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Lo vienen a buscar para decirle que los que levantan están nerviosos. Que nadie entiende lo que pasó con los chicos Funes, que andan con miedo. Viene el Laucha, con ese chusmerío de barrio, todo el mundo de punta porque nadie sabe bien qué.

–Habría que decirles algo.

–No, si hoy todo el mundo me quiere explicar cómo tengo que hacer las cosas.

El Laucha prende un cigarrillo y espera. Sabe que eso es el núcleo de su trabajo. Esperar.

Durruti arranca el último sorbo al mate y se levanta de la silla. Se asoma al patio inmenso, repleto de autos desarmados. Resopla. El Nene sigue con ese chico, sentado en la pila de ladrillos.

–Hay que quedarse en el mazo un tiempo.

El Laucha asiente mientras busca qué es lo que el otro mira en el patio.

–¿Tu sobrino sigue yendo a la canchita?

–Sí.

–Decile que la cana está caliente porque les cortaron los fondos y que salieron de fierro para descargar tensiones.

–Se va a complicar peor. Van a querer bajar alguno.

–Decís que yo digo que no. Que si alguien hace algo que yo no ordené se va a tener que ir a vivir a otra provincia.

–¿No es mejor que digamos que fuimos nosotros?

–¡Es que no fuimos nosotros, Laucha! ¡Noriega no es nosotros!

–Ya sé. Pero, digo, para meter miedo.

Durruti saca los ojos del patio y los pone sobre el hombre sentado en su oficina. Lo mira. No dice nada. Va hasta la puerta, la abre, pone a un costado su cuerpo.

Esa noche, en la canchita de tierra, siete u ocho chicos flacos fuman y toman cerveza en la oscuridad. Uno de ellos ya ha dicho que lo mejor es quedarse quietos, que nadie haga boludeces, que parece que Durruti se puso loco con lo que pasó, que la cana anda boleteando y que se va a armar quilombo. Que no llamen la atención.

Los otros oyen y cabecean en silencio. Saben que los Funes hicieron lo que no debían, saben que la cana te mata por nada, saben que Durruti es muy pesado, saben que por ahora es mejor dejar de decir ese nombre. Reparten los paquetitos. Los guardan en los bolsillos del pantalón, en la campera, en las zapatillas. Cuando pasa la medianoche cada uno se va a cubrir su zona. El sobrino del Laucha cruza el descampado.

De mañana, al llegar a la casa, la madre sentada en el living, dos paquetitos sobre la mesa, el instante inmóvil y la mujer diciendo:

–Te pegás una ducha. Está viniendo tu tío para hablar con vos.

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