Читать книгу Condenados - Giovanni de J. Rodríguez P. - Страница 16

8. El cambio de Ana

Оглавление

Ana Pontefino ingresó en el cuarto de baño para desmaquillarse, aplicó en el rostro unas gotas de aceite de argán y las esparció en círculos sobre las mejillas con la yema de los dedos. Esa noche estaba rota y no sabía por qué, no era como las anteriores. Ya fuese por la angustia que le provocaba la enfermedad de su madre o por la insatisfacción que le producía dar clase a un montón de jóvenes universitarios a los que consideraba flojos por desconocer la ecuación de Dirac. Por más que se afanara en hacerse entender terminaba perdiendo la paciencia con los estudiantes y regresaba frustrada a casa; ya había agotado todas las herramientas pedagógicas posibles y estaba a punto de renunciar. Las aulas de clase no eran para ella y desde hacía semanas sentía que estaba incompleta. Esa frustración le molestaba sobremanera y creía que las mismas circunstancias serían menos incómodas si residiera en Europa. Recordó una frase de uno de sus personajes favoritos y sonrió, tal vez él tenía razón. Para obtener resultados diferentes había que pensar diferente. Se miró en el espejo y se dijo así misma: “¿Cómo me deshago de esta mujer?”. Entonces hizo algo inusual, se desnudó. Detalló la altura de sus senos y la ubicación de sus pezones marrones. Se giró para verse la espalda limpia de lunares y con ambas manos se apretó con fuerza las nalgas. “Si no fuera por el culo y las tetas diría que soy un hombre. Qué mierda con este rostro andrógino que me dio la naturaleza. No debí llamarme Ana sino Tiresias. No volveré a cortarme el pelo”. Se puso de lado para detallar la saliente de su vientre; sacó de un cajón una cinta métrica, midió setenta y siete centímetros. “¡MIERDA! Creció cuatro centímetros… benditos pasteles de arequipe. Me estoy engordando y eso a Juan no le gustará, al menos mi trasero sigue firme y redondo”.

Ana regresó a la posición inicial no muy satisfecha con la autoevaluación corporal y detalló su rostro. El aceite hizo su efecto, su semblante se veía más relajado. Apagó la luz y dio unos pasos hacia atrás; su espalda tocó el pecho de otra persona. En un segundo pasaron por su mente todas las historias de fantasmas que ocurrían en casa de su madre y gritó. Su instinto la hizo brincar y empuñar las manos, se giró con furia dispuesta a golpear…

—Tranquila, amor, tranquila, soy yo. —Ana respiró hondó y aflojó los puños y la quijada. Juan Pacheco llevó las manos en alto—. Perdona, no quise asustarte. —Ana no respondió, aún no recuperaba el aliento y respiraba con agitación. Juan la abrazó y le besó la frente con ternura—. ¿Qué hacías?

—Nada, me desmaquillaba. Sabes, creo que fue una mala idea córtame el pelo. Me he masculinizado.

—A mí me gusta verte así. Te ves diferente.

—¡Diferente! Lo sabía, te odio, ¿por qué no me dijiste que quedé fea?

—No, qué dices, me gusta cómo te queda. Además, sabes que prefiero llevar mis ojos hacia otro lado. —Juan movió la mano y le agarró una teta.

—Suelta, no empieces, eres un mal esposo por no decirme la verdad. Me ves fea y prefieres bajar la mirada para cogerme las tetas. Malo, eres muy malo. Yo acepté que roncaras como locomotora y nunca te he cogido el pene para que te calles.

—Es muy buena idea. Para la ronquera no hay mejor remedio. De pronto dejo de roncar para montarte.

—Jaja, jaja. Mijo, qué le dieron en el trabajo.

Juan sujetó a Ana por la cintura y estrechó su cuerpo contra el de ella.

—Dejemos de hablar. —Ana sonrió—. Te amo.

En todo el mundo solo otro hombre había sido tan aplicado en el compromiso nupcial, su padre. Juan se hundió en la mirada de su esposa.

—¿Qué ves cuando miras mis ojos?

—Veo a tu papá.

—¿Qué…?

—Tienes los mismos ojos de él. Tu genética sacó lo mejor de tus padres.

—¡Sí, claro! Mírame bien, tengo la quijada recta como la de un hombre.

