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*** Quince años después de su muerte, una mujer le ha dedicado un pequeño discurso en el Museo de Bellas Artes de Santiago:

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Vicente no retrataba paisajes, solo los utilizaba para depositar en ellos los sentires de su cerebro. Estos eran profundos, no codificables en letras ni menos en palabras. Era lucidez pura frente a la existencia, sin el respiro que nos obsequia la inconsciencia.

Dibujaba el amanecer de Puente Alto desde La Ballena, un cerro desaparecido en honor al progreso. Allí retrataba la cordillera y sus faldas, los infinitos verdes que tenían los árboles, algunos casi amarillos y otros casi negros. Desde el cerro se veían cientos de tejados con pelotas atrapadas, muertas, desinfladas, rodeadas de palos y manchas de polvo.

Su hermano, en aquella época, don Teobaldo Vargas, le compraba todos los materiales y hasta se endeudaba para ello, pero Vicente le decía que aún no estaba preparado para vender sus obras. En definitiva, el alma del pintor siempre pareció un hilo que estaba a punto de cortarse.

No todo lo que dicen de Vicente es cierto. El mito es un buen negocio, la locura en el arte también lo es. Dalí sabía de eso, muchos lo saben. Sin embargo, como dice su amigo Felipe Aliaga, resulta bueno mitificar un poco el cerebro del pintor de Puente Alto, pues nadie se traga todo lo que dicen de él.

“Si contara las cosas tal cual como sucedieron ―me dijo un día―, tampoco lo creerían del todo, y Vicente pasaría a la historia injustamente disminuido. Entonces, no me queda más remedio que exagerar algunas cosas para que la humanidad calibre naturalmente la visión que tiene de él. Será, con seguridad, la justa visión. Lo que sí es real, tanto como puede serlo, es que falleció como un inútil, como un flaco con pinta de pajero que pintaba y dibujaba todo el día porque era lo único que sabía hacer”.

Historia de dos partículas subatómicas

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