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Yrigoyen, el hombre del misterio

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Hipólito Yrigoyen, sobrino de Leandro N. Alem, era una figura bastante oscura en ese momento. Nacido en 1852, cursó estudios en una escuela religiosa a los siete años. Poco se sabe de sus años de formación, aunque se dice que trabajó como carrero. En 1872, tal vez en deferencia a la creciente influencia de su tío, fue nombrado comisario para el distrito de Balvanera y fue despedido años más tarde por cometer irregularidades en el proceso electoral. En 1873 ingresó a la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. En 1878 fue elegido diputado a la Legislatura provincial de Buenos Aires. En 1880, después de la derrota de Carlos Tejedor, líder del Partido Autonomista, fue electo diputado al Congreso Nacional. No parece haber jugado un papel activo: Yrigoyen se ausentaba constantemente y rara vez participó en debate alguno.3

Sin embargo, cuando renunció a ese cargo en 1882, después de solo un año y cuatro meses había acumulado suficiente capital para adquirir considerables parcelas de tierra. Yrigoyen llegó a poseer 25 leguas cuadradas de fértiles campos, se convirtió en invernador ganadero e ingresó en el negocio del engorde de ganado. Este repentino enriquecimiento hizo que sus frecuentes críticas moralistas a la clase dominante debido a su corrupción fueran huecas y oportunistas, ya que contenían más que un toque de hipocresía.

Yrigoyen ni fumaba ni bebía. Frecuentaba la compañía de mujeres, y tuvo una serie de amoríos, de los que engendró varios hijos, pero nunca se casó. Según uno de sus biógrafos, ejerció la abogacía en la firma de su tío, probono en la mayoría de los casos, aunque de hecho nunca completó la carrera. Fue designado presidente del Consejo de Educación, y más tarde enseñó en una escuela normal. Una diferencia significativa debe tenerse en cuenta: la reputación de Alem por su valentía demostrada en los campos de batalla de Cepeda y de Paraguay le valió el respeto de muchos. Su manera franca y palabra elocuente le merecieron el respeto y el afecto de muchos que una vez lo habían rechazado como “el hijo del ahorcado”. La naturaleza generosa de Alem prevaleció, y perdonó las afrentas pasadas. Su sobrino, Yrigoyen, por el contrario, continuaría avivando sus quejas hacia la elite gobernante. Esto explicaría su naturaleza bastante malhumorada y su consecuente conciencia de sí mismo, lo que lo llevó a guardarse mucho para sí cuando no se dedicaba a la política.4

En una época en la que abundaban los oradores elocuentes en Argentina, Yrigoyen rara vez hablaba en público, y prefería ponerse en contacto con individuos o pequeños grupos de dos o tres personas. Su estilo de hablar era divagando. En las palabras de un testigo ocular:

A la edad de dieciocho años, el camarada Enzo Navone y yo comenzamos a visitar los diferentes comités de los nuevos partidos políticos. Visitamos el Comité Radical de Balvanera y nos encontramos con nada menos que Hipólito Yrigoyen. Elegante en su traje negro y sombrero de hongo, desplegó toda la gama de trucos del político experimentado y veterano de mil batallas dialécticas. Su discurso abundó en expresiones y manierismos de la jerga de los suburbios y su gramática dejó algo que desear. Ajustaba el tono de tales discursos según la audiencia. Nos quedamos desencantados por toda la experiencia, y decidimos visitar un Comité Socialista. El ambiente y las personas que conocimos eran completamente diferentes y nos sentimos más como en casa aquí. Había una biblioteca bien surtida de la que prestaban libros.5

Vale la pena señalar el efecto que el encuentro cara a cara de Yrigoyen produjo en Carlos Ibarguren, que al principio era un admirador sincero y más tarde sería uno de sus críticos más severos:

La impresión que dejó en mi espíritu esta breve audiencia con Yrigoyen fue simpática; en el trato de este personaje había indudablemente una atracción singular, demostraba un deseo tal de agradar, de seducir que su afabilidad rayaba en lo melifluo. Su físico, nada vulgar, revelaba una personalidad original, alto, flexible, de ademanes reposados, de rostro moreno, diríase de Oriente, pues su fisonomía daba esa impresión, sobre todo cuando adoptaba actitudes serias o solemnes que le imprimían un aspecto enigmático de Buda. Maestro en el arte de engatusar y de tejer, como las telas de arañas extendidas para atrapar adeptos y vencer enemigos.6

Yrigoyen aparecía muy raramente en público y no permitía que lo fotografiasen. Debido a sus convicciones, evitaba la ostentación y el lujo, no bebía café ni alcohol, excepto durante las comidas. Fue un ferviente espiritista que trató de contactar al espíritu del dictador paraguayo Francisco Solano López. No le gustaban las comodidades modernas, como el cine, el automóvil o el teléfono. Una vez en el poder, confiaba en los servicios de un viejo sirviente de confianza para llevar mensajes. Estos hábitos bastante curiosos lo cubrieron con un aura de misterio que lo convirtió en un mito entre las clases bajas y un objeto de burla para las clases medias y altas. Tenía una personalidad dominante, incluso amigos y seguidores lo caracterizaron como un mandón. Yrigoyen ni formuló políticas ni hizo discursos públicos, sino que, como el London Times observaría más tarde, “se movía de maneras misteriosas, creando tras de sí un velo que le confería el aspecto de una deidad”.7

Yrigoyen era un introvertido típico, egocéntrico y autocrático. Mientras que sus predecesores dejaron la tarea de llenar vacantes en los ocho ministerios y otras organizaciones gubernamentales a sus ministros del gabinete y a los funcionarios de dichos organismos, él personalmente seleccionó no solo a los subsecretarios de todos los ministerios del gobierno, sino a todos los empleados, desde los maestros de escuela primaria y secundaria, hasta los empleados de los niveles más bajos. Los asuntos exteriores de la nación eran manejados únicamente por Yrigoyen, quien respondía todos y cada uno de los telegramas recibidos. Cuando advertía que un funcionario o líder en la maquinaria del partido radical comenzaba a tener sus propios partidarios, Yrigoyen conjuraba una manera inteligente de sacarlo del medio. Una vez confió al conde von Luxburg, el embajador alemán, que él era el responsable por la política exterior. El sello distintivo de cualquier primer mandatario exitoso es la capacidad de seleccionar hombres de talento como sus jefes de departamento, así como contar con la generosidad de espíritu necesaria para permitirles desarrollarse y brillar por sí mismos. Los ocupantes anteriores de la Casa Rosada habían seleccionado hombres de probada capacidad como miembros del gabinete. Julio Argentino Roca, por ejemplo, eligió a Amancio Alcorta como ministro de Relaciones Exteriores, al general Luis M. Campos como ministro de Guerra, al comodoro Martín Rivadavia para el Ministerio Naval, a Osvaldo Magnasco como ministro de Justicia y Educación Pública. En cambio, Yrigoyen eligió a hombres que nunca habían ocupado cargos públicos: en palabras de uno de sus biógrafos, seleccionó a personas que en su mayor parte no valían nada. El ministro de Educación Pública tenía la mentalidad de un maestro de escuela primaria provincial, el de Guerra era un civil tranquilo y amable sin ninguna aptitud conocida, cuya lealtad al presidente era la de un perro fiel (hacia su amo), el de Finanzas era un agente, un destinatario en la compra y venta de ganado. Los mejores entre los ocho ministros eran hombres prácticamente desconocidos, sin personalidad ni (grandes) hechos que pudieran llamar suyos.8

La Argentina entre dos guerras, 1916-1938

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