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¡España, España!

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Primo de Rivera quiso representar ante los españoles el papel del cirujano de hierro pedido por Costa para emprender la regeneración desde la cabeza, acabar con el régimen caciquil y fomentar el crecimiento económico, sin concesiones a los obreros. Tan locuaz como autoritario, el dictador resolvió las cuestiones de emergencia —Marruecos, orden público— con el aplauso general, pero fracasó en su pretensión de solucionar para siempre el sistema de partidos, los nacionalismos de la periferia o la lucha de clases. Más destituido que dimitido, se retiró a comienzos de 1930. Y en su caída arrastró al rey. Nada refleja mejor la soledad de Alfonso XIII en aquellos instantes que el artículo más resonante de la historia del periodismo político español, «El error Berenguer», donde Ortega y Gasset dejaba dramáticamente claro que la experiencia monárquica era ya una vía muerta: «¡Españoles —escribió—, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!».

La Segunda República nació en la primavera de 1931 con la intención de traer a España el aire de modernidad europea tantas veces anhelado por la generación del 14. «Rectificar lo tradicional por lo racional» fue el ambicioso horizonte de Manuel Azaña, el político e intelectual que encarnó el ideario del nuevo régimen: una reforma agraria, una legislación social avanzada, un correctivo a la influencia de la Iglesia, un reajuste del ejército que ahuyentase el espectro del militarismo, una labor cultural y de educación ciudadana para hacer realidad las fórmulas democráticas y, finalmente, una respuesta política a la singularidad regional. Otras naciones europeas occidentales habían logrado tales metas de modo progresivo y a lo largo de mucho tiempo. El sueño de Azaña y sus colaboradores consistía en cambiar todas esas cosas a la vez y en pocos años.


Ruinas de Belchite, Zaragoza.

Pero la República fue un recién nacido en una casa donde nadie se llevaba bien. Una utopía que no tuvo en cuenta ni la fortaleza de los obstáculos internos ni el auge de los totalitarismos en el exterior. Ya desde sus inicios, la quema de conventos hirió la imagen del débil régimen republicano, rápidamente atrapado entre la impaciencia de las masas y la miopía de los defensores del viejo orden, y finalmente derribado por un golpe militar que dio inicio a tres años de guerra civil.

No hay muchos episodios en la historia del siglo XX que hayan dejado una huella tan indeleble en la memoria de la humanidad como la guerra civil de 1936. El terrible conflicto español galvanizó la conciencia contemporánea y proyectó internacionalmente la imagen de dos Españas enfrentadas. Fue, además, un terrible precedente del descenso de la humanidad hacia la barbarie, de la demonización del adversario para justificar su aniquilamiento. Muchas fueron las destrucciones materiales y las pérdidas humanas en los frentes de combate y en la retaguardia, pero las secuelas más perdurables del conflicto serían el derroche de sabiduría que se produjo con el exilio de la intelectualidad liberal y la larga dictadura que siguió a la derrota republicana de 1939. El Cara al sol falangista cantaba «volverán banderas victoriosas, al paso alegre de la paz». Pero no era cierto. Una guerra civil jamás acaba el día en que se firma el último parte de la contienda. Y en España, la paz fue la aplicación a lo largo de treinta y seis años de lo que el propio régimen llamó la victoria.

Franco no ganó la Segunda Guerra Mundial, pero tampoco la perdió, y sin dejar de reprimir las libertades democráticas tuvo la satisfacción de recibir el espaldarazo de los grandes del planeta. La Guerra Fría vino en su ayuda y, gracias al abrazo de los Estados Unidos, la dictadura pudo rectificar la desastrosa política económica de la posguerra —que había llevado al país al borde de la ruina más absoluta— y, aunque tarde, encontrarse con las ondas del progreso material europeo.

Sostenida por la represión y el ejercicio diario de la propaganda, la fachada de la España franquista fue tan gris y uniforme como el Valle de los Caídos. Pero bajo la imagen oficial que daba a entender que todo continuaría atado y bien atado, el país regentado por el dictador cambiaba. Es verdad que el desarrollo de los años sesenta tuvo grandes fallas: fuertes desequilibrios regionales, estancamiento del campo, emigración de dos millones de españoles a Europa, insuficientes prestaciones sociales, horrores urbanísticos… No obstante, con la definitiva industrialización, el aumento del poder adquisitivo de las clases trabajadoras y el despliegue de una clase media consumidora y urbana, el progreso económico de aquella década provocó una transformación honda, prolongada, que —sumada al fenómeno del turismo y al creciente anhelo de respirar los aires frescos de Europa— hizo posible la transición política que se produciría después.

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