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Prólogo
ОглавлениеPues sí: soy español de nacimiento, de educación, de cuerpo y espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio…
MIGUEL DE UNAMUNO
l problema de España; España como problema; el laberinto español; las dos Españas; España invertebrada; España, mito o realidad; España, país dramático; la invención de España… Sí, España ocupa otra vez los titulares periodísticos, la energía del moderno arbitrismo y la palabrería de los políticos. El debate público sobre su historia y, más aún, la preocupación e incluso los interrogantes acerca de su solidez y viabilidad, revelan una angustia, una inseguridad, un complejo de falta de realización, pero también invocan una empresa apasionante, una tarea cívica incansable que abrió la generación del 98 —la primera en tener conciencia nacional y, al mismo tiempo, propósito de intervención—.
En efecto, no es la primera vez que la idea de España entra en crisis. La resaca del desastre de Cuba llevó a los intelectuales del primer tercio del siglo XX a preguntarse por la razón y la historia de nuestro país con una preocupación y un rigor que todavía nos aleccionan y conmueven. De la indagación en el paisaje, en el pasado y en los clásicos emprendida por Unamuno, Azorín, Machado o Menéndez Pidal brotó un diálogo fecundo, clave para que España cobrara conciencia de sí misma e iniciara la tarea de conjugar la identidad nacional con la democracia y la reforma del Estado.
Porque, en el fondo, la crisis del 98 no fue más que una crisis de modernización, a la que intentaron curar los regeneracionistas de Costa, los catalanistas de Cambó, los conservadores de Maura y los liberales de Canalejas, los reformistas de Melquíades Álvarez y los socialistas de Prieto, los europeístas del 14 con Ortega y Azaña a la cabeza y hasta los poetas del 27, sin cuya asombrosa producción lírica, nacida de un riguroso examen de la cultura, España difícilmente habría tomado posesión de sí misma. Y es que la reflexión sobre la idea de España, la indagación sobre sus propias capacidades, incluso sobre sus perplejidades históricas, también estuvo ahí: en la salida a flote de una clara conciencia del propio idioma, en la voluntad de mejorarlo, de innovar su tradición, de dotarlo de mayor fuerza expresiva, de dignificarlo hasta darle un lugar preferente en la cultura europea de entreguerras. Para aquel país que interrogaba al pasado a la luz crepuscular del imperio, y que pronto lo haría a la sombra agónica de la guerra civil, para aquella nación consciente de su magnífico acervo cultural, parecen escritos, precisamente, los versos con que Luis Cernuda terminara uno de los poemas de Donde habite el olvido:
Cuando la muerte quiera
una verdad quitar de entre mis manos,
las hallará vacías, como en la adolescencia
ardiente de deseo, tendidas hacia el aire.
La guerra civil de 1936 arruinó el camino emprendido. Para colmo de males, la irracional uniformización totalitaria del franquismo puso en marcha el proceso desnacionalizador más importante de nuestra historia. Habría que esperar, pues, a la Constitución de 1978 para dar respuesta al gran problema de la democracia que obsesionara a Ortega y Azaña, cristalizado en el ciclo de cambios de Estado y de régimen que jalonó la historia de España en el siglo XX: monarquía, dictadura de Primo de Rivera, Segunda República, levantamiento militar de 1936, guerra civil, dictadura de Franco. Quedaron, no obstante, dos sumarios inconclusos: definir los límites de descentralización que puede soportar la idea de España y atraer al cumplimiento de las reglas constitucionales a los nacionalismos catalán y vasco. Ambos expedientes son los detonantes de la crisis de identidad nacional que viven hoy los españoles, mucho más aguda que en el 98, ya que entonces nadie negaba la condición de España como nación. Hoy sí.
Conviene, por tanto, repetirlo sin tregua. España no es un país de desguace ni de fin de raza. No lo fue en tiempos pasados, ni siquiera cuando la literatura se tendió sobre el campo ensangrentado de la guerra civil. Y no lo es hoy. España no es una abstracción ni un mero trámite legal cumplimentado en 1978, ni tampoco un vulgar caparazón institucional creado por la política expansiva de Castilla, un simple Estado que nacionalistas vascos y catalanes se ven en la obligación de compartir con sus presuntos opresores. España es el fruto de una larga tradición, de un prolongado hermanamiento, de un deseo claramente expresado de continuar la vida en común… El producto de un enriquecedor proceso de mestizaje y de un ímpetu cultural desarrollado a lo largo de los siglos.
Hispania, Toledo, al-Ándalus, Sefarad, América… Se ha escrito muchas veces que el nuestro es el país de todas las culturas. No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Diversidad, aluvión, contagio, préstamo…, son palabras de la hermosa lengua tallada por Nebrija que sirven para describir la historia de España. Porque la identidad es un proceso, y España —como Francia o Gran Bretaña, como cualquier otra nación europea— es lo que ha ido siendo a través del tiempo: una inmensa mezcla, un mosaico de millones de piezas que vienen de todos lados. Somos griegos e iberos, fenicios y romanos, godos y árabes, judíos y cristianos. Somos también americanos, los descendientes de una historia rica y diversa. ¿O acaso no es un ciudadano, entre otras muchas cosas, un punto de convergencia, un producto, un hijo de su pasado nacional? Decía Azaña:
Soy español por los cuatro costados. De ahí que me considere miembro de una sociedad ni mejor ni peor en esencia de las demás europeas. Y es en cuanto español, que me anima el espíritu propio de un liberal que hallándose predeterminado en parte por inclinaciones heredadas, las corrige, las encauza hasta donde le permite el desinterés de la inteligencia.
Voces plurales, civilizaciones sobre las que se van asentando otras civilizaciones, a veces enriquecidas, a veces arrinconadas. No conozco una imagen que de manera más directa nos pueda hacer sentir la fuerza aglutinadora y mestiza de lo hispano que «El aleph», el relato del escritor argentino Jorge Luis Borges. En este cuento, el narrador logra encontrar un instante perfecto en el tiempo y en el espacio en el que todos los lugares del mundo pueden ser vistos en el mismo momento, sin confusión, desde todos los ángulos, y sin embargo en perfecta existencia simultánea.
Y bien, ¿qué veríamos hoy en el aleph español? Veríamos una tierra que mejora su destino convirtiéndose en cuba de sedimentación de pueblos, culturas y dioses. Veríamos la vieja y legendaria Iberia donde Ulises descendió a la casa de Hades, la patria del ibero y del celta, verdadero El Dorado de las ciudades fenicias de Sidón o Tiro. Veríamos la España de Roma y del reino visigodo de Toledo, la España del islam, de la cábala y de la noche oscura del alma. Veríamos la España que descifró los mares y descubrió América, la España del cardenal Cisneros y Fernando de Rojas, de Hernán Cortés y Elcano, de Carlos V y Felipe II, de Olivares y Quevedo, la España de Olavide y Jovellanos, de Larra y Torrijos, de Víctor Chávarri y Cánovas del Castillo, de Machado y Clara Campoamor… La madre nutricia de sueños a la que, en plena desilusión del 98, rindió homenaje el nicaragüense Rubén Darío con versos esperanzados:
Mientras el mundo aliente, mientras la esfera gire,
mientras la onda cordial aliente un sueño,
mientras haya una viva pasión, un noble empeño,
un buscado imposible, una imposible hazaña,
una América oculta que hallar, vivirá España.
