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15. El arribo de la caballería

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Al ocultarse el sol, las calles desoladas se hicieron más frías y silenciosas que de costumbre. Esta vez no había curiosos en los balcones. El cielo nublado se rasgó con una intermitente ráfaga de relámpagos y luego llovió a cántaros. Los aviones que traían la ayuda de los países aliados arribaron antes de la tormenta. Aún quedaban fuera de los hangares un Airbus Beluga y un C-130J Hércules, que eran el centro de atracción en el aeropuerto. En el último se alojaban cuatro laboratorios avanzados.

Una reunión secreta iniciaba en una hacienda ubicada en Engativá, al frente del humedal Jaboque. Altos ministros de seguridad de varios países acompañados por asesores, científicos y militares analizaban los hechos y trazaban un programa de monitoreo de señales electromagnéticas. Los inalterables rostros de los aliados y su forma de actuar daban la impresión de que se preparaban para una guerra. Guillermo Pontefino se mostró conciliador y suministró todos los recursos requeridos por los visitantes: seguridad, inteligencia, acceso a espacios, bases de datos, tecnología y personas. Todo cuanto hiciera falta sería entregado de manera inmediata.

Cuando dejó de llover, de la panza del C-130J Hércules sacaron los laboratorios y los trasladaron en camiones a la hacienda donde se instalaba el centro de investigaciones.

Al día siguiente, los diplomáticos se marcharon en el primer vuelo. Se quedaron los científicos, acomodados en las amplias y tibias habitaciones de la hacienda de Jaboque. La coalición formada por doce naciones empezó a desplegar en todo el territorio una serie de sofisticadas estaciones de monitoreo, antenas y receptores que permitían captar todas las ondas del espectro electromagnético. El mecanismo estaba interconectado con una red satelital formada por una miríada de Cube Sats desplegados en una órbita geoestacionaria; dicha red, apodada Blackness, tenía la capacidad de enlazarse al sistema mundial Ununtrium, que regulaba las telecomunicaciones del planeta. De esa forma, espiarían con algoritmos complejos todas las comunicaciones de voz, mensajería de texto, hologramas y datos. Finalmente, hicieron lo que parecía imposible y, bajo el máximo secreto, utilizaron las redes móviles de los operadores de telefonía celular para activar un “oído” remoto. No solo las llamadas desde cualquier teléfono inteligente serían escuchadas, sino que cada aparato sería utilizado como un oído para escuchar todo lo que hubiere en el ambiente sin que su propietario lo supiera. Las voces se analizarían buscando patrones específicos para evidenciar posibles ataques. La gigantesca cantidad de información sería retrasmitida en tiempo real a un enlace satelital que no había sufrido daños con la tormenta solar y de allí sería rebotada hacia una estación europea, sede de la alianza tecnológica los Cinco Ojos,2 donde una computadora cuántica con potentes algoritmos de rastreo identificaría palabras claves. Este potente buscador fonológico separaría la comunicación basura de la susceptible de análisis, la cual se enviaría a otros equipos especializados ubicados en Israel, USA y Francia.

El día terminó rápido, el presidente salió en televisión informando que doce países se habían unido para buscar al terrorista que había herido a la nación. Señaló que pronto estaría tras las rejas. Fue enfático en esto último, hizo hincapié varias veces en que nunca se había utilizado la tecnología como se hacía ahora. Invitó a tener calma, puso en tela de juicio si todos los fallecidos eran culpables y merecedores de una muerte tan trágica, se puso del lado de las víctimas y de la libertad que merecían tener todos los ciudadanos. Finalizó el discurso con estas palabras: “Tengan por cierto una cosa, este país es un lugar de paz y ningún crimen quedará impune.”

Los hermanos Rojo Cabrales (Carlos y Emilio) apagaron la televisión después de la alocución presidencial. Estaban cansados de tanta arenga, de tanta promesa y sobre todo de tanta incertidumbre. Ambos se miraron y se sirvieron en silencio el último pedazo de torta que sobrevivía dentro de la nevera. Emilio, que vivía a dos cuadras de la casa de sus padres, había respetado la súplica de su madre para que pasara la noche con ellos, porque nadie sabía qué ocurriría al día siguiente, todos tomaban las precauciones necesarias para garantizar su propia seguridad. Lo cierto era que, al menos, no habría asesinos ni ladrones. Carlos pensaba ensimismado en Lucero, ella había tenido un ataque de nervios, su pesadilla se había hecho realidad y ahora no quería dormir, tenía miedo de volver a soñar y ver más gente muerta. Por otra parte, su madre Silvia Cabrales, acérrima católica, no paraba de rezar por vivos y muertos, y, culpando al gobierno, repetía a menudo que era una injusticia. Emilio estaba perdido en sus reflexiones.

