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Franco Santoro
Historia de dos partículas subatómicas
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CAPÍTULO I Mi Pueblo Blanco es la comuna de Puente Alto. Allí tengo un muerto en el cementerio, un amigo, un pintor mundialmente famoso. Cuando lo conocí era casi un mendigo, harapiento y ensimismado, amante de los italianos ―pan con vienesa y aderezos―, pintaba en la Plaza de Armas de la comuna y jugaba pool en Los Docman, un local de la Avenida Arturo Prat.
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CAPÍTULO II La sinestesia es una enfermedad única. En realidad, todas las enfermedades son únicas, pero esta se destaca de las demás. La persona sinestésica enclavija los cinco sentidos en uno supremo. Así, puede ver aromas, oler colores e incluso sentir cómo cambia la fragancia de los pómulos luego del llanto, esos que huelen a calor, rabia, o en ocasiones, a guerra.
*** Quince años después de su muerte, una mujer le ha dedicado un pequeño discurso en el Museo de Bellas Artes de Santiago:
*** Vicente Vargas González conoció a Felipe Aliaga Contreras en una de esas mañanas frías donde el sol ilumina sin calentar. Luego de haber ido a vender bronce, cobre y un alto de latas de cerveza a una chatarrería de la Avenida Tocornal Grez, el pintor caminó despacio por la calle, vislumbrando la fragancia dulce que despedía la distribuidora de polulos Gladys, aquel sucucho de adobe, pintado de rojo y verde canario, que era capaz de derrotar a las flotantes partículas de bencina, originadas en una vulcanita diez metros más al sur. El artista, acabado esos minutos de frenesí, se dirigió a la picada de don Caco para tomar desayuno.
Y yo con devoción pintaba con pasión tu cuerpo fatigado hasta el amanecer, a veces sin comer y siempre sin dormir.
Y cuando algún pintor hallaba un comprador y un lienzo le vendía, solíamos gritar, correr y pasear, alegres por París.
*** Vicente, llegando a la estación Santa Lucía, se despidió de Felipe, diciéndole que debía trabajar en una obra de construcción en plena Alameda.
*** Fue esa tarde cuando por primera vez vio el color de su aroma. Nadie sabe las circunstancias reales de aquel acontecimiento. Felipe Aliaga fue quien me dijo alguna vez que Vicente Vargas González había ido a pintar a una obra en Santiago y que al salir vio el color más extraño del mundo. Este flameaba desde el cuerpo de una mujer que resultó ser Ana Belén, la física. No estudió física en realidad. De hecho, según me contó su hermana, solo fue un par de años a un instituto en la comuna de La Florida para estudiar Administración de empresas. Sin embargo, si Vicente es considerado pintor sin haber ido a la universidad, a Ana Belén la considero física, experta en la mecánica cuántica. *** El artista salió de la obra con sus hojas a cuestas y el estuche de lápices guardado en el banano. El cielo seguía naranjo y el aire comenzaba a refrescar. Se detuvo en la intersección de la Avenida Libertador Bernardo O’Higgins y el Paseo Ahumada. Al momento de mirar el color de esa mujer se le estrujaron las tripas. Suspiró. Se le cayeron sus hojas.
¡Yo pintaré de rosa el horizonte! Y pintaré de azul los alelíes. ¡Y doraré de luna tus cabellos! Para que no me olvides.
*** En realidad, Vicente Vargas González no se esmeraba mucho en superarse. Solo pintaba, no le daba para más, menos aún para insistir en meter su obra a la humanidad. Era cierto que en aisladas ocasiones enseñó sus hojas y telas a pintores famosos, artistas conceptuales consagrados y amigos de los últimos, quienes lo desafiaban a explicar su obra.