Veríamos el país que nos diera a conocer Cervantes, que consuela y cura de la quiebra de confianza entre gobernantes y gobernados, la patria del alma que los poetas —desde Marcial a Jaime Gil de Biedma, pasando por Ibn Hazm de Córdoba, Ibn Gabirol, Gonzalo de Berceo, Ausiàs March, san Juan de la Cruz, Espronceda, Manuel Machado, Blas de Otero…— nos han confiado con su cántico universal de amor a la tierra, a Dios y al hombre, roto el olvido del tiempo y la disparidad de las lenguas. Veríamos el debate teológico y jurídico que, en 1539, establece las bases del moderno derecho internacional; la defensa, en 1599, en plena época de afirmación monárquica, de la existencia de leyes emanadas del pueblo; la lucha por la democracia y la igualdad. Veríamos una nación que, en tiempos difíciles, ha sabido alumbrar esperanzas, una nación en permanente génesis, como ya la definiera Galdós en el siglo XIX, heroica viviendo, heroica luchando por un mañana que es nuestro presente, el tiempo en que cobran forma nuestras libertades, una malla de derechos que de tan aceptados se vuelven invisibles.
Y veríamos, claro está, la España de hoy, un país que, pese a la imagen centrada en lo adverso que ofrecen los telediarios y los periódicos, ha sido declarado por organismos internacionales solventes como uno de los mejores del mundo para nacer, el más sociable para vivir y el más seguro para viajar por todo su territorio. Según el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral, con sede en Estocolmo, España es la decimotercera mejor democracia del mundo, por delante de Bélgica, Reino Unido, Francia, Italia, Portugal o Canadá. Y como recordara no hace mucho Manuel Vicent, nuestro país es líder mundial en donación y trasplante de órganos, en fecundación asistida, en sistemas de detección precoz del cáncer, en protección sanitaria universal gratuita, en energía eólica, en conservación marítima, en energías limpias, en playas con bandera azul o en construcción de grandes infraestructuras ferroviarias de alta velocidad.
A todo esto hay que sumar que el nuestro es el país que más misioneros da al mundo: es decir, el generoso idealismo de una multitud de cristianos que luchan contra la injusticia en los rincones más desfavorecidos del planeta, atendiendo a los pobres y a los enfermos, sufriendo en el empeño sus mismas carencias, compartiendo los riesgos y amenazas de aquellos a quienes dedican su vida. Cientos, miles de ejemplos que nos hacen sentir todo aquello que, hace casi dos mil años, un carpintero judío anunció al proclamar la condición inviolable del ser humano, su dignidad intocable y su libertad esencial; nos hacen pensar que ese mensaje, tan arraigado en la historia de España, continúa siendo una promesa viva, compasiva y exigente.
El periodista británico Tobias Jones ha comentado que el feminismo no había pasado por Italia. Otro inglés, autor de un apasionante libro sobre nuestro país, Gilles Tremlett, recuerda que las mujeres españolas han conseguido todos los avances que la revolución «del segundo sexo», como la llamó Simone de Beauvoir, ha conquistado en Europa. Frente a la agresividad que rezuman las noticias, España es —según la Universidad de Georgetown— el quinto país del mundo más respetuoso con las mujeres, el segundo más seguro para ellas y el de menor violencia de género en Europa, muy por detrás de las socialmente envidiadas Francia, Dinamarca, Suecia o Finlandia.
Dejando aparte la historia, el paisaje y el arte, cuya riqueza ocupa parte de este libro, España posee, además, una de las lenguas más poderosas, más habladas y estudiadas del planeta, y es el tercer país, según la Unesco, por patrimonio universal, solo detrás de Italia y de China. Y para celebrarlo, tenemos la segunda mejor cocina del mundo.
No hay que conformarse con lo que va mal ni con las amenazas a lo que hemos conseguido, pero es muy importante saber qué tenemos, valorarlo correctamente, y cuando evaluamos nuestra situación compararla también con la de otras partes del mundo, incluida Europa.
A lo mejor no me creéis —ha dicho con cierta exageración el pianista y escritor británico James Rhodes— pero no os miento si os digo que en España todo es mejor. Los trenes, el metro, los taxistas, el ritmo de vida tranquilo, el idioma increíble (…) Son asombrosas la cordialidad del vive y deja vivir y la generosidad. El respeto que os inspiran los libros, el arte, la música. El tiempo que dedicáis a la familia y al descanso. A las cosas que importan…
Las naciones cambian. La Inglaterra de Shakespeare es muy diferente a la de Dickens. La España de Quevedo tiene muy poco que ver con la de Jovellanos, pese a que apenas cien años separan una de la otra. España, por otra parte, es uno de los países europeos que más ha avanzado en el último siglo. Yo he conocido, por lo menos, tres de sus variantes. La España de finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, los del predominio de Falange, la autarquía imposible, el silencio y el hambre. La España de los Planes de Desarrollo y la legitimación de Franco en el exterior, en la que el creciente bienestar económico se hizo subversivo y el rechazo a la dictadura dio lugar a un brillante florecimiento artístico y literario. Y la España de la democracia, que cuarenta y cinco años después de la muerte de Franco se ha convertido en un país completamente distinto al que era; una sociedad plural, dinámica y vigorosa que ha aceptado, sin excesiva violencia moral, cambios extraordinarios en la valoración y la legislación de principios que hasta ayer mismo parecían consustanciales a nuestra nacionalidad y a nuestra conciencia colectiva, conviviendo, sin especiales problemas, con el divorcio, el matrimonio homosexual y las familias de un solo progenitor, por citar algunos ejemplos significativos.
El cambio, en efecto, ha sido vertiginoso, y al margen de las conquistas sociales y políticas que se han producido desde la Transición, quizá uno de sus signos exteriores más espléndidos y evidentes se encuentre en las ciudades de provincia, las pequeñas y medianas. Casi todas han convertido sus centros históricos en peatonales, han reparado los monumentos que se caían a pedazos, han abierto espacios para el paseo o la reunión, han agilizado los servicios y han mejorado enormemente el transporte.
Por supuesto, hay problemas. ¿Cómo no iba haberlos? España padece los azotes del paro, el desprestigio social de saberes verdaderamente sustantivos —la filosofía, la historia, el arte—, la fulminante desaparición de valores esenciales como la cortesía o la amabilidad, el narcisismo regional, la exigua ilustración de la clase política o la extensión entre sus ciudadanos de una simplista concepción democrática donde el pueblo se revela únicamente como sujeto de derechos. A todo ello hay que sumar la excesiva dependencia de la sociedad respecto del Estado, que, unida a los viejos hábitos caciquiles y clientelares, favorece la corrupción y el abuso de poder y, por tanto, la degeneración de la vida pública.
La España de hoy tampoco escapa al peligro que ha vuelto a recorrer Europa: el auge del populismo, el desafío del nacionalismo excluyente, un virus que ya había suscitado grandes problemas mucho antes de la última crisis económica, pero que, a hombros de esta, ha dejado en paréntesis la solución constitucional de 1978. El asalto a los cielos coreado por el líder de Podemos parece haber quedado aplazado para otra ocasión; no así el giro radical del catalanismo político, cuyo desafío secesionista constituye, sin duda, el mayor de los problemas a los que hoy se enfrenta España. Víctima de los manejos nacionalistas, la sociedad catalana ha dejado de estar reunida en torno a valores cívicos y, sobre todo, al rechazo a la construcción de una nación basada en el enfrentamiento entre quienes sienten con autenticidad su pertenencia a la patria y los que, huérfanos de esa legitimación afectiva, han quedado reducidos a pasajeros de segunda clase o indeseables polizones en la travesía hacia la independencia.
