Читать книгу Las guerras por Malvinas - Federico Lorenz - Страница 19
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ОглавлениеLa cuestión del apoyo al desembarco en las islas Malvinas tiñe buena parte de las numerosas lecturas e interpretaciones en torno al conflicto. El fracaso en la guerra, el descrédito de la Junta Militar y sus crímenes bastaron para reducir la explicación del amplio respaldo que tuvo el episodio (sobre todo, el acompañamiento solidario –aunque con matices– a sus principales protagonistas, los soldados) a dos cuestiones principales y que permitirían agotar las especificidad de Malvinas como objeto de análisis: un reclamo territorial fuertemente arraigado a lo largo de generaciones de argentinos escolarizados, combinado con la necesidad política de crear consenso por parte de una dictadura militar desprestigiada.
De este modo, la movilización en torno a la guerra se restringe pura y exclusivamente al respaldo al desembarco del 2 de abril, y éste a un gesto automático de una masa nacionalista frente al estímulo de un general borracho y torpe que supo qué cuerdas pulsar para ponerlos a danzar en una plaza que les estaba vedada hasta hacía unos días.1 Estas lecturas, que tienen una base muy extendida, son juicios ex post que miden el respaldo a la guerra desde sus efectos y consecuencias, y no desde sus orígenes.2
Aquí no nos detendremos en la construcción de Malvinas como símbolo nacional, en tanto ha sido objeto de importantes estudios recientes.3 Nos ocuparemos, más bien, de otros sentidos otorgados al contexto político creado por el desembarco y la efímera recuperación del territorio insular. ¿Qué otras cuestiones puso en juego el operativo militar del 2 de abril? Probablemente arroje algo de luz a esta cuestión analizar los recuerdos y reacciones de actores que, en aquellos años, se opusieron a la guerra, o a los que militaban más o menos abiertamente en contra de la dictadura militar y que frente al episodio debieron tomar una posición.
Ana Chávez, actualmente militante de derechos humanos, en aquellos años era una joven que transitó la guerra de un modo ingrato. No recibió el desembarco con alegría: “Yo me recuerdo como una autista (...) Me recuerdo llorando en una esquina, por las Malvinas, y una bandera que se la hubiera quemado, a los de al lado (...) Había como valores (...) La vida no era un valor, entonces estaba bien ir a reventarse por un pedazo de tierra (...) Después de esa época no volví a cantar el Himno, canto O juremos con gloria vivir”.4
Daniela Pelegrinelli, una adolescente de dieciséis años en 1982, recuerda que se oponía a la guerra, pero al mismo tiempo participó en gran cantidad de actividades de apoyo a los soldados que marchaban al frente de paso por su pueblo, en el Sur de la provincia de Buenos Aires:
Al poco tiempo de declararse la guerra de las Malvinas, comenzaron a pasar por Pringles, el pueblo donde nací, trenes repletos de soldados. Pasaban a cualquier hora, más que nada de noche. Varias asociaciones, gente voluntariosa, jóvenes, iniciaron una campaña de recolección de ropa de abrigo y alimentos y un grupo de gente –los que podían– esperaba esos trenes para darles lo que se había reunido a los soldados. Muchas noches estuve en la estación, donde nos acomodábamos en una gran habitación con cocina, y me acostumbré a pasar varias horas allí, esperando, mientras se hacía chocolate y se cortaban tortas. Cuando llegaba un tren (a veces sabíamos el horario aproximado pero nunca exacto) los soldados se bajaban, tomaban el chocolate, comían y les dábamos gorros, pullóveres y bufandas. Sin embargo, uno de los principales motivos de nuestra presencia era tomar las direcciones de sus familias para escribir en su nombre comentando que habíamos visto a su hijo, que estaba bien, etc. (...)