—Linda, no te quejes. Modelos de revista matarían por tener tus facciones.

Ana se quedó pensativa, tal vez su esposo tenía razón. Está de moda las imágenes de hombres con maquillaje de mujer y chicas semidesnudas con cabeza rapada que dejan muchas dudas sobre su sexo. En todo caso, al verles no se puede decir qué género tienen. Ana, al llevar el pelo tan corto se incluía en esa categoría de personas que hechizan a los medios contemporáneos.

—¿No ves nada extraño en mi rostro?

—Solo un poco de miedo. —Juan sonrió—. Eres una miedosa, ¿qué tienes?

Ana se zafó y caminó hacia la cama.

—No sé. Debo estar cansada. Ahora dejé a mamá en la clínica. Los exámenes salieron bien, sin embargo los médicos quieren dejarla en observación.

—Amor, ya lo hablamos. —Ambos se miraron con nostalgia—. Sé que no es fácil… es mejor aceptar que los días de tu mamá están contados.

—Sí, lindo, ella merece descansar. Solo que es agotador lidiar con los estudiantes y luego salir corriendo para el hospital y verla tan frágil. En la universidad algunos miran más mi trasero que lo que escribo en la pizarra. A veces siento que pierdo el tiempo.

—No los culpo. Yo haría lo mismo. —Juan se acercó y la estrechó con sus brazos, la miró fijamente a los ojos y dejó caer las manos por la espalda.

—Suéltame, no más Juan. Estamos hablando. —Él la soltó mientras se mordía los labios, aún sentía en su mano derecha el voluptuoso volumen del seno izquierdo de Ana.

—Te lo advertí, vivimos en otra cultura y en otra época. Los estudiantes no son como éramos nosotros. Tenemos que desgastarnos más para que aprendan. Usan uno de los cientos de wereables del mercado, una cámara de realidad aumentada o leen un hipertexto y ya está, tienen toda la información en línea y en 3D. No podemos motivarlos con palabras a que descubran secretos en los números si todo el tiempo se exponen a estímulos visuales incontenibles como el firme y redondo trasero de la profesora.

—Eso es porque la mayoría son holgazanes y libidinosos. Facilistas es lo que son.

—No seas tan dura, son estudiantes de tercer semestre. Algunos no han superado la pubertad y todavía tiene las hormonas calientes. Están biches, no entienden la importancia de tener una profesión, incluso muchos deben estar inseguros de la carrera que eligieron. Ana, ten en cuenta que los jóvenes de ahora son… más prácticos. Estudian menos y sacan mejores notas.

—A mí no me sacan buenas notas, nadie pasa de tres con cinco.

—Les exiges más de lo que debes… —Juan hizo una pausa para tomar aliento y con la mirada se la comió a besos. La frustración de Ana siempre se alojaba en los labios con una mueca de niña de ocho años similar a la que hace cuando tiene un orgasmo—. Linda, percibo que al ver las caras núbiles de tus alumnos viajas al auditorio que precedía tu profesor favorito de matemáticas. Ten presente que tus alumnos no tienen un IQ de 170.

Ana abrió los ojos como gesto de protesta.

—Juan, les enseño para que se exijan y den más de lo que pueden dar. La educación no se trata de ir en busca de la ciencia cultivada por otros, cualquiera puede abrir un libro e instruirse. Ellos deben explorar sus mentes y generar conocimiento con bases sólidas, bases que yo llevo como regalos al aula de clase. Pero no lo hacen, aprenden como loros, ¿sabes por qué? … Porque prefieren rumbear, beber y follar. Queman más energía pensando en sus parejas que en mi asignatura.

—Amor, no generalices, debes tener alumnos dedicados, serios y comprometidos. Según leí en una revista académica, en cada semestre debe haber por lo menos diez nerds ávidos de conocimiento que se avergonzarían de ver tu trasero. —Juan se mordió el labio y observó la expresión de inconformidad de Ana. La chispa palpitante en la mirada de Juan le insinuaba a su esposa que quería llevársela a la cama; sin embargo, conociendo las buenas intenciones de Juan, Ana no mostró ningún código de aprobación, le dolía el cuerpo y necesitaba descansar. Se miraron en silencio y él entendió que esta noche no habría sexo—. Entonces, ¿eso es lo que te mortifica? Que tus competencias como docente se quedaron cortas con tus estudiantes.