Pero lo dramático no consiste solo en la posibilidad de un desgarramiento territorial, sino también en que, por el camino, se ha perdido la conciencia de nación. Porque no deja de ser triste ver cómo, después de conquistar con tanto esfuerzo el disfrute de las libertades democráticas, hayamos llegado a una situación en la que la convivencia es materia de chantaje por parte de partidos regionales, en la que numerosos ciudadanos no son considerados representativos en determinadas partes del país. Resumiendo, lo dramático es la negación de la convivencia nacional preconizada desde el altar nacionalista y aceptada por una parte de la sociedad acomplejada e inerme ante la prolongada impugnación que sufre la misma idea de España.
Y aquí llegamos a otro de los problemas que mina las bases de nuestra sociedad, el rechazo vergonzante de la historia de España, asociada casi exclusivamente a los episodios más tenebrosos o deprimentes de nuestro pasado.
Los españoles —ya lo he apuntado anteriormente— tenemos una democracia tan digna, tan desarrollada y tan imperfecta como la de nuestros vecinos europeos, y en los últimos cuarenta años hemos saldado con no poco éxito los desafíos de la modernidad. Y lo hemos hecho con audacia y generosidad, teniendo en cuenta el valor cívico del consenso. Sin embargo, una parte de la opinión pública piensa que el franquismo no ha terminado, que ser español es algo exótico, que nuestra democracia es pobre, débil e insuficiente, que tenemos un pasado mucho más terrible que el resto de naciones de Europa. Y no son pocos los que creen vivir en una nación enferma, cuya historia es la crónica de un interminable fracaso.
Somos el único país europeo que parece avergonzarse de sí mismo, la única nación incapaz de aceptar con naturalidad su pasado o de tener una visión positiva de su historia. Según diversos estudios, los españoles estamos entre los pueblos que se ven a sí mismos peor de cómo los ven los demás y también entre los que menos se enorgullecen de su propia cultura. ¡Una cultura que ha dado a Cervantes y a Lope de Vega, a Velázquez y a Goya, a Tomás Luis de Victoria y a Manuel de Falla, a santa Teresa de Jesús y sor Juana Inés de la Cruz!
Pero esta manía no es nueva. La costumbre de ver únicamente los fracasos, ignorando los éxitos y aciertos, nace ya en tiempos de Quevedo, cuyo famoso soneto —Miré los muros de la patria mía / si un tiempo fuertes ya desmoronados— expresa muy bien ese sentimiento lastimero y autocompasivo que domina la concepción del país desde el siglo XVIII; que halla en Larra una expresión afortunada —«en este país», «cosas de este país», frasecillas que, según Fígaro, nos sirven para explicar perfectamente cualquier acontecimiento desagradable que nos suceda—; y alcanza su máxima expresión en la primera mitad del siglo XX, agravado por el derrumbe de la Segunda República, la guerra civil y la dictadura.
Después de las dos guerras mundiales del siglo XX, la gran mayoría de los países occidentales reconstruyeron su historia sin quedar cegados por los episodios demoledores que los habían sumido en la barbarie generalizada. España no; en España seguimos leyendo la historia desde la óptica pesimista de 1898 y 1936, como si las impresiones de los escritores del Desastre, los intelectuales del 14 y los poetas del 27 —espejo de un noble afán de perfección, recuerdo de una promesa truncada— fueran una verdad eterna e irrefutable. «Aquí todo es muy sencillo —dice un personaje de La calle de Valverde, de Max Aub—, estamos todos contra todos». Aquí, en efecto, siempre se espera, siempre se ve lo peor. «España es una jaula de locos rarísimos, atacados de una manía extraña: la de no poder sufrirse los unos a los otros», escribió Ángel Ganivet en su Idearium español, haciendo bueno el tópico del poeta catalán Joaquín Bartrina:
Oyendo hablar a un hombre,
fácil es acertar dónde vio la luz del sol;
si os alaba Inglaterra, será inglés;
si os habla mal de Prusia, es un francés;
y si habla mal de España, es español.
No siempre fue así. Pondré varios ejemplos. Alfonso X, a quien debemos una imagen compartida por san Isidoro de Sevilla y muchos poetas de al-Ándalus: «Esta España es como el Paraíso de Dios». Baltasar Gracián, que pensaba que España era la primera nación de Europa, «odiada, porque envidiada». Así, a diferencia de Quevedo, el autor del Criticón no podía dejar de ver la grandeza de España en la etapa final de Felipe IV, cuyo reinado, por otra parte, había comenzado con cuatro españoles alcanzando la gloria de los santos: Isidro Labrador, Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Teresa de Jesús, canonizados por Gregorio XV junto a Felipe Neri. A los italianos les debió parecer una imposición de la corte de Madrid, pues comentaban humorísticamente que el papa había canonizado a cuatro españoles y un santo. No obstante, refiriéndose a sus compatriotas hispanos, Lope de Vega —que en La Dragontea ya se queja de ese pesimismo endémico que acompaña a los españoles y que a menudo nos impide ver los hitos de nuestra historia, tantas veces desconocida porque nos la han contado mal o, sencillamente, porque no nos la han contado— los describiría así: «un labrador para humildes; un humilde para sabios; un sabio para gentiles; y una mujer fuerte para la flaqueza de las que en tantas provincias aflige el miedo».
Durante más de doscientos años España ha sido vista a través de unos anteojos que resaltaban todo lo excéntrico, a través de un espejo cóncavo que fijaba la vida española en la geografía del loco Quijote, del pendenciero don Juan o de la fatal Carmen de Mérimée. Exotismo literario, costumbres atávicas y una violencia que resalta la sangre caliente, la sangre antigua, la verdadera. Y los propios españoles, a pesar de los avances económicos y la modernización de su sociedad, jaleando los más sombríos estereotipos, que por desgracia aún perduran afuera y dentro del país: la Inquisición, la intolerancia, la predisposición a matarnos los unos a los otros… Hay que tener cuidado con los esencialismos: ese tópico, por ejemplo, de que España es la tierra de Caín, esos versos de Ángel González que vienen a decir que nuestra historia es como la morcilla, está hecha de sangre y repite, o esos otros de Luis Cernuda:
Si yo soy español, lo soy
A la manera de aquellos que no pueden
Ser otra cosa: y entre todas las cargas
Que, al nacer yo, el destino pusiera
Sobre mí, ha sido esa la más dura.
A finales del siglo XIX y principios del XX, como recuerdo en el primer capítulo de este libro, España estaba —es cierto— más atrasada que Francia, Alemania o Gran Bretaña. Pero, aun así, gozaba de un régimen constitucional como el que tenían la mayoría de los países europeos, y se enfrentaba a los mismos problemas que cualquier otro. El fracaso de la democratización emprendida entre 1900 y 1936 no fue exclusivamente español. Muchas otras naciones de Europa tampoco consiguieron hacer esa transición pacíficamente: Francia, Alemania e Italia entre ellas. Además, nada de lo ocurrido en aquel tiempo fue inevitable, producto de un sino fatal o de una incapacidad para el progreso. Todo —pese a la convicción compartida por muchos intelectuales de la época de que la guerra civil fue el resultado ineludible de un conflicto permanente entre dos Españas— podría haber sido de otra manera. Pero ni el socialismo moderado ni el republicanismo razonable ni el monarquismo liberal ni el catolicismo político tuvieron fuerza e inteligencia suficientes para sobreponerse a la desfiguración de sus propósitos.
