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–Tuve que decirle a mi sobrino que no fue la cana. Era lo mejor que podía hacer. Vos no estás con los pibitos, no sabés cómo piensan.

–¿Y yo tengo que explicarles lo que hago?

–No te das cuenta que ahí la cosa es frágil. Que son muy boludos y están todo el día dados vuelta. Esos son los que pueden abrir el pico.

–No me puedo estar preocupando por unos pendejos.

–Por eso. Dejame a mí. Le dije que había sido Noriega. Lo va a ir a contar enseguida. Es mejor así.

–¿Que crean que alguien me puenteó y tuvo tiempo de irse?

–Nadie sabe que hablaste con él. Y no va a volver. Dejá que yo lo arreglo.

A las tres de la mañana, en la esquina de la plaza, una mujer se asoma a la ventana para ver qué es lo que ilumina la noche. De la casa de Noriega salen llamas de dos metros. El humo tapa el cielo del barrio.

Los de la canchita van a ir diciendo aquí y allá que Noriega quiso puentear a Durruti, que no digan cómo lo supieron, que no pregunten nunca nada.

Ahora todos saben que lo de los Funes fue un error. Como si cada uno pudiera hacer lo que quiere. Salir de fierro, pasarse de rosca y cuando la cosa se pone fea, bala y listo: dos muertos.

Los autos no se tocan. Eso dicen los viejos. Las viejas. Los autos no se tocan porque de eso se ocupa Durruti. Y cada vez que uno de los más jóvenes pone eso en cuestión, sopapo. Grito. Mano en alto. Insulto. Que les quede bien claro.

Bueno. Ahora el mensaje está a la vista.

Si uno cruza esa esquina ve las piedras negras y duras que hasta ayer eran la casa de Noriega. Acá nadie toma decisiones por su cuenta. Eso es lo que más cuesta hacerles entender a los pendejos. Que todo tiene una jerarquía. Y aunque crean no estar incluidos, son parte. Podés no ensuciarte nunca con esas cosas y nadie te va a decir nada. Pero no entender que el que manda con los autos es Durruti, no. Antes o después vas a hacer algo, algo que quizás parezca inocente. Y ese algo va a traer desgracia.

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