—No lo es… o tal vez. Amo la docencia, aunque solo me entiendan la mitad. Creo que todo esto es por mamá. Ya acepté que se marche, pero cada vez que pienso en ello se me salen las lágrimas.

—¿Qué le pasó? De verdad dime cuál es su estado de salud, ¿se agravó?

—Mery dice que enloqueció al ver la lluvia de cartas. Le aplicaron un medicamento para calmarla y reaccionó mal. Le produjo bradicardia y casi le da un infarto.

—¿Ya está mejor?

—Está estable. Sin embargo, como te dije, los médicos la dejarán en observación.

—Pobre, en este mes se ha desmejorado mucho. Ojalá pudiéramos hacer algo, ¿Guillermo lo sabe?

—Claro que lo sabe. Gabriel lo llamó y no le prestó mucha atención. El país lo convirtió en un apestoso ogro. Le interesa más su trabajo que la salud de mamá.

—No es eso. Parece que tiene un caparazón de piedra, pero es un hombre muy sensible, y tú lo sabes mejor que nadie. Lo que sucede es que él debe seguir resentido. Los tres no han hecho las paces. Ya es hora de echarle tierra a esas discordias que no conducen a nada bueno. Lo que pasó, ya pasó y son familia, ojalá yo tuviera al menos un hermano.

—Todos estamos resentidos y todos tenemos por qué estarlo. Me da lástima porque él no conoce toda la verdad. Hoy Gabriel me dijo que está muy preocupado por cosas que mamá le contó.

—¿Gabriel preocupado? Pero cómo; eso sí es una novedad. Ese hombre cada vez que se preocupa se acaba el vino de consagrar y ya está… otra vez como si nada, ¿se le acabó el vino?

—No, y no digas eso, solo dos veces tomó de esa manera. Le pregunté qué le preocupaba, pero se negó a contarme. Creo que es algo que mamá le confesó en algún momento de conciencia.

—Gabriel no debería ser su confesor.

—Pienso igual; según él, los nuevos cánones lo avalan en condiciones extremas.

—Si sabe algo no lo dirá para no quebrantar el sigilo sacramental.

Juan encendió la televisión mientras ella se tumbó en la cama y acomodó la almohada entre los muslos para indicarle a Juan que podía montarla… Juan no la vio.

—Lindo, todo el mundo habla del mensaje. Mejor apaga la televisión, hay mejores cosas para hacer. —Sus tonificados muslos apretaron la almohada y su ingle sintió una ligera corriente eléctrica palpitar entre las piernas.

—Es la noticia del momento, además quiero enterarme un poco más sobre los daños de la tormenta solar. —Juan seguía mirando los videos de aficionados realizados cuando cayeron las cartas. El efecto caleidoscópico era indescriptible, mejor que juegos artificiales. Ana tensó los muslos y sintió impaciencia en la entrepierna, una nueva ráfaga de energía la atravesó dejándole una sensación de suaves pulsaciones en medio de los labios.

—Hombre, te digo que hay mejores cosas qué hacer.

—Amor, no lo sé. A esta hora ya debió terminar el juego de la NBA, seguro los Lakers ganaron, este año ganarán las finales. —Ana sintió rabia y se dijo a sí misma que él se lo perdía. Sacó de un tirón la almohada y la tiró con ira hacia un rincón de la habitación—. Linda, ¿pasa algo?

—Nada, no pasa nada, eso es lo que pasa. —Ambos se quedaron callados—. Pacheco, ¿tienes alguna idea de lo que está pasando?

—¿Estás enojada?

—No… ¿por qué lo dices?

—Siempre me llamas por el apellido cuando te enojas.

—No es nada, deben ser los electrones cósmicos que afectan mi hipotálamo o esas putas cartas que tienen locos a todos. Entonces, ¿nadie sabe de dónde vienen y a qué se refieren?

—Amor, hay indicios de que es terrorismo psicológico. Están trabajando en ello. Tú sabes que no le doy importancia a esas cosas. Y hasta donde supe tu hermano tampoco.

—La amenaza de las cartas es real, tan real como la tormenta solar.

—¿Por qué lo dices?

—No estoy segura, es una corazonada.