—Emilio, ¿qué piensas?

—Miles se quedarán sin empleo.

—¿A qué te refieres?

—Si todos los bandidos van a morir este país no necesitará jueces, ni fiscales, ni abogados defensores, ni penalistas, ni cárceles. Tramitadores, asistentes, auxiliares, secretarias, mensajeros, comisionistas, psicólogos, policías, vigilantes y guardianes. Se quebrarán algunas cooperativas de transporte y otras tantas empresas de seguridad. Carlos, hay una red grandísima de oficios y de personas que viven del comercio que genera el crimen, yo soy uno de ellos, ¿entiendes el problema?

—Sí, hermano, te entiendo. Parece que el tejido de la sociedad que conocemos deberá hilarse con otros hilos. —Guiñó el ojo—. Es una oportunidad para que surjan otras ramas del derecho.

—No lo sé, hermano. Creo que se avecinan muchos cambios. —Hizo una pausa—. Mamá dijo que Lucero está enferma, de nuevo.

—Eso parece, somatiza todo lo que ocurre. Está muy angustiada y deprimida. Por ahora no quiere salir de su apartamento y para mí es mejor así porque evita peligros en la calle, me preocupa que no está durmiendo. A escondidas de sus padres toma pastillas para mantenerse despierta.

—Si no duerme se enfermará más.

—Lo sé. Pero no hay poder humano para hacerla entrar en razón. Dice que tiene premoniciones. Tiene mucho miedo.

—Yo sé lo que ella necesita.

—No empieces.

—Necesita conseguir empleo. Y rápido, a ver si deja de pensar en tantas bobadas. Me tiene el celular lleno de mensajes. Cada día me llega una alerta de desorden social recomendándome rutas alternas para evitar peligros. Le creí a los tres primeros y cambié de ruta para meterme en unos trancones… perdí horas de trabajo.

—Lucero es de buen corazón, no es por hacerte maldades. Además, ella tiene razón, ¿has visto las manifestaciones? Los desmanes en el Centro Médico de la Sabana dejaron una docena de heridos.

—Vi lo que ocurrió en las noticias. Hacía años no veía una manifestación de esa magnitud. El problema no son los manifestantes, son los anarquistas que aprovechan cualquier manifestación social para mezclarse y desahogar sus instintos bárbaros de piromanía y revolución.

Guillermo miró el reloj, eran las tres de la tarde. Suspiró y se acercó al ventanal del salón para fijarse en el firmamento. Una nube gris manchaba el cielo. Bostezó y se llevó una mano a la boca, luego musitó: “Te estamos esperando”, dando a entender que estaba preparado para otra lluvia de mensajes. En ese momento, se percató de que faltaba algo en el plan y llamó al jefe de la operación a la que denominaron Espectro. Su interlocutor, con acento alemán, no tardó en responder. No tenían cubierto el espacio aéreo, estaban tan enfocados en las señales que olvidaron el canal de propagación de las misivas. En ese momento entró Oscar Mena. El corpulento jefe de seguridad vestía un impecable traje negro, su grueso cuerpo era una masa de músculos que se tallaban en las madrugadas antes de salir para el trabajo. Traía un maletín que abrió sin dilación mientras saludaba. Extrajo una especie de cota de malla, parecida a la que usaban los caballeros en el Medioevo. Al sacarla la estiró para verla con detalle, el metal resplandecía con la luz. Fue tejido de manera fina por cientos de diminutos hilos plateados dispuestos de manera horizontal y apelmazados a tal punto que no dejaban estrías ni huecos. Guillermo sonrió.

—¿Quién saldrá a cazar dragones?

—Usted, señor.

Guillermo levantó las cejas desconcertado; en ese momento entró Juan Pacheco.

—Es un chaleco que bloquea rayos X, radiaciones alfa, beta y gamma. Será su protección contra ondas electromagnéticas —agregó.

El presidente, sin modular una sola palabra, lo vistió; era ligero y no impedía sus movimientos. Miró su abultada apariencia en un espejo y notó que la prenda no favorecía su aspecto; cuando regresó la mirada, Óscar Mena se había marchado.

—Señor, el chaleco es de uso permanente.

—¿Tendré que dormir con esto?