Yo era contraria a la guerra, me parecía una locura; además, me repugnaba ese nacionalismo oportunista que rozaba el exitismo, que la gente estuviera tan contenta con algo que a mí me parecía espantoso. Seguramente, además, me daba miedo. Pero no tenía muchos argumentos así que apelaba a los religiosos y humanistas. Tampoco tenía muchos adeptos. Con una amiga solíamos decirles a los soldados que desertaran. Hoy veo la escena: era de noche, invierno, hacía mucho frío y unos chicos apenas más grandes que yo iban a una guerra inesperada, y en un pueblo perdido de la provincia de Buenos Aires unas chicas que le daban algo caliente y algo de comer le decían que no fueran. Pobres, ¡qué pensarían! Si ya estaban jugados. ¿O no? ¿O había alguna posibilidad de parar todo eso?
Sin embargo, a pesar de nuestro rechazo hacíamos esa tarea que creíamos humanitaria y escribíamos cartas.5
La evocación de Daniela muestra algunas de las profundas contradicciones que generaron los sucesos de Malvinas. En los años de la dictadura los espacios para el disenso nunca habían sido muchos, y al mismo tiempo, el episodio, anclado en una reivindicación territorial y nacional, llamaba a otras sensibilidades y trayectorias. Luis Piaggi, tripulante de un barco mercante, recuerda que durante la navegación escuchaban las noticias de la BBC y entonces estaban preocupados por el giro de los acontecimientos. Sin embargo:
Éramos muchos que lo que queríamos era llegar a Buenos Aires e ir a pelear. Queríamos ir a Malvinas. Había otros que decían que era una locura. Yo creo que todos sabíamos que era una locura, que se había desafiado a una de las potencias más poderosas del mundo y que no estábamos en condiciones de enfrentarlos, pero había algo que vos decías... querías ir. E ir a pelear, viste, era rebelarte contra toda esa opresión que uno entendía que no era sólo del país, era como intentar devolverles un poco de lo que se estaba haciendo.6
Este testimonio inserta la guerra en ciernes en el marco más amplio de las luchas contra el imperialismo. En la controversia más famosa en la comunidad de exiliados, aquella entre un grupo de intelectuales argentinos de México y León Rozitchner, exiliado en Caracas,7 éste fue un elemento principal para justificar el apoyo: la posibilidad de separar lo que se consideraba una guerra justa de un gobierno dictatorial que los había forzado a salir del país y que ahora generaba un hecho que podía ser leído en tono netamente popular. En todo caso, a la luz de los acontecimientos posteriores, el “apoyo a Malvinas sí pero a la dictadura no” generó en muchos una dificultad para pensar ese problema:
Nosotros, desde México, habíamos sacado una declaración imperdonable que, para peor, era algo más que una declaración, era una especie de estudio que yo quise creer que no iba a ser publicado, que no había sido escrito para que se le diera difusión pública. De todas maneras, yo estaba de acuerdo con lo que ahí se decía; las primeras respuestas críticas que recibimos nos hicieron ver lo errónea que era nuestra posición. Todavía no logro explicarme cómo pudimos escribir esa declaración. Fue quizá más que un grueso error. No era, por supuesto, una alabanza a la Junta Militar; se decía, por el contrario, que era una banda de asesinos, pero lo que se reafirmaba era que las Malvinas eran argentinas y que se habían recuperado... Esta declaración suscitó muchas discusiones y autocríticas. Si me preguntan ahora sobre Malvinas, yo me niego a hablar, porque ya lo hice y mal, así que prefiero que hablen otros.8
Para otros militantes, inclusive, la guerra logró lo que no había podido la represión:
Lo de la guerra me enfureció muchísimo. Además la confrontación bélica quebró mi relación con mi organización política, ya que no coincidíamos con el análisis de la guerra y la dictadura en esa coyuntura. Yo no compartía que se pudiera apoyar, de ninguna manera ni bajo ningún concepto, una barbaridad como la guerra.9
De todos modos, si algo distingue a las posiciones del exilio es el hecho de que no sólo separaban, efectivamente, la guerra en las islas de la dictadura, sino que podían pensar ambas cosas a la vez, cosa que a juzgar por muchas de las manifestaciones del público en la Argentina, no era posible. Para quienes estaban en el país, la posibilidad de hacerse este tipo de cuestionamientos llegó, más bien, a partir de la derrota (y produjo desgarros semejantes).
