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5. La primera carta

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Una corriente de aire proveniente del patio golpeó el rostro de Mery. La frescura le recordó el sabor de la serenidad. Cerró los ojos y se transportó a la cima de una montaña; inhaló aire fresco hasta el fondo, sintió la fragancia de flores marchitas e hizo fuerza para hacerle creer a su mente que olía a menta. En la mente aparecieron, poco a poco, pequeños soles que se fueron aglutinando hasta llenar todo su interior de luz y paz. Luego de un par de suspiros ya estaba en calma.

—¡¿MERY, MERY?! —gritaron desde el patio—. Mery, ven rápido a ver esto, las nubes se caen.

Y la enfermera despavorida corrió. Al llegar al lugar se quedó inmóvil, espantada. Gabriel también llegó y quedó impresionado a su lado; él vestía una casulla verde, ella una camisa blanca sin botones. La anciana se había retirado la ropa. Desnuda, en medio del patio miraba hacia el cielo mientras se balanceaba y sacudía las manos en el aire, en un baile que al cura le pareció grotesco. Gabriel y Mery se preguntaron qué entretenía tanto a doña Margarita. Una teja les cortaba la vista del firmamento. Ninguno podía imaginar que vieron los ojos de la anciana que, embelesada, se dejó llevar por la emoción y aplaudió un par de veces, para luego estirar las manos hacia el cielo y mover los dedos. Sus ojos verdes vieron nubes blancas fragmentadas en pequeños retazos que danzaron en su descenso. Eran tantas que, al ocultar el sol, dejaban pequeños resquicios por donde algunos rayos de luz se colaban formando chorros luminosos como los que salen de los reflectores en un escenario. Se iban entrecortando por el vaivén de los pedazos y causaban en la tierra un efecto estroboscópico modulado por luces y sombras. A mayor descenso las nubecillas se mecían más rápido por el aire que las agitaba y miles de ellas giraban sobre sus ejes como trompos refulgentes que arrojan destellos plateados. Margarita se empinó y sacudió las manos. Los fragmentos eran tantos que ya no dejaban ver el azul del firmamento, sellaban los resquicios y eclipsaban el sol. Por unos segundos anocheció y, desde algunos sectores, la corriente del viento dejó aberturas por donde un haz de luz salió disparado como un rayo o cual cometas surcando el cielo. Debido a la oscuridad, Gabriel se alertó y Mery sintió un vacío en medio del pecho. Algo inusual acontecía y se lo estaban perdiendo. Las incontables nubecillas se precipitaron en caída libre hacia el suelo. Entonces, se pudo ver con claridad su forma: todas rectangulares y del mismo tamaño, como si una experimentada costurera las hubiera cortado. A cuatrocientos metros de la superficie fueron arrastradas por un ventarrón que restituyó la vida al día, y así, apartada la oscuridad, apareció de nuevo el sol de las tres de la tarde.

Cuando Mery recuperó el aliento, anheló coger la mano de Gabriel, pero se contuvo. Lo miró esperando que le dijera lo que ocurría, pero él no se percató: estaba ensimismado, con la vista en el baile que ofrecía su madre desnuda, al compás de músicas imaginarias y en el medio del patio. De repente, la luz del día volvió a ser intermitente y una lluvia de cartas blancas inundó el patio. Margarita tomó cuantas pudo en el aire y las besó antes de soltarlas

—Vuelen, pichoncitos, vuelen. —Para ella, no eran nubes ni papeles, eran palomas blancas.

—¿Qué es esto? —Gabriel entró al patio y miró hacia el cielo.

Mery recogió la ropa de Margarita y la colocó encima de una silla, luego con un delicado y firme abrazo cubrió la desnudez de la anciana mientras Gabriel levantaba del suelo uno de los papeles. Tenía escrito un desconcertante texto, un acertijo…una amenaza. Luego tomó otra del piso y otra más para darse cuenta de que todas decían lo mismo.

—Es un regalo del DF-2 —dijo Margarita y luego sonrió.

La mirada fue perturbadoramente dulce, como la de un bebé que habla con los ojos y dice te amo. Mery sintió que se le aflojaron las piernas y suspiró. Guardaría esa mirada el resto de su vida como si se la hubiera regalado su propio angelito. Y en un segundo, sin saber de dónde venía tanta fuerza, Margarita se zafó de los brazos que la aprisionaban y, de nuevo desnuda, fue a jugar con los mensajes. Gabriel la tomó por la espalda con un abrazo cariñoso y firme.

—Vamos, mamá, ya recibiste suficiente sol. —La llevó hacia la habitación y Mery los siguió.

Margarita empezó a patalear y manotear, pidió a rabiar que la soltaran. Uno de sus tobillos rompió una matera de barro y un brazo tumbó uno de los cuadros, el golpe también le hirió la piel y un hilo de sangre goteó desde el antebrazo dejando una estela roja en la baldosa del corredor. En la habitación continuó la lucha hasta que Mery le inyectó un calmante. Antes de quedarse dormida, Margarita gritó tres veces: “DF-2 ya viene”. Mery no pudo dejar de sentir escalofríos. Esas palabras repetidas tres veces taconearon en su cerebro como una profecía que avecina un futuro perturbador. La anciana se quedó dormida. Le vendaron la herida y la arroparon con una manta de lana de merino.

