación. Mierda, el primero es de ese cabrón.

Leo: "Coge el maldito teléfono, no puedes salir corriendo sin más".

Claro que puedo.

Le contesto: "Mira cómo lo hago. Vete a la mierda, y no te equivoques, pienso seguir con mi vida".

Muy maduro, sí señor.

El siguiente que leo es de Roberto: "Hola. Estás perdida. Hace mucho que no nos vemos (caritas tristes). Da señales de vida. Te echo de menos".

Le contesto. No estoy muy segura si logro escribir bien. El teclado de mi iPhone es demasiado pequeño para lo borracha que estoy a estas alturas: "Hola, guapo. Estoy en casa (foto de mi gin–tonic vacío sobre la mesa). Necesito otra copa. Y no quiero beber sola".

Justo al terminar de enviar la última línea y tener tiempo de arrepentirme de la invitación implícita a mi amigo, la pantalla se ilumina y me llevo un susto de muerte. Mi yo más malévolo, ese que me hace cometer locuras de las que normalmente me acabo arrepintiendo, está corriendo en estos momentos en dirección a la–oscuridad–del–fondo–del–armario con el rabo entre las piernas. Será miedica. Me sereno al instante al leer el nombre. Es Fernando. Descuelgo.

—Hola, hermanito —nunca lo llamo así.

—Estás borracha —y se ha dado cuenta.

—¡¿Yo?! Nooooo —pero no logro disimularlo. Mi exagerada exclamación y mi larga negativa alargando demasiado la o denotan el alto grado de alcohol en mi sangre. Oficialmente estoy borracha.

—Es jueves —toda una observación, un día como cualquier otro para ahogar las penas en litros de gin-tonic. No he sido yo quien ha elegido el día en el que romper el corazón a Dani se ha convertido en fiesta nacional.

—Créeme, la ocasión lo merece —le aseguro. Escucho un bufido a través de la línea, señal probable de resignación.

—Está bien… —se le nota el enfado, pero intenta controlarse, lo revela el tono con el que ha dicho las dos palabras—. Tenemos que hablar. Todavía no he regresado a Madrid, he tenido que hacer escala en Roma. Llegaré el viernes por la mañana para mantener una reunión en la que zanjaré un tema de capital importancia… —recrudece el tono conforme habla—. ¿Puedes venir a comer a casa el sábado? Enviaré a Héctor a recogerte.

—¡Claro! —digo con más energía de lo normal impulsada por el maldito y bendito alcohol—. Pero no hace falta que me recojan, puedo ir en autobús.

—Me quedo más tranquilo si no haces un trayecto tan largo sola —puedo sentir preocupación en su voz, no está seguro de si debe decirme o no lo que le inquieta.

—Dani, estás en peligro —no logro encontrar las palabras para responder a eso. La sangre no se ha helado en mis venas por el alcohol caliente que corre por ellas. Escucho voces tras la línea.

—Tengo que dejarte, prométeme que tendrás cuidado.

—Te… te lo prometo —pero no estoy segura de lo que digo, que tenga cuidado con qué. Puede leer el horror que me atraviesa entre líneas.

—Pequeña —hace mucho que no me llama así—, tranquila, estás vigilada y el viernes por la mañana todo acabará —suspira—. Te lo contaré, te lo prometo. Nos vemos el sábado —pi pi pi pi piiiiiii.

No le doy más vueltas a la cabeza. Aunque quisiera, no podría, mi estado de embriaguez no me lo permitiría. Me levanto y, balanceándome, voy a la cocina a prepararme otro gin-tonic. Cojo la copa entre mis manos y, justo al salir de la cocina, escucho el timbre de la puerta. Mi corazón empieza a palpitar con fuerza, late desbocado sin control alguno. Mi yo más malévolo continúa en el fondo del armario. Tal vez mandar a la mierda al ser más arrogante y seguro que he conocido en mi vida y asegurarle que volveré a mi antigua vida, no ha sido buena idea. Comienzo a temblar.

¿Sería capaz de presentarse aquí después de lo ocurrido? Miro por la mirilla y veo a Roberto. La congoja desaparece al instante. Abro la puerta de par en par con una exagerada sonrisa en la boca y los brazos abiertos a la altura de mis hombros.