Nos hemos creído de tal modo nuestros propios mitos que estos han pasado a regir la forma en que nos vemos. La imagen de los garrotazos de Goya, dos campesinos que se hunden a cada minuto en el fango y aun así no dejan de matarse a golpes, es una de las más utilizadas por nuestros analistas políticos. Sin embargo, la agresividad que hoy rezuma el discurso público —tampoco muy diferente a la que empaña el debate cívico del resto de Europa— no se corresponde con la realidad cotidiana. Cierto, en la realidad la gente discute, sí, pero la mayoría se pone de acuerdo en lo que importa. Y es que si hoy existen dos Españas no son las de derechas y de izquierdas, sino la de los políticos y líderes de opinión empeñados en mantener viva esa imagen y la de los ciudadanos que cumplen con su deber, trabajan y callan, y que jamás adquieren verdadera dimensión en las televisiones y en los medios escritos.
Es verdad que en España hay una historia doliente y desengañada que seca parte de nuestras viejas raíces y que obliga a muchos españoles a vivir transterrados. A veces dentro de la Península:
… llora paloma, por el errante viajero
y por sus hijos ausentes,
que él sabe que no hay quien les dé de comer,
no encuentra quien haya visto sus rostros
y no puede a nadie por ellos preguntar
En otras ocasiones, fuera de ella:
Cuando vine, dejando tan necesariamente
lo que nunca el olvido turbará con su sombra:
mi casa destruida, mi pan abandonado
y el ardor de la muerte ya abrasando tus venas,
¡ay!, cómo recordaba los venturosos días
que aun cercanos me daban la bondad de otra suerte:
la hermandad de tus hombres y el calor de los campos
unidos ya en su vuelo con tus veloces máquinas.
Moseh Ibn Ezra y Emilio Prados, un poeta hispano-hebreo del siglo XI expulsado de su Granada natal hacia tierras cristianas meseteñas y levantinas por la invasión almorávide, y otro malagueño del siglo XX, transterrado a América después de la guerra civil… Ambos unidos por la placenta del exilio, un drama que ha tenido la mala costumbre de repetirse. Pensemos en los judíos de 1492 o en los moriscos de 1609, cuya pena resume Ricote, el personaje de Cervantes que aparece en el Quijote:
Doquiera que estamos lloramos por España que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural.
Pensemos también en los jesuitas expulsados por Carlos III, en los ilustrados y afrancesados de la guerra de Independencia, en los liberales de la época fernandina, en los carlistas y republicanos refugiados en Francia. No pocos de ellos conseguirían sobreponerse a la prueba y regresar a la patria, como ya hiciera Séneca en tiempos del emperador Claudio. Así, por ejemplo, los dos fundadores del romanticismo español, Martínez de la Rosa y el duque de Rivas, que en sus años de exilio parisino crearon, además, lo mejor de su obra: Aben Humeya y Don Álvaro o la fuerza del sino, respectivamente. Otros, en cambio, pertenecen al espacio misterioso y despojado de la tragedia griega, la de quien lo tiene todo y lo pierde todo, la del poderoso que ha cometido el pecado de la soberbia o profesado el sueño de la razón y sufre un castigo cruel. Pensemos en el marqués de Esquilache. Pocos hombres tuvieron una influencia tan grande en la corte de Carlos III como este italiano que impulsó la libertad del comercio o los primeros estudios de desamortización eclesiástica, y a quien años después del motín madrileño de 1776, después de la confusa revuelta popular que provocó su ruina, los venecianos veían por las calles y canales de su ciudad perdido en un monólogo sin sosiego que solo interrumpiría la muerte:
Y yo, que he limpiado Madrid, he empedrado sus calles, he hecho paseos y otras obras… que merezco que me levanten una estatua, y en lugar de esto me tratan tan indignamente…
Ni el amor humano ni el divino han aplacado la guerra en España. Una tensión a menudo autodestructora que tiene su cruel imaginería en las guerras civiles del XIX y XX en las que los poetas, al menos, se quedaron con la palabra. Palabra muda, acallada, que recrimina, en el caso de los versos de Antonio Machado ante la muerte de Federico García Lorca:
Mataron a Federico
cuando la luz asomaba.
El pelotón de verdugos
no osó mirarle la cara.
Todos cerraron los ojos;
rezaron: ¡ni Dios te salva!
Muerto cayó Federico
—sangre en la frente y plomo en las entrañas—
… Que fue en Granada el crimen
sabed —¡pobre Granada!—, en su Granada.
Cuántas veces me han venido a la cabeza estos versos en el País Vasco, cuando los terroristas etarras aprovechaban la predisposición internacional a creer cualquier leyenda negra sobre España y a contemplarlos como héroes de un pueblo oprimido; cuando los disparos secos de las pistolas y los gritos de quienes aclamaban a los criminales y celebraban el derramamiento de la sangre se convertían en costumbre, en parte de una monstruosa normalidad en la que estuvo siempre incluido el desprecio o, al menos, la frialdad inhumana ante el dolor de las víctimas.
Sí, la historia de España está llena de lágrimas, de vidas y destinos aplastados, de espinazos rotos, de violencia. Ahora bien, ni más ni menos que los del resto de las naciones de Europa, no obstante la imagen fomentada desde los tiempos de la leyenda negra imperial. Y es que si hiciéramos un poco de historia comparada veríamos que el resto del Viejo Continente ha padecido conflictos similares que han dado ocasión a experiencias no menos desgarradoras y traumáticas. La secuencia es casi infinita, pero me gustaría rescatar dos imágenes de la civilizada y envidiada Francia que recuerdo en este libro. La masacre de los hugonotes en París el día de San Bartolomé. La detención, por parte del Gobierno de Vichy, de decenas de miles de judíos franceses y su envío en los propios trenes franceses a los campos alemanes de exterminio.
La historia de la infamia es universal, y la historia de España, al igual que todas las historias de la historia, está hecha de luz y de sombra. Si ha engendrado inquisidores también ha dado personajes que no han sucumbido a las tinieblas y han sido leales a los fértiles valores del humanismo y a los avances de la razón. España no solo es Torquemada, el conquistador que «aniquila al buen salvaje», Fernando VII o el general Franco. También es el espíritu crítico que hay detrás del Lazarillo de Tormes. También es Francisco de Vitoria y su defensa apasionada del nativo americano. También es Jorge Juan y su espíritu ilustrado. Ruiz Giménez y sus Cuadernos para el diálogo. O los seis millones de manifestantes que —con ocasión del asesinato de Miguel Ángel Blanco— reprobaron en las calles y plazas del país la brutalidad de ETA, confirmando su compromiso con la defensa de las libertades a través de una explosión de civismo como no se había visto desde las manifestaciones contra la intentona golpista del 23-F.