Gabriel notó un rasguño profundo en su brazo, la sangre había empañado su vestidura sacramental y el crucifijo debajo de ella; se tomó la cabeza con ambas manos y miró el retrato de su padre implorando ayuda para su madre.

—Nunca la había visto así. Dios nos ayude.

A Mery no le importó el episodio reciente de locura, había pasado por momentos peores; lo que la intranquilizó fue ver el crucifijo de Gabriel empapado de sangre. Sus ojos creyeron que la efigie cobraba vida y que la sangre de Gabriel era la sangre de Cristo. Espabiló un par de veces y giró la cabeza para apartar la mirada.

—Gabriel, no te preocupes, es normal que estos pacientes tengan episodios violentos. Ella se había demorado para tener una reacción así. Llamaré al doctor Aravena para que la revise, seguro le ajustará la medicación. Salgamos de la habitación, dejémosla dormir.

Ambos caminaron por el pasillo sin modular palabra, esquivaron las materas colgadas en la pared y llegaron al patio central de la casa. Notaron que los papeles resplandecían con los rayos del sol, había cientos. Mery se dedicó a amontonarlos en un rincón.

—Mery, ¿no te da curiosidad?

—No; debe ser publicidad.

—Parece la broma de un desocupado. —Gabriel sintió escozor en el brazo, sacó un pañuelo y limpió un hilo de sangre que empezaba a melcocharse. Su teléfono móvil sonó y tardó unos segundos en contestar.

—¿Se puede saber qué pasa contigo? —gruñó Guillermo.

—Tranquilízate, ¿a qué te refieres?

—Sabes bien a qué me refiero, ¿desde cuándo te volviste el carcelero de mamá?

—El día en que su otro hijo la abandonó.

—Eso nunca ha pasado. Tengo una responsabilidad. No puedo abandonar mi trabajo. Pero es imperdonable que me ocultes lo que le pasa ¿Le contaste a Ana? ¿O solo soy yo el desterrado de la familia?

—Ana no lo sabe y no les conté porque no fue nada grave.

—Solo sabes rezar, deberías hacerle caso a tu ex. Al menos ella sí sabe de esas cosas y para eso se le paga. No me vuelvas a ocultar nada, ¿me oíste?

—Guillermo, si te importa tanto por qué no vienes, todos tenemos el derecho y el deber de atender una calamidad familiar.

—Mis derechos carecen de valor frente a mis responsabilidades. Parece que tú y Ana no lo entienden. Pero no discutiré nimiedades. Acabo de hablar con el doctor y autoricé que le administre a mamá un medicamento experimental, le ayudará a recuperar la memoria. —Por el auricular, Gabriel escuchó ruido—. Cuando pueda te llamo, debo colgar.

—Necesito que vengas a casa, debemos hablar.

—Ahora no puedo, enciende el televisor.

Ambos colgaron, Gabriel fue a la sala de televisión. La señal televisiva se entrecortaba y el audio llegaba desfasado del video. En las noticias mostraban las calles de Medellín, Cali, Barranquilla, Bogotá y otras ciudades tapizadas con cartas. Los mensajes cayeron a las tres de la tarde y al mismo tiempo en todo el país. Nadie conocía ni el origen ni al autor ni al destinatario. El desconcierto reinaba. Mery se acercó y se cruzó de manos frente al monitor, vieron la noticia hasta el final del reportaje.

—Es una broma. Seguro es obra de tu querido hermano para desviar la atención de la gente. Por estos días se está volviendo muy impopular.

—¿Por qué lo dices? Sería una broma muy costosa, ¿qué tipo de idiota podría gastar tanto dinero para hacer tal cosa? ¿Y cómo lo hicieron? Nadie vio aviones en el cielo. Según las noticias, no se detectaron en los radares. Es extraño. Y puede que Guillermo sea el hombre más maquiavélico que conozca, pero no tiene tanto poder para hacer tal cosa. Además, en el país no hay aviones que tengan un techo de vuelo tan alto como para sobrevolar sin ser vistos.

—Tanto alboroto por un mensaje. Nada pasará.

Mery salió de la sala, a paso largo se dirigió al patio, tomó una de las cartas y luego leyó en voz alta.

Castigaré a los impíos y pecadores.

Morirán los que se vistan de Caín.

Juan Pacheco entró corriendo en el despacho del presidente.

—Señor, la tormenta… la tormenta solar —Guillermo le notó la cara de pánico— está sucediendo. La Hayabusa-8 transmitió una gran explosión de energía, parece que fue un Carrington moderado, pero suficiente para afectar algunos países del hemisferio norte. Finlandia, Canadá, Reino Unido, Islandia y el distrito autónomo de Chukotka en Siberia declararon la calamidad pública. La Agencia China indicó que se debe mantener la alerta y extremar las precauciones. A pesar de que la explosión ya terminó, el planeta recibirá durante siete días una poderosa corriente de partículas cargadas desde el sol.

—¿Se registran daños en el país?

—Por ahora no, señor. Solo la señal de televisión y radio está deficiente. Y el acceso al servicio de banda ancha está momentáneamente interrumpido. El planeta cuenta con el cuarenta por ciento de la red satelital funcionando.

—¿Hay alguna relación con las cartas?

—No señor, es pura coincidencia.

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