—Robertooooo. Me alegro de que hayas venido —me abalanzo sobre él y lo pillo desprevenido. Tropiezo y caigo sobre su regazo. Me agarra de las caderas y me levanta impidiendo que mi culo toque el frío suelo.

—¿Cuánto has bebido? —me coge en brazos y me deja sobre el sofá. Encojo de hombros y sorbo el líquido que milagrosamente no se ha derramado durante los últimos movidos minutos. Estoy mareada.

—Te prepararé algo de comer —me quita la copa de las manos impidiendo que siga bebiendo y me quejo por lo que está haciendo. Definitivamente ha venido a joderme la diversión.

—¿Para qué has venido? Creí que te emborracharías conmigo —me quejo como una niña pequeña, incluso hago un puchero, una mueca muy ocurrente que siempre me ha ayudado a conseguir lo que deseo.

—Es jueves —otro lumbreras—. No me das ninguna pena. Vamos, túmbate —coge mis pies y los levanta hasta dejarlos sobre el sofá ayudándome a recostarme.

Lo pierdo de vista. No ha sido buena idea colocarme en esta posición. Cierro los ojos y la sala y los muebles giran a mi alrededor. No sé cuánto tiempo dura la danza.

—Siéntate, tienes que comer algo —Roberto me agarra de los hombros invitándome a que me incorpore.

—Dile al maldito mobiliario que deje de moverse —mi amigo sonríe, se sienta junto a mí y me ofrece un vaso de agua. Bebo, trago un par de bocados del sándwich que me ha preparado y me encuentro bastante mejor. La lámpara y la mesa han dejado de dar vueltas. Sólo falta que paren las sillas y el sofá en el que me encuentro sentada.

—No vas a contarme lo que pasa, ¿verdad? —verdad. Me dejo caer de espaldas y pido a Roberto que ponga una película. Así él se entretiene y yo puedo dormitar a su lado.

Media hora después seguimos acomodados en el sofá. Mi amigo tumbado sobre el respaldo con los pies alargados descansando sobre la mesita de cristal y mi cuerpo completamente acoplado al suyo. Mi hombro bajo su regazo, su fuerte brazo derecho rodeando mi espalda y mi cara apoyada sobre su duro, pero cómodo, estómago. Me quedo dormida mientras me acaricia el cuello, la cara y el brazo derecho que rodea su cintura.

Escucho voces amortiguadas. El calor de Roberto aún me rodea el cuerpo, pero no está tan relajado como lo recuerdo. Ha cesado en sus caricias sobre mi piel y su estómago ha dejado de ser cómodo y blando para convertirse en hierro forjado. Abro los ojos y los vuelvo a cerrar de golpe, un intenso dolor atraviesa mi cabeza de lado a lado. Pero la imagen que acabo de ver se ha quedado grabada en mi mente a fuego. Ojalá pudiera no tener que volver a abrirlos, pero nada me va a librar de enfrentarme a esto. Lo hago. Alejandro mira la escena que tiene ante él. Roberto y yo abrazados y en semi-penumbra sobre el sofá. Lleno de furia contenida, su mirada azul se torna de un negro intenso cargado de violencia. Aprieta los puños junto a su costado y sé que hace lo imposible por reprimirse y no abalanzarse sobre mi amigo y hacerle mucho daño. Sara, de pie a su lado, nos observa con cara de confusión. Totalmente contrariada, me pregunta sin palabras qué coño está pasando.

Intento incorporarme y me tambaleo. Roberto, a mi lado, agarra mis caderas con fuerza y así consigue que no me caiga. Todo ocurre muy rápido. Al momento siento a Alejandro a mi lado, me levanta en brazos con una mano y con la otra empuja a mi amigo con demasiada energía, lo que provoca que caiga al suelo. Éste se levanta como un resorte y se abalanza sobre él. Sara consigue pararlo antes de que llegue a nosotros y mis sentidos entran en noche cerrada. Dejo de sentir y escuchar lo que ocurre alrededor. Estoy totalmente tranquila envuelta en serena oscuridad.

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