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Movilizados

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Para miles de argentinos, sin embargo, el futuro tenía un rostro y un nombre concretos. Los soldados movilizados, sus padres, familiares y amigos, vivieron la guerra de un modo diferente y mucho más directo, acaso sin tantas posibilidades de imaginar un país distinto tras la victoria, probablemente porque ésta podía significar la propia muerte o la del ser amado. La convocatoria llevada por patrulleros a las casas, los telegramas a los cuarteles, fueron situaciones que se reprodujeron en miles de casas, y que generaron reacciones distintas. En todo caso, para los conscriptos bajo bandera o vueltos a convocar, más allá de sus convicciones, había una cuestión legal: no presentarse los transformaría en desertores:

Llamamos desde una cabina móvil de ENTEL y rápidamente nos comunicamos con Alejandro.

Lo primero que le dije a mi hijo fue: “Ale vos no podés ir por el tema de tu pie, ¡por favor! Presentá el certificado que te dio el médico –no apto para usar borceguíes– y te vuelves a casa”. Su respuesta fue: “papá, eso no lo hago ni loco”, volví a insistir y su contestación fue más terminante.41

Distintos factores coadyuvaban a que muchos estuvieran de acuerdo y consideraran su deber ir. No tanto entre quienes habían sido recientemente convocados (en febrero, la clase 1963), sino entre quienes, dados de baja (la clase 1962) debieron volver a presentarse. Muchos soldados, sencillamente respondieron de acuerdo a sus valores y a su educación:

Hace poco, unos pibes que entraron a la secundaria después del 83 me preguntaron por qué fui a Malvinas. La verdad es que no se me ocurrió que podía no ir. No se me ocurrió no obedecer cuando vino la policía a decirme que tenía que presentarme ese mismo domingo de Pascua en el comando. Nos habían educado para que no se nos ocurriera la posibilidad de negarnos a obedecer.42

Un soldado que moriría en las islas, Pedro Voscovic, “no había recibido su citación para ir a Malvinas, [pero] su madre le dijo que fuera igual a presentarse, porque si no lo hacía jamás podría mirar la cara de sus compañeros”.43

Para muchos jefes, el inicio de las operaciones en Malvinas significó enfrentarse a cantidad de imprevistos que deberían resolver sobre la marcha. Martín Balza, jefe de artillería, al llegar desde Paso de los Libres a Bahía Blanca con su unidad tuvo que comprar “con dinero personal que tenía ahorrado (...) entre otras cosas, latas de picadillo de carne, paté de foie, duraznos al natural, pilas, baterías y decenas de metros de una tela especial denominada ‘agro plástico’”.44

El soldado Guillermo Huircapán se enteró de que desembarcaría en las islas Malvinas a bordo de la flota de desembarco, cuando el almirante Busser leyó un comunicado a las tropas, y recuerda haber pasado la noche sin dormir, conversando con un compañero cordobés que decía que “el tema era complicado, que los ingleses tenían mejores armas, mayor tecnología, que nos arriesgábamos mucho. Para tranquilizarnos calculábamos que en las islas habría unos pocos soldados que no iban a resistir”.45

Otro de los soldados embarcados, Carlos Moyano, también se enteró de su destino en ruta a las islas: “Nos preguntaron si estábamos de acuerdo. Pero en el medio del agua, ¿qué íbamos a decir?”.46

Con diferentes ideas y convicciones al respecto, por deber, o por obligación, desde el 2 de abril de 1982, miles de hombres, soldados conscriptos y cuadros de las tres fuerzas, comenzaron a actuar el drama que –desde la oposición al apoyo irrestricto– fue vivido como decisivo por sus compatriotas.

Las guerras por Malvinas

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