No se trata de exculpar o comparar horrores. Tampoco de renunciar a la autocrítica. Pero sí de desechar antiguos complejos, dejando atrás no pocas ignorancias y un buen número de percepciones simplistas y elementales sobre nuestro pasado. Y también de recordar que la historia no la hacen solo los que creen hacerla, y que, a pesar de los infortunios y desventuras, ningún esfuerzo queda olvidado del todo en la cuneta. Unas veces sobrevive la grandeza del empeño, como en el caso de Alfonso de Valdés y los erasmistas de principios del siglo XVI, que pierden la batalla de la libertad de pensamiento y quedan silenciados a causa de la intransigencia religiosa. En otras ocasiones la tentativa resulta fértil en secuelas favorables e inesperadas que tienen mejor fortuna. Las brujas de Goya acabaron devorando los sueños de la razón ilustrada de Jovellanos, pero una parte del pensamiento político y económico del ministro de Carlos IV fue recogido más tarde por los liberales de la primera mitad del siglo XIX. Y lo mismo puede decirse de la España soñada por el liberal y europeísta Salvador de Madariaga, de la cual es heredera la democracia de 1978.
Conocer la historia de nuestro país no es cosa menor. Al contrario, desconocer el pasado de la nación en que uno vive es como estar privado de derechos civiles y culturales. Además, el conocimiento débil de la historia permite la manipulación política de la misma. En el ámbito educativo, y teniendo por bandera la búsqueda del hecho diferencial, los desaguisados no han podido ser mayores. La pluralidad de España no se define con palabras altisonantes ni cantando a coro un himno regional. La diversidad, vivida espontáneamente, con naturalidad, no necesita de arsenales; es como la libertad que baja hasta los individuos concretos, que está en sus vidas diarias estimulándolos para que se desarrollen en plenitud y levanten la voz contra las caceroladas que meten ruido sin abrir siquiera una rendija de luz. En días en los que se sustentan raíces e identidades imaginarias en la pretendida inexistencia de España, me arranca el alma ver cómo a tantos jóvenes actuales se les ha expropiado su conciencia nacional y buscan en nacionalismos tribales la compensación a su orfandad de una patria cívica y esperanzada, de mil cielos y mil colores.
Víctima también en España de las obsesiones diferenciadoras es la lengua común a la que continuamente se enfrenta con otros idiomas peninsulares. Aquí quien más quien menos se va adhiriendo al principio nacionalista según el cual la lengua no la hablan los ciudadanos, sino el territorio, al que además se le concede el derecho de hacerse con hablantes obligatorios. En nuestra particular ceremonia de la confusión no son pocos los que piensan que la fortaleza del castellano —ya hace tiempo español; en su origen, latín mal hablado por norteños— proviene de la imposición de los poderes públicos, sin atender a la dinámica propia de las lenguas.
No se puede negar, en efecto, que en sus primeros avances medievales el «derecho de conquista» asistiera al castellano, como al resto de lenguas romances —catalán, gallego, portugués—, a la hora de desplazar la lengua árabe. Pero después fue su capacidad de absorción la responsable de que asimilase numerosas lenguas regionales, incapaces de seguir su carrera en el comercio, la administración o la cultura, coronada con la gloria de Alfonso X el Sabio o la Escuela de Traductores de Toledo. La temprana publicación de su Gramática, obra de Nebrija, y el poder político y demográfico de Castilla durante el imperio de los Austrias harían el resto, hasta convertir el castellano en la lengua franca, no solo peninsular —el rey Fernando sería el primer abanderado al aparcar las formas dialectales aragonesas, seguido por la aristocracia de sus reinos—, sino también internacional, que tiene su referendo en 1498, cuando el embajador imperial ante la Santa Sede —el padre del poeta Garcilaso de la Vega— rompe la costumbre de dirigirse al papa en latín para hacerlo en su propio idioma. Ya con anterioridad la poesía en castellano había conquistado la erudita corte napolitana de Alfonso V el Magnánimo. Y a las puertas del imperio no son pocos los poetas valencianos que hacen uso de él en el Cancionero General (1511), mientras Gil Vicente inventa el teatro portugués en castellano para las cortes bilingües de Manuel el Afortunado y Juan III de Portugal, o Luis Camoens, la gran gloria lusa, escribe canciones y sonetos en el idioma de fray Luis de León. Es el momento de máximo prestigio del castellano, reforzado por el empuje de la literatura y el pensamiento del Siglo de Oro, el momento que Dámaso Alonso celebra en el soneto Nuestra heredad:
Juan de la Cruz prurito de Dios siente,
furia estética a Góngora agiganta,
Lope chorrea y vida canta:
tres frenesís de nuestra sangre ardiente.
Quevedo prensa pensamiento hirviente;
Calderón en sistema lo atiranta;
León herido, al cielo se levanta;
Juan Ruiz, ¡qué cráter de hombredad bullente!
Teresa es pueblo y habla como un oro;
Garcilaso, un fluir, melancolía;
Cervantes, toda la naturaleza.
Hermanos en mi lengua, qué tesoro
nuestra heredad —oh amor, oh poesía—
esta lengua que hablamos —oh belleza—.
No es de extrañar, por tanto, que en los siglos XVII y XVIII el castellano fuese el idioma del Estado, ampliándose rápidamente el número de españoles bilingües, sin roce alguno con el resto de idiomas peninsulares o, en el caso del Nuevo Mundo, con las lenguas precolombinas, salvadas por la Iglesia como vehículo evangelizador. El idioma de Cervantes, por otra parte, se enriquecerá, y mucho, gracias a la aportación americana. Y es que si el castellano hace el viaje de ida con los primeros ejemplares del Quijote que llegan a Panamá en 1605, a finales del siglo XIX hará el de vuelta con la palabra poética de Rubén Darío, nutrida de desafíos y atrevimientos, una intensa música verbal con resonancias de otras lenguas y otras literaturas, pero sobre todo con ecos de un continente donde lo maravilloso pertenece a la realidad y no a la imaginación.
La lengua española es fruto de este largo proceso de mestizaje. Nadie lo ha expresado mejor que Unamuno: el español, escribió, es
lenguaje de blancos y de indios, y de negros, y de mestizos, y de mulatos; lenguaje de cristianos católicos y no católicos, y de no cristianos, y de ateos; lenguaje de hombres que viven bajo los más diversos regímenes políticos…
El problema se plantea a lo largo de los siglos XIX y XX, cuando los cambios socioeconómicos y culturales, la obsesión uniformizadora del liberalismo y, sobre todo, la dictadura de Franco, que exaltó una España castellanizada, desataron la reacción de los nacionalismos en defensa del catalán, el gallego y el vascuence. Un ambiente de recelos mutuos que no lograría apaciguar la Constitución de 1978, con su reconocimiento de todas las lenguas peninsulares. Y menos aún las políticas llamadas de normalización de los gobiernos autonómicos, viva imagen de la visión lingüística de Franco y, sin duda, la mayor amenaza a la sensata convivencia entre los distintos idiomas de España. Y es que el término normalización, de clara resonancia orwelliana, además de contener un elemento coactivo evidente, proyecta una imagen tan falsa como peligrosa: la de una lengua inocente y otra culpable, una que fue oprimida y otra opresora, una natural y otra foránea, rivalidad radical que carga de agresividad y sobreexcitación ideológica cualquier debate sobre el presente y el futuro de las lenguas peninsulares, cuya supervivencia y consolidación constituye, sin embargo, una demostración más de que España hunde sus raíces en la pluralidad.