—¡Un científico con corazonadas! Eso sí que es raro…

—Las corazonadas son secretos decodificados por el inconsciente sin que la razón aún los acepte. Wolfgang Pauli tuvo una corazonada cuando experimentó con la radiación beta y los resultados contradijeron el principio de conservación de energía, y así predijo la existencia de los neutrinos. Y por cierto, hablando de neutrinos, el Super-Kamiokande detectó una ráfaga de neutrinos con energía superior a diez mil teraelectrovoltios, indicio de que estas partículas vienen de un lugar extremadamente lejano del universo.

—¿Eso tiene alguna relación con el comportamiento del sol?

—Es improbable, al menos hasta hoy no se ha descubierto que los neutrinos puedan estimular el campo magnético de las estrellas; ¿hablaste con mi hermano?

—No, hoy estuve revisando los nuevos proyectos que quiere llevar el ministro de Medio Ambiente al Congreso. Mañana me reuniré con Guillermo. Hablé con Leopoldo… ese pobre sí está asustado. Le exaspera que Guillermo esté tan tranquilo con el tema de los mensajes. Leopoldo está impactado, no me extrañaría que en este momento esté escribiendo su testamento.

—No me extraña, qué puede esperarse de un ermitaño que duerme en una habitación con cien cruces de palo para evitar (según él) a cien demonios que escupen fuego.

—No lo juzgues tan duro. Vive como lo criaron sus padres.

—Lo comparo con un extremófilo capaz de vivir en condiciones intolerables para los humanos. ¿Recuerdas cuando nos invitó a cenar…?

—Cómo olvidarlo, no soportaste el olor a canela de las varitas aromáticas.

—No solo fue por eso; fue el conjunto de todas esas imágenes, los aromas y la oscuridad, ese hombre vive en una cueva sucia llena de telarañas, los lugares donde no olía a canela hedían a vejez y humedad. Tiene la casa en ruinas.

—Mejor no hablemos de Leopoldo.

Ana se sentó, cogió la almohada de Juan y la puso en el espaldar de la cama. Luego tomó un libro de la mesa de noche y lo abrió por la mitad. Juan leyó en la tapa: Rey Jesús - Robert Graves.

—¿Y ese libro?

—Se me quitó el sueño… —Juan la miró con ojos de burla y ella lo notó con mirada periférica—. Es para matar la ignorancia.

—¿No que eras alérgica a esos temas?

—¡Ja ja! Lo soy, pero es hora de encarar mis contrariedades. Un buen científico no solo se hace preguntas de las cosas que no entiende, las estudia para entender si está o no equivocado.

—Ana, ¿qué piensas del mensaje?

—No pienso nada y precisamente por eso hoy discutí con Gabriel. Él dice que hubo un milagro. Dijo que antes de apagarse el sol, del cielo salieron rayos y centellas; que ese tipo de cosas solo provienen de Dios. Yo también vi el fenómeno y le respondí que fue un efecto de luces y sombras causadas por la cantidad y por la composición química de las cartas, el ángulo de incidencia de los rayos de luz y el movimiento causado por el viento. Si yo fuera Dios hace mucho que hubiera matado a todos los malos de este planeta y no me pondría en el trabajo de avisarles. O cambiaría la órbita de Ate para que diera contra el planeta. Pero como no soy Dios y no creo que exista, estoy segura de que algún excéntrico millonario lo hizo para burlarse de la ignorancia de todos en este país.

—Ana, ¿cómo así que matarías a los malos del planeta? ¿Desde cuándo piensas así? Esa Ana no es la Ana con la que me casé.

—Es la Ana que tienes ahora, para qué me trajiste a vivir en este horrible país donde todos los días hay crímenes y la gente sigue sus vidas como si nada. Conservaría mi candor si nos hubiéramos quedado en Neubau.

—¡Ana! Este también es tu país.

—Somos el producto de la sociedad. El hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe. —citó a Rousseau con tono de sarcasmo.

—Reclamo a la mujer dulce y libre de maldad que tenía por esposa.

—La tienes. Debo tener mutaciones conductuales arraigadas en mi genotipo a causa de la realidad en la que vivimos. No me hagas caso.

—El país no es tan malo.

—Tampoco es tan bueno.

Condenados

Подняться наверх