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De Granada al Nuevo Mundo

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No hay reinado más trascendente en la historia de España que el de los Reyes Católicos, cuya obra política alumbró un recorrido que llega hasta hoy. Ciertamente, la convergencia de Castilla y Aragón, después de varios siglos de roces y rupturas, tuvo entonces un mero carácter dinástico y patrimonial. Sin embargo, la precaria unidad de aquella monarquía compleja daría paso a un entramado de intereses comunes que acabaron reforzándola conforme se alcanzaron las metas trazadas, centurias antes, por cada reino: Granada, Nápoles, Navarra.

Si hay una fecha que resume el esplendor de aquel reinado esa es 1492: el año de la conquista de Granada, del descubrimiento de América y de la publicación de la Gramática castellana elaborada por el humanista Antonio de Nebrija, la primera de una lengua vulgar europea. Resulta difícil exagerar la importancia de estos hechos. Para ver el eco internacional que tuvieron en su momento, basta asomarse a las cartas del humanista italiano Pedro Mártir de Anglería, que llegó a la península ibérica atraído por la guerra contra el reino nazarí de Granada y de pronto se vio cautivado por noticias muchos más asombrosas:

No abandonaré de buen grado España hoy, porque estoy en la fuente de las noticias que llegan de los países recién descubiertos y puedo esperar, constituyéndome en historiador de tan grandes acontecimientos, que mi nombre pase a la posteridad.

La importancia de la conquista del último bastión musulmán de la Península estaba clara en el ánimo de los monarcas. Según el imaginario de la época, con ella culminaban la tarea iniciada en el siglo VIII por los núcleos cristianos del norte frente al islam y se daba una respuesta simbólica a la toma de Constantinopla por los turcos; de ahí que los embajadores españoles se hicieran rápidamente eco de la noticia para extenderla a través de toda Europa. Pero cuando enviaron a un oscuro explorador llamado Cristóbal Colón a la caza de quimeras en el horizonte, la esperanza de poder rebasar a los portugueses en la consecución de la ruta más rápida a las Indias no incluía el descubrimiento de América. Ni los consejeros de Isabel y Fernando, ni nadie en Europa, podía imaginar entonces que un continente ignorado, una especie de Atlántida perdida, con montañas abismales, con valles húmedos y ardientes, con cordilleras selváticas y ríos interminables, con pueblos industriosos y espléndidas ciudades —como si de pronto ante el imperio de Alejandro Magno hubiera surgido una Persia de dimensiones continentales o como si ante la Roma de Julio César se hubiese alzado un desconocido Egipto del tamaño de África— fuera a emerger desde el confín de los océanos para coronar la fortaleza de la monarquía hispana.


Tumba de los Reyes Católicos, Capilla Real de Granada.

No hay que olvidar que las tres carabelas que zarparon del puerto de Palos camino de Asia rompieron el encantamiento del non plus ultra (‘no hay más allá’) que por veinte siglos había detenido a los marinos, cerrándoles, por miedo, el paso a través del Atlántico. Fue, en palabras de Rubén Darío, como el derrumbe de una Babel de Cristal. «La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo creó, es el descubrimiento de las Indias, y así las llaman Nuevo Mundo», escribió López de Gomara más tarde, cuando ya habían empezado a llegar las remesas de oro y de plata de los imperios azteca e inca. Pero para los Reyes Católicos las noticias traídas por Colón al regreso de su primer viaje solo significaron una ilusión y un estímulo, apoyados enseguida por el regalo de las bulas alejandrinas —que dieron una cobertura legal a la impredecible expansión colonial— y los acuerdos de Tordesillas —que salvaron las diferencias con Portugal respecto de los derechos ultramarinos, al fijar la divisoria de los territorios a descubrir por ambas potencias—.

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