Читать книгу Historia de dos partículas subatómicas - Franco Santoro - Страница 19

CAPÍTULO III Teobaldo Vargas González era un oficinista del Banco del Estado. Todos los días de su vida se levantaba a la misma hora, usaba las mismas corbatas y caminaba por las mismas calles. Era predecible como la lluvia, olía a jabón y chicle de menta. Su esposa se llamaba Johanna Bórquez. Era secretaria en GF Auditorías, una oficina contable ubicada en el edificio Don Carlos. Cierta noche de invierno, hacía dos años, Johanna sufrió un accidente automovilístico. Quedó con secuelas irreparables; un retraso mental severo y estar postrada en una silla de ruedas. Parecía una hermosa niña con arrugas que delataban sus casi treinta y cinco años de vida. Había que mudarla, darle de comer y vestirla. Teobaldo se encargaba de todo eso. Vicente de hablarle, meterse en su mundo de incoherencias y seguirle la corriente. La pintaba casi todos los domingos a la hora del atardecer. La trasladaba en su silla de ruedas hasta llegar al parrón. Ahí, bajo las hojas y las uvas, nacientes, maduras o marchitas, la dibujaba lentamente, plasmando su aliento a pastillas y la nostalgia que podía sentir el pedazo consciente de su cerebro. Vicente sabía que Johanna tenía pequeños momentos de lucidez en el día. Quizás siempre estuvo lúcida, pero no lo podía expresar, y sus ojos rojos no eran alergias primaverales, sino que desesperación. *** Teobaldo, el día del accidente de su mujer, estaba sentado en el living de su casa, fumando un cigarro y viendo las noticias en la tele. El volumen estaba bajo y el silencio de la noche entraba por todos los agujeros de la casa. La noche ―como diría Shakespeare― nodriza de la culpa. Hablaba solo y le pegaba piteadas a su cigarro. Murmuraba potenciales palabras para su esposa:

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―Desde que te conocí he admirado tu capacidad de contar historias que bordean lo imposible y resultan ser ciertas. Las narras como si fueran nada o simples idas al baño. Fue lo que me atrajo de ti, tu capacidad de sobreponerte a lo adverso sin quejarte ni decir siquiera que estabas cansada o atemorizada. Sigo admirándote por eso. Sin embargo, desde que estamos juntos, he creído falsamente que necesitas de mi ayuda, que en realidad no eres fuerte. Me lo has hecho creer así. Me has convencido de eso. Ahora, en estos momentos, siento admiración, compasión y atracción hacia tu cuerpo al mismo tiempo, pero no te amo. Me hostiga decírtelo, me cansa besarte. El temor de saber con creces que no encontraré a nadie mejor que tú, me ha mantenido aquí estos últimos dos años, esperando enamorarme de otra para irme, mas no lo he conseguido. No puedo seguir engañándome; no quiero estar contigo.

Ensayó ese discurso una y otra vez, gastándose toda la cajetilla de cigarros. Se fue a dormir cuando en la tele cortaron las trasmisiones, y la afonía se transformó en bofetadas para los tímpanos. Esa misma madrugada, una patrulla de carabineros llegó hasta su casa y le avisó del accidente.

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