—Por el momento sí, no sabemos cuándo atacarán de nuevo. También es inoxidable —Se le adelantó a la siguiente pregunta—. Y lo puede usar al bañarse.

Guillermo hizo una mueca y estiró los brazos hacia el techo. En esa posición notó que el chaleco no era la prenda más cómoda que había usado y el roce con sus axilas le fastidiaba.

—¿Cómo sigue tu suegra? —Guillermo preguntó mirando hacia otra parte.

—Ya salió de la clínica. Pensé que nunca lo preguntaría.

—La bruja de Mery nunca me cuenta lo importante. Si fuera por mí la hubiera despedido hace meses, pero Gabriel insiste que ella es la única con la que mamá ha congeniado.

—Si olvida el detalle del pasado, Mery es una excelente enfermera. Y hablando de personas excelentes, le cuento que Ana lo llamó un par de veces, pero usted no contestó. Se puso furiosa como una adolescente que llama al novio y no lo encuentra.

—Vi las llamadas, pero estaba con los embajadores; ¿cómo está?

—Su hermana, como siempre, se desquitó conmigo, pero está bien. Indignada, porque usted no ha visitado a doña Margarita.

—Sabes, Juan, si Ana no fuera mi hermana me hubiera casado con ella. Es la mujer perfecta, cuídala que tienes un tesoro en casa.

—Comparto tu apreciación, si yo fuera otra persona también la elegiría. Ana también habla de usted como si fuera el mejor hombre del mundo. —Un trueno desgarró el cielo—. Guillermo, ella lo es todo en mi vida.—El eco de un nuevo trueno se propagó por el firmamento y, con tentáculos luminosos, golpeó los cerros orientales—. Le expliqué cuál era la dificultad y se tranquilizó.

—¿Le contaste?

—Solo lo que es público, lo que usted mismo dijo por televisión. Aun así, ella no se calmó. Está muy molesta.

—Sabes, Juan, a veces me gustaría enviar todo a la mierda, dejar la presidencia, olvidarme de la política y regresar a casa. Trabajar en el nivel más básico de la cadena productiva, no sé… ser mensajero, un conductor o mesero y gozar de la vida sencilla, tener menos dinero y menos problemas, ver en los ojos de otros la satisfacción de un servicio recibido, llegar a casa al final del día con la mente despejada, recibir un abrazo de mi esposa y una sonrisa de mis hijos… como era antes. Volver a sentarme alrededor de la mesa, al lado de los que amo y verles las caras mientras hablamos de insignificancias. Extraño cómo nos reíamos y cómo disfrutábamos las cosas más pequeñas. Ahora me siento como un traidor por darle mi vida a la patria y con ello perder mi vida. Ya no conozco a mi esposa y creo que por mi culpa está enferma, dejé de ver cómo crecían mis hijos y no sé siquiera cuál es su deporte favorito, mamá me odia y siento que Gabriel ora por mí todas las noches y yo sé que en verdad necesito de sus plegarias. No tengo tiempo para montar a caballo, hacer senderismo ni mucho menos para leer un libro. A lo sumo me mantengo pulcro, porque es necesario. Cargo con las necesidades de un país que a veces no entiendo y con el odio de la mitad de la nación por no darle gusto. Tengo la misma pesadilla recurrente todas las noches a pesar de los sedantes que Aravena me prescribió; cada noche un toro cornudo corre hacia mí y me embiste, clava sus astas en mi pecho y me levanta como si fuera un muñeco de trapo por los aires...al caer al suelo muero y en esa muerte despierto… en verdad que a veces, ni sé cómo llegué a ser presidente.

Guillermo había entrado en una burbuja de melancolía. Su asesor y cuñado lo escuchaba hablar y, con cada palabra, advertía cómo el presidente se hundía en desilusiones cada vez más amargas. Era la primera vez que ese hombre, tan admirado por Juan, se doblegaba en un mar de emociones truncadas, anhelos tan loables que los sintió como propios. Intentó darle aliento, pero antes de gesticular un solo vocablo advirtió por el ventanal una lluvia de papeles. Su mente apartó la nube de nostalgia que ensombrecía sus ojos y un brillo de aprensión encendió su rostro. Guillermo seguía abstraído, inocente de lo que estaba ocurriendo.

2 La alianza los Cinco Ojos nació de la intensa colaboración entre USA y Reino Unido en la segunda Guerra Mundial. Se especializa en la vigilancia y monitoreo de telecomunicaciones. La alianza está conformada por USA, Reino Unido, Australia, Canadá y Nueva Zelandia.

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