*** Cuando dieron las dos de la madrugada, Felipe y Vicente salieron del local. Caminaron por la Alameda, a esa hora era un lúgubre paraje de decadencia, de mendigos y borrachos, de autos veloces y trifulcas. Esperaron la micro 210 en un paradero cercano a la Plaza Italia. Allí se encontraron con dos bellas muchachas sentadas en la cuneta. Felipe se acercó a ambas. Vicente se quedó detrás de él, mirando sus pinturas. No todas, solo la de la chica del sombrero. Prontamente, quedó tan inmerso en la tela que dejó de ver a su alrededor, de sentir el frío de la noche y no se percató del concurso de eructos que desencadenó Felipe con las jóvenes del paradero. El cantante tragaba aire como condenado para lanzar el rugido más grande de la escena, pero las mujeres eran mejores. Como artistas del flato, lo lanzaban con sensualidad, dejando un perfume a marihuana en el viento. Al llegar la micro, Felipe y Vicente se subieron junto con las dos chicas. Nadie pagó. “Permiso, tío, gracias” ―dijeron todos. Felipe quería tener sexo con ambas, ahí mismo, en los asientos de atrás. Vicente quería dibujar el acto. La más flaca desabrochó el cinturón del cantante y le chupó la verga con devoción. Luego se besaron en la boca. El micrero detuvo el andar de golpe, gastando el neumático de las ruedas. “¡Bájense, cabros cochinos, bájense ahora!”. Vicente obedeció primero, afirmando con el brazo sus dibujos. Se quedaron en una plaza toda la noche, bajo un árbol. Felipe roncó con ese ronquido de borracho, y las dos muchachas se marcharon sin decir nada. El pintor quería dormir, pero la noche no lo dejaba. Estaba hundido en el entusiasmo cardiaco que le producía la mujer del sombrero. Despertaron con el calor del mediodía. Un jardinero municipal había puesto aspersores para nutrir el pasto de rocío. Vicente se fue a su casa. Su hermano lo esperaba con desayuno.
CAPÍTULO III Teobaldo Vargas González era un oficinista del Banco del Estado. Todos los días de su vida se levantaba a la misma hora, usaba las mismas corbatas y caminaba por las mismas calles. Era predecible como la lluvia, olía a jabón y chicle de menta. Su esposa se llamaba Johanna Bórquez. Era secretaria en GF Auditorías, una oficina contable ubicada en el edificio Don Carlos. Cierta noche de invierno, hacía dos años, Johanna sufrió un accidente automovilístico. Quedó con secuelas irreparables; un retraso mental severo y estar postrada en una silla de ruedas. Parecía una hermosa niña con arrugas que delataban sus casi treinta y cinco años de vida. Había que mudarla, darle de comer y vestirla. Teobaldo se encargaba de todo eso. Vicente de hablarle, meterse en su mundo de incoherencias y seguirle la corriente. La pintaba casi todos los domingos a la hora del atardecer. La trasladaba en su silla de ruedas hasta llegar al parrón. Ahí, bajo las hojas y las uvas, nacientes, maduras o marchitas, la dibujaba lentamente, plasmando su aliento a pastillas y la nostalgia que podía sentir el pedazo consciente de su cerebro. Vicente sabía que Johanna tenía pequeños momentos de lucidez en el día. Quizás siempre estuvo lúcida, pero no lo podía expresar, y sus ojos rojos no eran alergias primaverales, sino que desesperación. *** Teobaldo, el día del accidente de su mujer, estaba sentado en el living de su casa, fumando un cigarro y viendo las noticias en la tele. El volumen estaba bajo y el silencio de la noche entraba por todos los agujeros de la casa. La noche ―como diría Shakespeare― nodriza de la culpa. Hablaba solo y le pegaba piteadas a su cigarro. Murmuraba potenciales palabras para su esposa:
*** Vicente Vargas González llevaba siempre a su cuñada postrada a los salones de pool. Una vez, intentó enseñarle a jugar, pero ella no pudo aprender; no tenía la fuerza suficiente para sostener el taco. De modo que la dejaba sentada en una esquina de la mesa y desde allí la mujer gritaba todas las bolas que el pintor metía. No se entendía mucho lo que decía, pero de seguro eran halagos para él.
¡Quizás porque mi niñez sigue jugando en tu playa! / Y escondido tras las cañas / Duerme mi primer amor / Llevo tu luz y tu olor por donde quiera que vayas.
*** Años después, Vicente regresó a El Quisco, esta vez con Ana Belén, la física. El restorán al que nadie entraba era un local de fantasmas, derrumbado, y el edificio que estaba a medio terminar seguía así. *** Llegaron al centro de El Quisco y recorrieron las ferias artesanales. Vicente entró a la panadería para escuchar el aroma de las masas calientes. El sonido se parecía al eco que emanaba la fragancia a bloqueador en algún ocaso de febrero.