Diversos son los hombres y diversas las hablas / y han convenido muchos nombres para un solo amor, escribió Salvador Espriu, cuyo libro La piel de toro, tan lleno de esperanza, tan hambriento de paz, piedad y perdón, tan sediento de libertad y entendimiento, recuerda también que todas las lenguas de España han servido, al fin y al cabo, para plasmar las aspiraciones e inquietudes del mismo país. ¿Quién entre los que leímos a Espriu en plena dictadura o entre quienes cantaron sus poemas traducidos rápidamente al castellano puede olvidar aquellos versos que enlazaban con los escritos por Joan Maragall tras el desastre del 98 —Escucha España, la voz de un hijo…—, y al mismo tiempo con la angustia de poetas como Caballero Bonald —Escribo la palabra libertad, / la extiendo / sobre la piel dormida de mi patria— o José Ángel Valente —Oh patria y patria / y patria en pie / de vida, en pie / sobre la mutilada / blancura de la nieve, /¿quién tiene tu verdad?—?:
Escucha, Sepharad: no pueden ser los hombres,
si no son libres.
Que sepa Sepharad que nunca podremos ser
si no somos libres.
Y que grite la voz de todo el pueblo: «Amén».
La Sepharad simbólica de Espriu es la misma España que enciende los versos más tristes y esperanzados de Blas de Otero, la España que padece el peso de una posguerra inacabable, y al mismo tiempo el sueño de una España comprendida y comprensiva, cohesionada e integradora, diversa y unida en un empeño de convivencia, radical respeto mutuo e insobornable libertad:
Madre y maestra mía, triste, espaciosa España.
He aquí a tu hijo. Úngenos, madre. Haz
habitable tu ámbito. Respirable tu extraña
paz. Para el hombre. Paz. Para el aire. Madre, paz.
Se ha convertido en tópico decir que el paso de la dictadura a la democracia se hizo a costa de la memoria, echando una losa de silencio y olvido sobre la guerra civil y la dictadura franquista. No estoy de acuerdo. La memoria de la guerra civil a partir de una interpretación no maniquea de la misma y la reflexión sobre la Segunda República fueron claves en la reconstrucción de la democracia a la muerte de Franco. Cualquiera que haya vivido aquellos años repletos de incertidumbre puede recordar, además, la profusa publicación de novelas y libros de historia sobre el conflicto fratricida de 1936. Max Aub y Arturo Barea —El laberinto mágico del primero y La forja de un rebelde del segundo— llegaron en esa época a las librerías españolas, donde coexistieron, por ejemplo, con Días de llamas, de Juan Iturralde, o los relatos de Largo noviembre de Madrid, de Juan Eduardo Zúñiga. Los años del franquismo represivo, los años del hambre y la miseria de la posguerra están presentes, por otra parte, en las novelas de Francisco Umbral —Madrid, 1940— o Julio Llamazares —Luna de lobos—. Solo quien desdeñó en su momento esas y otras muchas obras puede decir hoy que en España hasta hace muy poco no fue posible escribir ni hablar de la Segunda República, la guerra civil o la posguerra.
De hecho, ni siquiera hubo que esperar al final de la dictadura para leer grandes novelas sobre estos temas: La colmena, de Cela, vio la luz en 1951; Volverás a región, de Juan Benet, aparece en 1967; un año después ganó el Premio Ramón Llull Incierta gloria, de Joan Sales, melancólico homenaje al idealismo de la juventud y de la fidelidad a ella, y en los setenta apareció Si te dicen que caí, de Juan Marsé, donde la leyenda y la desmitificación constituyen la pantalla donde se evoca el mundo degradado de la posguerra. Pero no solo novelas y libros de historia: aún tengo fresco el recuerdo de La prima Angélica, de Carlos Saura, película que retrataba con sarcasmo y crudeza a los vencedores de 1939, y también de Canciones para después de una guerra, original y demoledora crónica del primer franquismo. O el estreno —a principios de los ochenta— de la obra de teatro de Fernando Fernán Gómez Las bicicletas son para el verano, cuyo final, con esa desoladora conversación entre padre e hijo, refleja la resignación y el intento de sobrevivir que siguió a la conclusión de la guerra civil:
Luis: Hay que ver… Con lo contenta que estaba mamá porque había llegado la paz.
Don Luis: Pero no ha llegado la paz, Luisito: ha llegado la victoria.
Lo que sí se produjo en la Transición, y se ha agravado con el tiempo, fue el abandono de la idea de nación, como si esta perteneciera exclusivamente al patrimonio franquista, quedando relegada al olvido la España liberal de Galdós, Machado u Ortega. La Transición fue capaz de extirpar de nuestro modo de vida lo que la dictadura había colocado en las virtudes exclusivas de quienes habían ganado la guerra de 1936. El patriotismo había sido propiedad de algunos, y el remedio no fue despertar un nuevo sentimiento patriótico, inspirado en la tradición generosa de Cervantes, sino querer dejarnos a todos sin nación. Así, el gol de Zarra contra Inglaterra en el mundial de Brasil o el joseantoniano «ser español es una de las pocas cosas serias que se pueden ser en el mundo» han sido sustituidos desde el Estado de las autonomías por una suerte de linaje regional que es el único traje que los políticos de izquierdas y derechas han querido vender a sus votantes. Como ya dijera con espíritu y tono proféticos Rafael Sánchez Ferlosio en 1978: «El opio de los pueblos que hoy se expande entre los españoles no es sino el narcisismo alternativo que el poder central fabricó cuando se dio cuenta de la inutilidad política del narcisismo nacional».
Paradojas de la historia, justo cuando disfrutamos de una democracia moderna, de una España de ciudadanos libres e iguales, es cuando nuestros líderes políticos más se han empeñado en levantar un discurso de separación, exaltando un mítico edén al que pertenecemos desde nacimiento y para siempre por una especie de pureza ancestral eternamente agraviada y sin embargo intacta, el Paleolítico, del que los nacionalistas vascos dicen ser herederos legítimos, la edad de oro de los guanches, de la que descienden los nacionalistas canarios, la arcadia musulmana en la que por lo visto vivían los andaluces antes de que los sometieran los despiadados e intolerantes castellanos… Julio Caro Baroja, contrariado por la complacencia e incluso la satisfacción con que la opinión pública ha alimentado este narcisismo regional, llegaría a poner el dedo en la llaga cuando escribió:
Parece que la gente con el autonomismo siente una mayor impresión de libertad. Hablan de las libertades forales, de las leyes de cada reino antes de la Nueva Planta impuesta por Felipe V… Sí, en efecto, con todas esas leyes en Navarra, en Aragón, en Cataluña serían muy libres, pero en las cosas fundamentales desde el Renacimiento, que son la libertad de conciencia del hombre, la de expresión, la de elección…, no solo no lo eran, sino que vivieron cientos de años con la Inquisición y no les importó. Así pues, este foralismo y las clamadas libertades colectivas no comportaban las libertades que quiere y necesita el hombre de hoy, las individuales.
