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Entre Jesús y Alá

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Dice acertadamente Emilio García Gómez que no hay en la historia silencio más estremecedor que el que rodea la entrada de los musulmanes en España. Nada tenemos, en efecto, sino una espantosa oquedad sobre lo que de verdad fue y lo que en realidad pensaron o hicieron las gentes anegadas por el avance de los seguidores de Mahoma, unos guerreros que las ilustraciones de los manuscritos medievales nos muestran a caballo, con vestiduras de colores vivos, con turbantes y altas banderas en las que hay bordados versículos del Corán. Siglos después de la derrota de don Rodrigo en Guadalete, las crónicas cristianas adoptaron el tono de los pasajes bíblicos para contarnos la victoriosa campaña de aquellas tropas al servicio de Damasco. Y es verdad que la expansión árabe, de consecuencias inimaginables para sus primeros adalides, estaba conmoviendo el mundo hasta sus cimientos. No obstante, a muy pocos habitantes de la vieja Hispania pareció importarles demasiado que sus nuevos amos profesaran unas creencias tan distintas a las suyas. Habían sufrido la escasez, las epidemias, la tiranía y el pillaje de los poderosos, y los nombres de los monarcas y prelados del reino de Toledo y hasta sus dignidades y sus rostros no debían serles menos lejanos que los de los recién llegados. Además, los gobernadores musulmanes atenuaron la presión fiscal y se cuidaron mucho de obligar a nadie a abjurar de su fe. Si, al final, una gran mayoría de la población hispano-visigoda adoptó la religión de los conquistadores fue, sin duda, porque la conversión al islam llevaba aparejada enormes ventajas sociales: la primera, quitarse de encima el denigrante tributo religioso.

Pero no debe pensarse que resultó fácil poner orden en el revoltijo de razas y culturas de al-Ándalus. Como en los tiempos godos, el prestigio y la supervivencia de los nuevos amos de la península ibérica dependió de la puesta en pie de una eficaz estructura política. Abd al-Rahman I, un retoño de la familia omeya, allanó esta difícil empresa en la segunda mitad del siglo VIII, dando vida al emirato, la primera entidad independiente del mundo musulmán. Y Abd al-Rahman III la culminó en el X al proclamarse califa y convertir Córdoba en la capital del reino más poderoso de Occidente.


Salón rico o sala de embajadores de Medina Azahara, Córdoba.

Sin embargo, pese a su enorme fortaleza y a la islamización de la mayor parte de la población, la España musulmana nunca llegó a erradicar del todo a la cristiana, ya que, mientras un sector de la aristocracia goda conseguía que se respetasen sus propiedades y privilegios a cambio de su contribución al mantenimiento del Estado o de la ingrata tarea de recaudar impuestos, otro contrario al pacto decidió amurallarse hasta el final en los inaccesibles montes del norte. Después, el estímulo de Covadonga, la difícil geografía, la necesidad de la corte carolingia de asegurarse el flanco sur mediante la creación de una marca defensiva y el desinterés de Córdoba por alargar su sombra a los valles cantábricos y pirenaicos favorecieron la aparición de diversos núcleos políticos como un contrapoder muy modesto pero muy eficaz en cuanto a potencia bélica.

El más antiguo de todos ellos fue el reino de Asturias, con el que la semilla visigoda germinó en un suelo escasamente latinizado y cristianizado. La empresa se vio reforzada en el siglo IX con el impulso de los clérigos mozárabes emigrados de al-Ándalus. De su sabiduría se sirvió Alfonso II para reorganizar la corte de Oviedo a imagen y semejanza del añorado reino de Toledo, proyecto en el que rápidamente se involucró a la Providencia con el descubrimiento del sepulcro del apóstol Santiago.

Poco a poco, la complejidad y extensión del reino de Asturias desembocaron en la formación de dos realidades distintas, León y Castilla. Y mientras esta última crecía en fuerza gracias a su posición fronteriza, las injerencias de Aquisgrán y el empuje de las sociedades pirenaicas dieron a luz otras entidades llamadas a cobrar peso en el tablero peninsular: el reino de Pamplona, que pasaría a serlo de Navarra, el condado de Aragón, que en el siglo XI se transformó en reino, y los condados catalanes, estrechamente vinculados al Imperio carolingio.

Durante largos siglos, una doble frontera, política y cultural, agigantó los contrastes entre el norte y el sur, donde la economía, la religión o los modos de vida siguieron rumbos opuestos. A los árabes les gustaban las ciudades con sus zocos bullangueros, y enriquecieron con su experiencia oriental la vida urbana de Andalucía, Levante y el valle del Ebro, las regiones más ricas y mejor comunicadas. Laberinto de etnias, rostros y vestimentas donde los cristianos y los judíos hablaban y escribían en árabe, aunque siguieran conservando su lengua, y donde nadie, ni siquiera los más altivos aristócratas, podía alardear de una improbable limpieza de sangre, al-Ándalus brilló también como centro de saber. De modo que, antes de que la cantara Luis de Góngora, Córdoba, la gran capital omeya, ofreció el escenario ideal para la representación de la más elaborada cultura medieval, compendio de las mejores influencias del mundo clásico y los conocimientos llegados de Persia, India o incluso China. El fulgor de la ciudad del Guadalquivir, el eco de aquellos días, aún perdura en los libros, en la imaginación, en la memoria: una primavera pletórica de la filosofía, la medicina y la poesía, a la que se unieron el poder de la milicia, el comercio y la agricultura.

Nada parecido a Córdoba —ni tampoco a Sevilla, Almería, Valencia, Toledo o Zaragoza, por citar un ramillete de urbes andalusíes— podía encontrarse en el norte cristiano, donde la fisonomía de las capitales apenas si se distinguía de la de los poblados. «Tienen su encanto nuestros campos, nuestras grandes choperas y nuestros callados y recogidos huertos —dice después de cumplir su embajada en la corte de al-Hakam II uno de los personajes a los que Sánchez Albornoz dio vida en León, una ciudad de la España cristiana hace mil años—; pero no puede nuestra ciudad resistir parangón con la de los emires, ni nuestros templos con el suyo, ni nuestras cortes con sus casas». La vida laboriosa se apiñaba, en efecto, en los campos, y fue en el áspero y rudo agro, en la canción y la cosecha, en la oración y el arado, donde se pusieron los cimientos económicos y sociales del lento caminar hacia el sur. Un avance repleto de sangre, sudor y lágrimas que tuvo su punta de lanza en familias sin medios de subsistencia, aventureros en busca de fortuna, emigrados cristianos puestos a salvo de la intolerancia islámica… ejércitos anónimos que dilataron las tierras de sus reinos, defendiéndolos muchas veces de las acometidas de Córdoba y ayudando a transformar los minúsculos enclaves del siglo X en las grandes potencias de los siglos XI y XII.

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