En el exilio, hubo aquellos para quienes la guerra significó la posibilidad de llorar a sus muertos. El cineasta David Blaustein, por ejemplo, recuerda que
Malvinas me agarra en parte en Nicaragua haciendo un documental que nunca se terminó sobre los indios Misquitos (...) Me acuerdo perfectamente estar en Nicaragua y enterarme del hundimiento del Belgrano, en pleno rodaje de la película... Y me acuerdo que debe haber sido de las pocas veces en el exilio que lloré, porque de repente se me juntaron las imágenes de los pibes del Belgrano, hundiéndose, con la figura de Augusto Conte [su amigo y compañero de militancia, secuestrado mientras hacía el servicio militar el 7 de julio de 1976]... Y me acuerdo que la imagen que yo tenía mientras lloraba es que... si el Motudo hubiese sobrevivido, probablemente podría haber perdido en Malvinas, que era como absurda la asociación, pero era evidentemente una especie de doble duelo.10
El peso simbólico de Malvinas, su presencia en determinadas tradiciones partidarias fue, a la vez, un elemento decisivo a la hora del posicionamiento ante la guerra. Un dirigente sindical exiliado combinaba, en su apoyo a la guerra, tanto la formación escolar como el aprendizaje político posterior:
Miremos hacia adentro del país. No se puede prescindir de quiénes somos, que es, en este caso, la pregunta ¿de dónde venimos? Con las primeras nociones sobre la Nación a la que pertenecíamos, la Patria y su geografía, oímos que las Malvinas son argentinas. Rima que es música viva. El mapa del país, como un espejo en los pizarrones escolares, más tarde felizmente pulimentado nuevamente por el desarrollo de la conciencia socialista, nos dibujaba la Argentina con las Malvinas, Georgias, Orcadas, Sandwich y Antártida Argentina. De ahí el nerviosismo, las emociones encontradas, el vértigo en nuestras cabezas al recibir las primeras noticias de prensa sobre la ocupación. Es que lo retorcido de nuestra suerte, la desgraciada paradoja, reside en que los asesinos de nuestros hermanos –que no hermanos suyos– los más sistemáticos entregadores de la soberanía y la dignidad argentinas, sean los que ejecutaron la ocupación de las Malvinas.11
Adrián Bravo, que marchó a Malvinas a combatir, encontró argumentos muy similares para justificar su alegría, a los que pudo agregar otros:
Me acuerdo que cuando estaba haciendo la primaria una maestra me habló de Malvinas y me habló de una forma muy especial. Por eso, cuando me enteré que iba a las Malvinas fue como sacarme el Prode. No lo puedo explicar bien pero fue una alegría muy grande. Aparte, conocer tantas cosas nuevas, yo nunca había viajado en avión, ni en barco, ni en helicóptero, ni en nada. Es como que todo eso, con tener ganas o no tener ganas, si me parecía bien o no me parecía bien, no tenía nada que ver. Era otra cosa.12
Ahora bien, el testimonio del sindicalista en el exilio agregaba a la genealogía de su vinculación con las islas el hecho de que se estaba diseñando un mapa político distinto. Para muchos, la dictadura militar había habilitado nuevamente el espacio público, y en consecuencia “es inexorable que sus relaciones de fuerza con el pueblo al que oprimieron ferozmente durante estos últimos seis años, no será la misma. El pueblo ha puesto el hombro: las banderas de libertades democráticas junto a las de anticolonialismo. Y las ha puesto en la calle”.13
El conflicto de Malvinas sintetizó la posibilidad de dos acciones concretas, que fueron leídas de distintos modos en el exilio y en la Argentina, pero que claramente funcionaron como un elemento movilizador: la oportunidad de volver a hacer política públicamente y la de una regeneración (nacional, de clase).