Algunos pensaron que los narcisismos colectivos de las autonomías iban a ceder a medida que los españoles se curaran del sarampión anticentralista fruto de la paranoia uniformizadora del franquismo. Sin embargo, no ha sido así. Y por ahí, mientras los nacionalismos reescribían la historia a su medida, se nos ha ido la identidad común; por ahí se ha ido desvaneciendo la nación y hasta el término mismo de España, sustituido alegremente por la expresión vejatoria de «Estado español». En esta hora grave de nuestra nación, en la que incluso se le niega su mismo nombre, todavía hay quienes elevamos el corazón hasta los labios para proclamar con Gabriel Celaya:
España mía, combate
que atormentas mis adentros,
para salvarme y salvarte, con amor te deletreo.
La tristeza provocada por este desahucio sentimental es la principal razón de este libro, escrito a la luz de una cultura que nos proporciona significado como españoles, concebido con el deseo de revindicar una España integradora y consciente. Claro que con la apelación a España —manifiesta ya desde el título— no se trata desenterrar momias, sino de convocar nuestra valiosa herencia cultural. Porque, pese a los malos historiadores, el pasado que se hizo vida creadora en lo mejor de nuestra historia vive aún, no está muerto.
España —vuelvo a repetirlo— es mucho más que un nombre. Bien lo sabían Américo Castro y Sánchez Albornoz cuando, en el exilio, y desde ópticas diferentes, reflexionaron sobre nuestro pasado colectivo, describiendo en sus libros —España en su historia; España, un enigma histórico— el proceso de toma de conciencia de los españoles, la evolución de sus sentimientos de pertenencia a una misma comunidad. Bien lo sabía también Vicens Vives, que, en plena dictadura, publicó su breve y preciosa Aproximación a la historia de España, donde aún nos invita a mirar la realidad nacional, explicando las causas profundas de la unidad de Castilla y Aragón, la permanente relación de sus gentes y el diseño de una empresa común que trató de salir de las cenizas de la descomposición de la monarquía universal. Aquellos historiadores arrancaban de las manos del sectarismo el hecho amplio, la afirmación inmensa, la anchura del concepto de España. Aquí no había españoles de primera y segunda, regiones con destino manifiesto y países entregados a los silenciosos paisajes de los campos de desguace. Aquí no había Españas y Antiespañas dispuestas a negar la vigencia de la nación entera. Lo que había era ciudadanos españoles, responsables de su tradición, enamorados de su cultura, aterrados por la vivencia de la guerra, pero dispuestos a que nadie se atreviera a negarles la condición de patriotas o a arrebatarles la existencia misma de la nación a la que pertenecían.
Bien sabía también que España era mucho más que un nombre Manuel Bartolomé Cossío, el intelectual riojano que, con ayuda de algunos de los miembros más destacados de la generación del 27, puso en marcha las misiones pedagógicas de la Segunda República. No hay en nuestra historia reciente un ejemplo igual de amor a la tierra donde uno ha visto la luz. Yo, al menos, no lo conozco. El proyecto consistía en llevar la cultura —la poesía, el teatro, la música, la pintura y el cine— a todos los rincones de España. Pero no de la mano de cualquiera, sino con la ayuda de los propios poetas, actores y artistas. Cierto que el plan pecaba de ambicioso y de ingenuo. Cierto también que el resultado sería anecdótico. ¡Pero qué pasión por la custodia e irradiación de nuestra cultura! ¡Y qué visión más acertada! Porque aquellos intelectuales comprometidos con su tiempo supieron ver que para consolidar la nación española no bastaba con el reformismo social y la democratización política. Debía crearse algo más. Algo que precediera a esos proyectos. Algo que debía acompañarlos necesariamente. Un patriotismo cultural. Había que despertar en todos los españoles una admiración sana por su país a través de la recuperación y divulgación de sus grandes expresiones artísticas.
Este libro es un homenaje a esa noble idea de la nación. Porque, en efecto, la patria no se reduce a una bandera, un himno o un discurso sobre los héroes del pasado. Ni es solo los lugares y personas que pueblan los recuerdos y los tiñen de melancolía. También es un puente romano o el esbelto campanario de una iglesia románica, una película que nos recuerda cómo éramos, las piezas para piano de Albéniz o un cuadro de Goya. Y por supuesto, las palabras de quienes inyectaron torrentes de genio y de fantasía a unos idiomas que aún siguen enriqueciéndose.
Este es un libro dedicado, por tanto, a recordar algo que, en medio de nuestras desavenencias, permanece en pie: nuestra historia en común, nuestra herencia cultural, lo que los españoles hemos sido y creado a lo largo de los siglos. El tema es inmensamente rico, y trataré de ser ecuánime en su exposición. Pero también seré apasionado, porque España me concierne como hombre, como historiador y como ciudadano.
Nada hay en las páginas siguientes que abone una visión acrítica del pasado. Tampoco que permita defender estereotipos ni esencias eternas. Ya he dicho que España es, por encima de todo, historia, una historia de luces y sombras, en la que conviven los tiranos y los santos, las guerras y las persecuciones con empresas culturales y creaciones artísticas que sobreviven a los siglos: la sabiduría de Averroes y Ramón Llull, las Cantigas de Alfonso X el Sabio, la poesía de Ausiàs March y Garcilaso de la Vega, la pintura de Velázquez y Picasso, el teatro de Calderón de la Barca y Jardiel Poncela, La Regenta de Clarín y la gigantesca obra histórica de Menéndez Pelayo, provista de una asombrosa erudición, Buñuel y un cine que nace como una llamada de libertad, que se forja con lo inexplicable de los sueños, cortando el ojo de lo racional… Cultura con mayúsculas que sigue resonando en nuestra alma. Hoy nadie se acuerda de los reyezuelos de taifas que amargaron la vida del irreductible Ibn Hazm de Córdoba, pero su libro El collar de la paloma sigue conservando enseñanzas inolvidables sobre el amor humano, del mismo modo que las composiciones polifónicas de Tomás Luis de Victoria nos descubren el anhelo divino de la sociedad del siglo XVI, aquellos tiempos recios de los que hablaba santa Teresa.
Cuando digo España evoco ese gran legado, ese inmenso tesoro de ideas, formas artísticas y fantasías literarias que dan rostro a la mejor de las historias de España. Nosotros seríamos peores de lo que somos sin él. Europa misma sería muy distinta sin Séneca, san Isidoro de Sevilla, los traductores de Toledo, san Juan de la Cruz, Cervantes o Ramón y Cajal.
Cuando digo España vuelvo a pasar por el corazón el recuerdo de nuestras ciudades, muchas de ellas milenarias, capaces de renacer de sus cenizas para ofrecer su imagen semita, romana, visigoda, musulmana, cristiana, americana… Cádiz, Mérida, Oviedo, León, Valencia, Zaragoza, Barcelona, Toledo, Córdoba, Sevilla, Granada, Santiago de Compostela…
También la piedra, si hay estrellas, vuela.
