Читать книгу Historia de dos partículas subatómicas - Franco Santoro - Страница 20

*** Vicente Vargas González llevaba siempre a su cuñada postrada a los salones de pool. Una vez, intentó enseñarle a jugar, pero ella no pudo aprender; no tenía la fuerza suficiente para sostener el taco. De modo que la dejaba sentada en una esquina de la mesa y desde allí la mujer gritaba todas las bolas que el pintor metía. No se entendía mucho lo que decía, pero de seguro eran halagos para él.

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El mes de enero, días después de celebrar Año Nuevo, ambos fueron a la playa. Vicente dijo a su hermano que se quedara en la casa. “Aprovecha. Dale en el gusto al cuerpo. Será pecado, pero también es necesidad. Dios lo entenderá”. Teobaldo no respondió, metió su mano al bolsillo y le dio dinero al artista. Estuvieron tres semanas en El Quisco, en la cabaña del bisabuelo materno.

―Tome, Nino. ―El pintor le entregó una docena de billetes a su bisabuelo―. Se lo manda Teo, dice que es para que pueda ponerle ducha al baño y construya un portón decente.

El viejo miró el turro de plata de reojo y negó con la cabeza.

―Si quisiera bañera, reja, cerámica en el suelo y todo lo demás, regresaría a Santiago a encerrarme en mi casa. Dígale a su hermano que esto es una cabaña, y el chiste es que sea diferente a una casa.

Vicente guardó el dinero en su bolsillo y cambió el tema de conversación.

―Silencioso el pasaje. El mar está lejos y puede oírse.

―Siempre es silencioso. Los viejos somos así.

―¿En las cabañas contiguas viven viejos? Al parecer no vive nadie.

―En este momento, nadie. En noviembre viene mi compadre Arévalo y su esposa.

―¿Y se juntan?

―Sí.

―¿Y qué hacen?

―Nada.

―¿Cómo?

―Solo nos sentamos en el jardín a conversar. Arévalo, de vez en cuando, viene en su furgón Volkswagen y lo revisamos.

―¿Siempre ha sido así?

―Sí. Esta población se fundó en los años setenta. En esa época, la mayoría de los que llegamos aquí ya éramos abuelos. Antes veraneábamos en los bosques de El Quisco, con carpas, cagando en hoyos en la tierra. Tiempo después, decidimos construir cabañas; compramos entre muchos amigos y compañeros de trabajo este terreno y creamos la población Los Setenta. Arévalo y yo somos los únicos que quedamos, todos mis amigos han muerto. A sus familias no las conozco, y no vienen para acá tampoco.

Abrió una botella de vino y le dio un vaso a Vicente. El pintor balbuceó un par de palabras refiriéndose a la fundación de Los Setenta, una frase estúpida, indigna de eco, y le preguntó a su bisabuelo:

―¿No había dejado de ser alcohólico?

―Sí, ya no lo soy.

―Entonces, ¿por qué está tomando?

―Porque no soy alcohólico, pendejo. Te dije. ―Tomó un trago monumental―. En este mundo existen dos tipos de alcohólicos: el que toma todo el tiempo y el que no toma. No soy ninguno de ellos.

Vicente asintió desinteresado. Luego, se acercó a Johanna y le ayudó a ponerse su traje de baño.

―¿Vamos a caminar? ―le preguntó.

Ella, con un gesto indescifrable para un desconocido, dijo que sí.

―Guárdeme el vaso de vino ―dijo el artista a su bisabuelo―. Regreso más tarde.

El silencio anaranjado. La brisa marina. La sal. El mar plateado en el horizonte, procesado por el pintor en ondas sonoras desesperantemente inexplicables.

Había una avenida enorme que recorrer. Parecía que al final de ella descansaba el océano. Vicente compró una palmerita a Johanna y se la dio de a pedazos para que no manchara toda su cara con azúcar. Iban cantando “Mediterráneo”, de Serrat.

Historia de dos partículas subatómicas

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