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Historia portátil de España 1

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us huellas se han borrado, sus vestigios han desaparecido y no se sabe dónde están», escribió Ibn Hazm sobre un barrio de Córdoba arrasado hace mil años. Pero sus palabras podrían servir también para describir el Cádiz fenicio, que con ser tan eminente solo se deja ver excavando en solares imposibles o acercándose al Museo Arqueológico. No hay un mosaico como España, tan impregnado de préstamos e influencias foráneas, tan laberíntico en la sucesión de invasiones, decadencias y esplendores. Desde las gradas del antiguo teatro de Sagunto puede contemplarse el paso imponente de las épocas, la huella de viejas civilizaciones como recuerdos de patrias olvidadas. En las ruinas del castillo medieval, sobre la montaña alargada y arisca, los restos de la acrópolis ibera y la sombra del pasado árabe y visigodo; abajo, en el mismo teatro, las losas del pavimento romano. Y lo mismo puede decirse de otros muchos lugares que nos permiten ahondar en el limo de devastaciones sucesivas y prodigios levantados sobre escombros. Tiermes, el enclave celtíbero que prosiguió su lucha contra los romanos después de la caída de Numancia, hasta que fue, a su vez, conquistado, demolido y reconstruido por las legiones, es uno de los más singulares. Las ruinas de la antigua ciudad arévaca, al suroeste de la provincia de Soria, incluyen restos de la época del bronce, celtíberos, romanos y medievales. Pero no menos evocador es el paisaje. La carretera que conduce hasta el yacimiento atraviesa páramos sobrecogedores y pueblos solitarios con viejas casas de piedra que muestran la inmisericorde huella del cierzo, helado viento del norte que hace más de dos mil años quebrantó el ánimo de los legionarios romanos.

España es una inmensa mezcla, una tela trazada con millones de hilos que vienen de todos lados. Tierra de paso entre Europa y África, el Mediterráneo y el Atlántico, los caminos de la historia trajeron hasta ella modos de vida y alimentos, dioses y lenguas, grandezas y miserias que hoy la hacen deudora de olvidados pueblos viajeros. Y esto a pesar de que los obstáculos de la geografía parecían favorecer más bien lo contrario: el aislamiento, la reclusión.

Los Pirineos pudieron ser una frontera infranqueable en la Antigüedad, cuando la capacidad humana para salvar los desafíos de la naturaleza era escasa, pero la temible barrera montañosa no impidió la llegada de los pueblos indoeuropeos, que entre los siglos XI y VI a. C. impusieron su sello en el norte y la meseta. Tampoco el lugar extremo que ocupaba la península ibérica en el Mediterráneo, alejada de las metrópolis culturales, permitía aventurar el puesto de honor que le concederían fenicios y griegos algo después de la caída de Troya. Sin embargo, Iberia bebió desde tiempos remotos de las esencias mediterráneas. Hércules y sus legendarias columnas no son sino un símbolo de los audaces marinos y avispados colonos que llegaron a las playas de Andalucía y Levante procedentes de los puertos de la Grecia asiática y de las ciudades fenicias.

La península ibérica contaba entonces con los yacimientos minerales más ricos de la Europa occidental. En su Geografía, Estrabón dice: «Ni oro, ni plata, cobre o hierro, en ninguna parte de la Tierra, ni tal ni tan buena se ha hallado hasta ahora». España fue el auténtico El Dorado de la Antigüedad. Se habla de los ríos de oro y plata que los españoles trajeron de América, pero se suele ignorar la depredación por parte de Tiro de las riquezas materiales del mundo tartésico. Diodoro de Sicilia nos cuenta que los pueblos indígenas no daban gran valor a sus riquezas y que los fenicios adquirían la plata a cambio de pequeñas baratijas. El negocio, añade, era tan suculento y los mercaderes estaban tan ávidos de comerciar con metales preciosos que «cuando sobraba mucha plata (…) sustituían el plomo de las anclas por aquella».

Mayor aún fue el expolio que sufrió la península ibérica por parte de las dos grandes superpotencias de la Antigüedad, Cartago y Roma. La cuna de Aníbal, la fascinante ciudad erigida sobre la bahía de Túnez por los fenicios, descubrió en las minas andaluzas y murcianas los cimientos de su poderío. Y Roma encontró una gran parte del oro con que pagar sus fastos, obras públicas y legiones. La explotación de los recursos mineros llevada a cabo por los legados imperiales fue tan exhaustiva que serían pocos los yacimientos de valor descubiertos después. El atormentado paisaje de Las Médulas, en la comarca leonesa del Bierzo, guarda aún la memoria de aquel tiempo. Plinio el Viejo señala que no había parte del mundo donde se sacara más oro. Por supuesto, aquella actividad requería una ingente mano de obra: los esclavos. Porque esas montañas agujereadas por todas partes, esas montañas de tierra roja que hoy puede visitar el turista tranquilamente fueron entonces un lugar de muerte, un lugar de tinieblas. La boca del infierno de Dante, pero sin ningún Virgilio o mano amiga que mitigara el horror.

Navíos que buscan en tierras lejanas metales preciosos son una imagen que fatiga la historia. «A Tarsis van las naves en busca de metales», se lee en el Libro de los Reyes. Y también que Salomón de Jerusalén y su aliado Hiram de Tiro tenían en el mar barcos de Tarsis que iban a Occidente a buscar oro, plata y marfil. Del mar, de los intercambios comerciales con las colonias fenicias del sur peninsular, nació el reino de Tartessos, cuya existencia, decadencia y posterior olvido aún siguen envueltos en un profundo halo de misterio. Y del mar, de los grandes viajes mediterráneos, del enriquecedor contacto de los pueblos autóctonos con el mundo griego y fenicio, brotaron también formas hispanas tan evocadoras como las civilizaciones iberas.

Ni fenicios ni griegos intentaron adueñarse de la Península. Unos y otros se contentaron con fundar colonias en los umbrales que miran al Mediterráneo, objetivo que consiguieron sin dificultad. Cádiz, blanca Afrodita en medio de las olas, y Ampurias, hoy un evocador campo en ruinas, fueron a un tiempo cauce de entrada de culturas más refinadas y punto de salida de metales preciosos. Pero la historia dejó de ser en España un asunto puramente mercantil en cuanto el Mar de Mares se convirtió en el escenario del gran conflicto militar que enfrentó a Roma con Cartago.

La primera guerra púnica se saldó con la derrota y ruina de Cartago, a la que los bárquidas intentaron resucitar convirtiendo los espacios más ricos del solar ibérico en una perfecta colonia de explotación. Por España se llegaba a Roma, y después de conquistar Roma no habría nada más que conquistar. Tal fue la amenaza y la apuesta de Cartago. Ni Amílcar, que controló con eficacia el sur pletórico de metales, ni sus sucesores Asdrúbal y Aníbal, que llegaron hasta el Duero y el Ebro, se anduvieron con contemplaciones en aquella empresa de dominación. Polibio y Apiano describen con detalle sus métodos, una política mixta de diplomacia y manu militari que poco después emplearían con implacable rigor los romanos. Cuando cabía la negociación, se hacían promesas y se tomaban rehenes; cuando no quedaba otro remedio que atacar, se sometía sin piedad. Sagunto, espejo anticipado del cerco de Numancia, es un estremecedor ejemplo de cómo actuaba Aníbal cuando encontraba alguna resistencia en su camino: la ciudad ibérica, aliada de Roma, sufrió un terrible asedio al que, según la tradición, solo pusieron fin sus habitantes inmolándose en la hoguera.

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