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La dinastía del Sena

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Después de los amargos acontecimientos de 1640 y de los atropellos de las potencias europeas a finales de la centuria, el siglo XVIII inició un cambio de rumbo con el acceso de los Borbones a la corona y una guerra continental entre los partidarios de los candidatos al trono de Carlos II. El ganador del testamento del último Austria fue Felipe V, nieto de Luis XIV. Pero ni Viena ni Londres estaban dispuestos a permitir un relevo dinástico tranquilo ante el previsible manejo de las posesiones españolas por París. Tampoco el Rey Sol hizo nada por rebajar la tensión, encrespando aún más los ánimos al ocupar las fortalezas españolas de Flandes y dirigir la corte madrileña entre bambalinas.

La guerra de Sucesión fue, por tanto, un conflicto internacional que terminó enconándose en las entrañas de la Península y dividiendo a España en dos bloques territoriales encabezados por Castilla y Cataluña. No hubo en ello afanes secesionistas, sino dos maneras diferentes de entender la monarquía, entrelazadas con otros enfrentamientos de origen socioeconómico. El bloque catalano-aragonés —atravesado, como su adversario, de importantes deserciones y no pocas diferencias— defendió el modelo heredado de los Austrias, en el que confiaba completar la recuperación económica detectada desde finales del siglo XVII. Frente a él, la victoria de Felipe V y las teorías centralizadoras francesas lo fueron también del antiguo proyecto castellano de uniformización y de las medidas modernizadoras planteadas por el conde-duque de Olivares, fracasadas en el siglo anterior por las maniobras de la oligarquía periférica. Lo que no pudo ser en tiempos de Felipe IV, cuya generosidad o falta de fortaleza para imponerse en Cataluña contrastan con el inexorable juicio de Felipe II en el caso aragonés, lo conseguía ahora por la fuerza el nieto de Luis XIV, quien ya en plena guerra se inclinó por reforzar su autoridad, poniendo fin a los fueros aragoneses, valencianos y catalanes mediante los Decretos de Nueva Planta.

Muchos catalanes tienden a ver hoy el Decreto de Nueva Planta de 1716 como el día más negro de su historia. Sin embargo, la reforma de la administración iniciada por Felipe V fue el preludio de su progreso económico. No hay que olvidar que el siglo XVIII fue una época de prosperidad para Cataluña y tampoco que la apertura del tráfico con América desde mediados de la centuria y la prohibición de importar algodones y linos extranjeros en todo el territorio español acallaron muy pronto las quejas. Los Borbones aprendieron el delicado juego de equilibrios, característico de los Austrias. Y hasta estuvieron a punto de ofrecer a la burguesía catalana el apetitoso bocado de un mercado peninsular completamente unificado, al añadir a la desaparición de las aduanas entre Castilla y Aragón el traslado de las vascas a la costa, frustrado por un violento motín en la ría de Bilbao.


Real Sitio de La Granja de San Ildefonso, Segovia.

Solo las Provincias Vascongadas y Navarra vivieron al margen del proyecto uniformador del siglo XVIII. La fidelidad mostrada a Felipe V en la guerra les favoreció, como también el hecho de que el modelo foral vasco se integrara desde antiguo en el esquema político castellano sin suscitar problemas, demostrando su buen funcionamiento en los últimos siglos.

Después del Tratado de Utrecht (1713), la pérdida de los territorios europeos —Bélgica, Luxemburgo, el Milanesado, Nápoles— transformó el viejo Imperio español en un binomio perfectamente definido: España y sus Indias. América fue, a partir de entonces, la gran prioridad de la política exterior. Salvo el período en que la dominante reina consorte de Felipe V, Isabel de Farnesio, empeñó el esfuerzo de la corona en la consecución de tronos italianos para sus hijos, España dejó de lado la óptica continental para centrarse exclusivamente en el Nuevo Mundo.

Los Pactos de familia con Francia no fueron, pues, fruto de sentimentalismos dinásticos, sino consecuencia del más puro pragmatismo. Aun a riesgo de convertirse en satélites de Versalles, los Borbones españoles vieron en Francia un aliado natural frente a Gran Bretaña, el enemigo común. El apoyo a la rebelión de los colonos norteamericanos como parte de la estrategia antibritánica fue un paso peligroso al respaldar una lucha en la que los líderes criollos podían ver la aurora de su independencia. Pero la pugna con la marítima Gran Bretaña favoreció también la reconstrucción de la flota, fundamental para conservar América y recuperar el prestigio internacional perdido.

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