Читать книгу Desarmadero - Eugenia Almeida - Страница 13
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ОглавлениеToda la noche tratando de dormir en ese infierno. Y cada vez que aparece el infierno, llega lo turbio. Las preguntas, los enojos, la imposibilidad de perdonar.
Rita se levanta. Luz turbia. El agua en el jarro, turbia. El cielo turbio. La desesperación de no poder sacarse eso de encima. Qué le importa a ella qué piensa su hermana.
Como que fuera qué. Como si tuviera autoridad, ella. Mejor ser sirvienta, parece. Eso es digno. Trapear como una esclava, tener que limpiar a esos viejos. No, pero ella, como si fuera dueña. Geriátrico de mierda. Dandosé aires, haciendosé la importante: sirvienta.
Toda la vida diciendo qué sí y qué no. Tendría que ir a tirarle un bollo de plata en la cara. Les estás mintiendo. Qué hija de puta. Siempre arruinando las cosas. Para venir a juzgar, la primera.
Qué sabrá.
¿Tirar las cartas es mentir? ¿Leer las manos es mentir?
Esas cosas que te inventás, dijo.
Como si ella no inventara, que nunca le ha dicho a la Negrita quién es el padre. Y bien que se hace la tonta. Cómo si no supieran todos de qué trabaja la chica. Departamento en el centro. Por favor. Hay un solo caminito que te lleva al centro cuando sos joven. Secretaria. Sí, claro. Pero ella, tonta. Reina de las tontas. Hace esa sonrisa de estúpida y dice consiguió un trabajo y alquiló un departamentito en el centro. Consiguió un trabajo. Por favor. Se le desvió la cría. Pero la señora perfecta, a eso no lo ve. Lo único que ve es lo que hago yo. Qué mierda le importará. Yo no tengo jefe, sirvienta. Yo hago lo que quiero.
Y ya no puede sacarse eso de encima. Ya empieza el nudo. Como si esa pelea, seis años atrás, hubiera sido ayer, anoche, hace unos minutos.
El agua de la pava se enfría, por la ventana lo ve pasar al chico de la vuelta. Allá lejos ve la silueta de su hermana saliendo del barrio.
Cierra la cortina. Esperar media hora. Un poco más. Hasta que llegue caminando a la ruta. Hasta que venga el colectivo y se la lleve. Recién después, salir. Cuando ya se haya ido.
Todo el día eso sigue mordiendo, hace mella, horada. Si le preguntara. Si su hermana quisiera escuchar en vez de andar siempre juzgando. Si por una vez quisiera escuchar. Que se acuerde, si no, cuando la madre decía que ella tenía instinto. Eso: instinto. Se da cuenta; en cuanto ve la gente, entiende. Qué importa que les diga que lo lee en la mano. Si lo que dice es verdad. Pero no. Qué va a escuchar.
Flaquea a veces. Como hoy, arriba del colectivo, moviéndose al vaivén de las calles, los ojos en la ventanilla, la idea silenciosa de que si ella pudiera explicarle quizás su hermana entendería. Y apenas empieza a pensarlo se suelta eso por dentro. ¡Qué entendería! Nunca entendería.
Y volver a dejar reposar esa furia. Y otra vez la idea insistiendo. Ella le diría que si uno se fija bien el cuerpo de la gente dice cosas. Que si uno presta atención, si uno deja de ser el centro por un minuto, los cuerpos hablan. Y que ella escucha. Y sabe traducir. Y le dice a la gente lo que ve. Y que eso es un don. Igual que si leyera las manos. Que ella también hace un trabajo importante. Les dice en voz alta lo que necesitan oír. Lo que vos te imaginás, le diría su hermana. ¿Y si cada vez descubro que lo que me imaginé es cierto?, preguntaría ella.
Eso sería lo más cercano a la verdad: me imagino cosas que después resultan ciertas. Pero no hay que usar esa palabra. Imaginar. Tendría que decirlo de otra forma.
El colectivo frena de golpe. Rita se da cuenta de que ha estado buscando caminos para acercarse a su hermana. Una distracción, una inclinación que no puede permitirse. Debería vigilar más lo que piensa. Ella no tiene que explicar nada, qué mierda le tiene que explicar, siempre obligada a rendir cuentas a esa sirvienta.
Baja en la esquina de la plaza, cruza la calle y entra al primer bar. Ya desde la puerta sabe quién sí y quién no. Se acerca a un hombre que tiene los ojos puestos en su pocillo de café.
–¿La suerte, señor? –dice estirando la mano izquierda.