Sobre la noche biselada y fría
creced, mellizos lirios de osadía;
creced, pujad, torres de Compostela…
Cuando digo España pienso en Salamanca, la Salamanca que tan hondas emociones despertara en la galdosiana miss Fly —sorprendida ante la indiferencia de Gabriel Araceli—, el intrépido personaje de La batalla de Arapiles, la Salamanca que resume en sí misma todas las luces de España:
¡Qué hermosa ciudad! Todo aquí respira la grandeza de una edad gloriosa e ilustre. ¡Cuán excelsos, cuán poderosos no han sido los sentimientos que han necesitado tanta, tantísima piedra para manifestarse! ¿Para vos no dicen nada esas altas torres, esas largas ojivas, esos techos, esos gigantes que alzan sus manos hacia el cielo, esas dos catedrales, la una anciana y de rodillas, arrugada, inválida, agazapada contra el suelo y al arrimo de su hija; la otra, flamante y en pie, inmensa, hermosa, respirando vida en su robusta mole? ¿Para vos no dicen nada esos cien colegios y conventos, obra de la ciencia y de la piedra reunidas? ¿Y esos palacios de los grandes señores, esas paredes llenas de escudos y rejas, indicios de soberbia y precaución? ¡Dichosa edad aquella en que el alma ha encontrado siempre de qué alimentar su insaciable hambre!
Salamanca… ¡Cómo no emocionarse ante el cúmulo de vida y literatura que atesoran sus piedras, cómo no sentir el impacto de la historia! «Luz de España y de la cristiandad», la llamó fray Luis de León. «Maestra de España y de la civilización», dijo de ella Unamuno.
Cuando digo España recorro los caminos del arte, viendo emocionado los hitos que por sí solos resumen toda una época: el acueducto de Segovia; la Alhambra de Granada; la mezquita de Córdoba, tal vez la más perfecta que haya construido el islam en su larga historia; el sublime Pórtico de la Gloria del maestro Mateo; el monasterio cisterciense de Poblet y las grandes catedrales góticas de León, Burgos, Toledo, Cuenca o Barcelona; Sevilla, con su Torre del Oro y su esbelta Giralda; la piedra lírica de El Escorial y la gracia madura y exquisita del barroco; los cuadros del Museo del Prado; el alarde decorativo del modernismo, que Antonio Gaudí termina transformando en un grandioso himno a Dios… Como a la libertad, que dijera el poeta romántico Friedrich Schiller, a España también se llega por la belleza.
Cuando digo España recorro con la memoria sus paisajes. Costas llanas y mansas y costas bravas de rocosos acantilados. Vegas y llanuras, páramos desiertos, hermosas rías que llevan el mar hasta la campiña, valles profundos, montañas verdes y sierras bravas. Hay países, incluso continentes, donde cuesta hallar un contraste; en España no. Aquí se cambia repentinamente, una vez y otra. «No, no ha sido en los libros donde he aprendido a querer mi Patria; ha sido recorriéndola, ha sido visitando devotamente sus rincones», escribió Unamuno. Y con qué razón dijo también que, para conocer una patria, «un pueblo, no basta conocer su alma —lo que llamamos su alma—, lo que dicen y hacen sus hombres; es menester también conocer su cuerpo, su suelo, su tierra».
Cuando digo España digo también sus bellezas más recónditas, más humildes si se quiere, sus pequeños y medianos pueblos monumentales, que son también paisaje. Y digo sus islas, tan hermosas, tan repletas de historias e historia. Y Madrid, el cielo, los atardeceres de Madrid, la capital del dolor, la capital de la gloria, el rompeolas de las Españas, la ciudad donde escribo, una novela que no cesa, un cuadro que multiplica el latido inmenso que pasa por él, una canción imposible que suena a Boccherini y a Chapí y a Sabina, el lugar donde se cruzan todos los caminos de España, donde se disuelven las crispadas identidades milenarias y se ve más claro hasta qué punto el nuestro es un país acogedor y tolerante.
Cuando digo España no digo España tuya o mía, digo España nuestra, esa nación, esa tierra, esa cultura que Leonard Cohen celebró con hondísima gratitud al recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2011: «Toda mi obra —dijo, intentando transmitir la magnitud de la deuda que tenía con España— está inspirada por esta tierra. Así que gracias por celebrarla, porque es suya, solo me han permitido poner mi firma al final de la última página».
Un país que es objeto de reconocimientos como este, en el que nacen y escriben poetas como Cernuda, Juan Ramón Jiménez o Vicente Aleixandre, y en el que Carles Riba y Salvador Espriu evocan la fuerza diversa de su espíritu, no es una ficción. Una nación que se sueña con la intensidad que la sueña Galdós no es un ningún fracaso. Una patria escrita por Cervantes o Unamuno no puede reducirse a un pacto constitucional ni recluirse en la aridez de sus leyes.
Cuando digo España digo también sus gentes, y pienso en los compatriotas que están en la primera línea de la lucha contra el coronavirus, ese enemigo invisible, esa plaga de resonancias bíblicas que, en el momento en que escribo, nos ha encerrado a todos en casa, convirtiendo nuestras ciudades en escenarios de una pesadilla. George Orwell se preguntaba, en plena Segunda Guerra Mundial, dónde está la gente buena cuando ocurren cosas malas. Hoy, en estos días de confinamiento, la gente buena está en los hospitales y los centros de salud. Son los médicos y sanitarios que no se rinden. Son los efectivos de la Unidad Militar de Emergencias y del Cuerpo de Bomberos que ayudaron a levantar el enorme hospital de campaña de Ifema. Son los voluntarios que colaboraron con el ejército en las canalizaciones subterráneas para llevar directamente oxígeno a cada cama. Son los sacerdotes que acompañan a los familiares en la solitaria despedida de sus seres queridos. Son todas esas personas anónimas que, en medio del temor, siguen saliendo a trabajar, hombres y mujeres que jamás aparecerán en los libros de historia, pero que arriesgan su salud para que el mundo que conocemos no se caiga a pedazos. Símbolos, espejos de una España que no está dispuesta a dejarse desmoralizar, héroes silenciosos de un país que, pese a los agoreros, ha visto —estos días— crecer considerablemente su autoestima nacional, según detalla un estudio del Real Instituto Elcano.
Cuando digo España digo todos los sueños de una nación profundamente viva, y también las lenguas en que fueron soñados. Y pienso en todo lo que acabo de escribir y en lo que he querido decir en este libro, y me vienen a la memoria los versos de Jorge Guillén —patria tan anterior a mí / y que yo quiero, quiero / viva, después de mí— y también aquellos otros de Miguel Hernández:
Abrazado a tu vientre, ¿quién me lo quitará,
si su fondo titánico da principio a mi carne?
Abrazado a tu vientre, que es mi perpetua casa,
¡nadie!
Cuando digo España me viene a la boca el canto de amor de Ángela Figuera, que tantas veces he leído y en tantas ocasiones me ha curado de los golpes de nuestra vacilante realidad política: un canto hondo y sincero, cuyo desgarro no es un pretexto, sino una evidencia cálida, agua viva, tierra amarga, cuerpo abierto de una patria cuya existencia vibra al pronunciarse. Con él terminaba mi anterior libro, Viaje al corazón de España, periplo sentimental por la geografía española que esta obra completa —culturalmente— a modo de díptico. Con los versos de Ángela Figuera, con su mensaje directo, su caudal de emoción pura, sus palabras de reproche y de esperanza a la patria amada —palabras que buscan como gestos en el vacío el rostro de España, palabras que recuestan su voz en el vientre de España, palabras que empuñan con las manos cerradas el nombre de España—, quiero abrir paso a Y cuando digo España:
Porque eres bella, España, y te me mueres
porque eres mía, España y no te absuelvo
del mal de España, canto tu belleza
(…)
clavándome la lengua entre los dientes
porque no quiero blasfemar tu nombre.
Historia portátil de España