CAPÍTULO IV Un sábado por la tarde, Vicente Vargas González y Felipe Aliaga jugaban pool. El pintor le preguntó al cantante si había visto a la mujer del sombrero:
No soy de aquí ni soy de allá. No tengo edad ni porvenir
*** La reunión de la Congregación se extendió más de lo normal ya que los ancianos jefes informaron modificaciones en las leyes que rigen a la Casa de Dios.
Ella es un camuflaje. Usa su disfraz pa´ esconder lo que en verdad no conocen de ella.
*** Vicente Vargas González, Felipe Aliaga y el vendedor de arroz inflado jugaban una partida de pool. Eran las doce de la noche y Johanna dormía plácida en su silla de ruedas. El vendedor era mejor con el taco que el pintor. “Y eso que no tengo sinestesia”, recalcaba el viejo cada vez que hacía una jugada de antología.
CAPÍTULO V Felipe Aliaga se preparaba para cantar en la quinta de recreo Santa María. Eran casi las doce de la noche y tanto Vicente Vargas González como el vendedor de arroz inflado estaban acomodados en la mesa más cercana al escenario. El pintor retrataba a la puta coja que bebía cortos de tequila para envalentonar la piel y salir a trabajar al frío en la calle Eyzaguirre. Tenía la mesa llena de hojas y polvo de carboncillo. Una cerveza desvanecida abrazaba el vendedor de arroz inflado con las palmas de sus manos. Felipe estrenaba una canción inventada por él, escrita desde la melancolía y el juramento que hizo hace años, cuando todavía era un infante: Nunca me dejarán de gustar los juguetes.
*** Julio Cesar Infante, administrador de la quinta de recreo Santa María, obsequió a Felipe Aliaga una botella de Horcón Quemado ―pisco favorito de su difunto padre, don Ricardo Infante― por haber clasificado en el programa de televisión. Vicente Vargas González retrató la celebración de aquella noche. Luego cantó desafinado, como un cuchillo afilándose en el concreto. Mucha gente rio de él, y él rio de sí mismo. El vendedor de arroz inflado llegó casi al amanecer y entró al local, con bicicleta y todo, para acarrear el ebrio saco de papas que era Felipe Aliaga. A las seis de la mañana pedaleó, con el cantante a cuestas, por la calle Concha y Toro. Lo despertó cuando llegaron a la picada de Don Caco, sanguchería de la avenida Arturo Prat que estaba abierta desde muy temprano pues el dueño vendía consomés a los colectiveros de una flota cercana. Vicente iba unos veinte metros detrás de la bicicleta del vendedor. Caminaba con una mochila repleta de maderas para hacer futuros marcos. El cantante, en una mesa de la sanguchería, se sentó con las manos empalmadas entre los muslos, y comenzó a tiritar.
*** Pasaron alrededor de dos semanas desde la primera ausencia de la mujer y su pequeño con mochila de superhéroes. Teobaldo Vargas utilizaba sus ratos libres, de preferencia los sábados, para rondar un acotado perímetro ―tres pasajes y una avenida― donde concluyó que podía vivir la desaparecida.
*** A las ocho de la tarde de un viernes de octubre, Johanna Bórquez estaba comprando en el supermercado Santa Isabel que se ubicaba en la intersección de la Avenida Grajales y Almirante Latorre, frente a la Plaza Manuel Rodríguez. Echó al carro un vino de mediana calidad y un chocolate negro con 70% de cacao. Había poca gente ―faltaban cuatro días para la quincena de mes―, por lo que se demoró alrededor de cinco minutos en pagar y salir de allí. Cruzó la calle trotando y aguardó la llegada de Vicente sentada en una banca, frente a los juegos infantiles de la plaza y unos universitarios que bebían gustosos en el pasto, entre canturreos de guitarra e improvisadas batallas de rap. El hombre no tardó en aparecer. Se saludaron con la distancia y la torpeza que ameritaba el estado de cautela.
*** Teobaldo Vargas bañó rápido a Johanna Bórquez y la dejó sentada en su silla de ruedas, recibiendo la brisa matutina.
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