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La corona y la cruz

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Las incursiones de los pueblos bárbaros marcan la defunción de la Hispania romana. Fue la era del caos o, como la definió san Jerónimo, «el tiempo de las lágrimas». Pero ni siquiera el derrumbe del imperio hizo desaparecer por completo la herencia cultural dejada por Roma, pues esta se salvaría con el triunfo de los visigodos, cuya historia es una sucesión de migraciones y guerras desde su hogar nativo en el Báltico hasta su instalación en el sur de Francia y la península ibérica.

Los jinetes mongoles que invadieron China y después envejecieron en las ciudades que habían anhelado destruir son un reflejo del comportamiento de los visigodos, pueblo romanizado en comparación con sus hermanos germanos. Asaltan y saquean Roma en el año 410 y poco tiempo después se convierten en soldados a sueldo del emperador, contribuyendo a defender los derechos de Honorio en Hispania y a rechazar la gran ofensiva de los hunos de Atila en los Campos Cataláunicos. Pese a la imagen que proyectan las devastaciones producidas a su paso por Italia, nada animaba a los visigodos contra el imperio. Ni sueños de gloria, ni sed de conquistas, ni menos aún motivos religiosos. Como Ulfilas, que desde Constantinopla les llevó el cristianismo en su versión arriana, sus reyes admiraban la idea que representaba Roma y estaban dispuestos a restaurar y acrecentar la gloria del nombre romano poniéndose a su servicio. Todo lo que querían, a cambio, era un lugar donde establecerse, un territorio al que llamar patria. Objetivo que alcanzaron efímeramente en el sur de Francia, con el reino de Toulouse, y que consolidaron en España, después de la desastrosa batalla de Vouillé (507), en la que lo mejor de su ejército fue aniquilado por los francos.


Detalle de El triunfo de san Hermenegildo, Francisco Herrera el Mozo, Museo del Prado, Madrid.

Fue, por tanto, la debacle de Vouillé lo que empujó a los visigodos a volver la mirada allí donde habían prestado sus servicios como mercenarios: la península ibérica, el fin del mundo de los antiguos navegantes, la indómita y belicosa tierra rendida por las legiones, la provincia civilizada y productiva de Trajano y Adriano, cuyo esplendor se había marchitado hacía ya tiempo, pero cuyos tesoros aún merecían el esfuerzo de la empresa. Sacando partido de lo que quedaba de su potencial militar, experimentaron su primera gran conversión: de herederos nominales de Roma en el sur de Galia y en Hispania a conquistadores de su herencia, de pueblo galo a reino hispano, ratificado por el traslado de la corte a Toledo, el corazón de la meseta, elección explicable por su posición central y el carácter inexpugnable de su emplazamiento.

Asentados en su nueva capital, los reyes godos aceleraron la imparable romanización de su pueblo y extendieron su control a los territorios que nominalmente habían formado parte de las viejas provincias hispanas, evitando que la parcelación impuesta por suevos y bizantinos se consolidase. Con los visigodos, por tanto, Hispania cobró forma de reino independiente. La renuncia de Recaredo a la fe arriana y los concilios de Toledo abrieron, además, el camino a la unión del trono y el altar, metida hasta la médula en la historia de España.

Tampoco los visigodos resistieron el paso del tiempo. El reino fortalecido por Leovigildo y Recaredo adoleció del mismo defecto que agravó la crisis de Roma: la incapacidad de articular un método pacífico de sucesión al trono, con la nobleza siempre dispuesta a liquidar sus diferencias por la fuerza y a convertir el regicidio y el derrocamiento en instrumentos habituales del cambio de poder. Los esfuerzos de la Iglesia por proteger a la monarquía de aquella plaga resultaron inútiles. Y en el año 711, carcomido por el paisaje del hambre y las luchas intestinas, el castillo de naipes del reino de Toledo terminó derrumbándose ante el empuje de los jinetes musulmanes de Tariq, la mayoría bereberes del norte de África recién convertidos al islam, animados por la esperanza del botín y por la certidumbre de ganar el paraíso si morían en la guerra santa. De nada sirvieron entonces las plegarias. Animados por sus éxitos, los ejércitos victoriosos de Alá solo serían detenidos en Poitiers. Allí, el año 732, Carlos Martel los despertó del sueño de una Europa llena de mezquitas, cerrándoles las puertas de Francia para abrírselas más en España, donde, como había ocurrido con los godos, concentraron todos sus esfuerzos.

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