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13. Espectros en las calles

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Eran casi las nueve de la noche y el viento silbaba en la calle. La falta de motores rugiendo y de cuerpos tibios deambulando por las vías deformaba la imagen mental que el colectivo social tenía de la tranquilidad noctámbula; esa noche estaba cristalizada por coplas de grillos y sombras fosilizadas. El caos normal había sucumbido para dar paso a un silencio de miedo. Fue tal la realidad que la gente en el interior de las casas encendió sus artefactos de sonido, sus televisores y las lámparas para sentir un poco más de seguridad. La música llenó todos los rincones mientras jugaron Tío rico, ajedrez o cualquier otro juego de mesa que distrajera los pensamientos; al hacerlo evitaban por un momento sentir escalofríos.

Carlos Rojo estaba tumbado encima de la cama con los audífonos ajustados por encima del pasamontaña; como todos, pretendía entretenerse, pero no se sacaba de la cabeza la alocución presidencial. El día siguiente sería uno normal de universidad, aunque muchos compañeros faltarían a clase, según los comentarios publicados en sus redes sociales.

Llamó a Abigail Lucero, su novia, una joven de veintidós años, de aspecto encantador y mojigato, que despertaba en secreto algo más que admiración en su cuñado. Desempleada y recién graduada de sociología de la Universidad del Rosario había optado por la investigación mientras conseguía el empleo de sus sueños. Pero, más que una investigación era un pasatiempo consistente en analizar los cambios disruptivos en la sociedad actual e identificar signos patológicos de los bogotanos, para diseñar un modelo predictivo de los comportamientos peligrosos en las masas. Abigail acababa de tomarse un par de pastillas para el dolor de cabeza, y sus hallazgos le sugerían que en cualquier momento estallarían manifestaciones estudiantiles con un alto impacto que podían converger en una cadena de situaciones vandálicas sin control por las Avenidas Boyacá y Caracas, las calles 80 y 72.

Después de discutir la situación actual, ambos pactaron, a modo de previsión, cancelar todas las actividades que tenían el día siguiente y no salir de casa. Luego de la conversación, Carlos regresó con su música y se entregó a sus fantasías desplomado encima de la almohada. Siendo las tres de la madrugada flotó entre espiraciones y deseos lejos de su cuerpo, apenas un ligero dolor en el cuello lo persiguió hasta el mundo de los sueños, no escuchó la música hasta que un malestar en el oído derecho lo despertó; regresó del mundo de Morfeo un poco aturdido, sin abrir los ojos y por instinto retiró el auricular de su oreja. El silencio impregnó todo, incluso sus pensamientos, hasta que un movimiento involuntario del pie izquierdo tropezó con la baranda metálica de la cama. Estaba helada como un tempano, y esa sensación lo terminó de despertar. Caviló sobre los acontecimientos y miró el reloj ubicado encima de la mesa de noche: las tres con cinco minutos de la madrugada. Pensó que pronto llegaría el día, la luz del sol bañaría la vida de millones de personas que, como él y su novia, se negarían a salir hacia los trabajos, los colegios, las universidades o tan solo a pasear a los perros. La emoción negativa contenida por la expectativa de los acontecimientos venideros canibalizó su voluntad y la de los demás que, como él, se morían de miedo.

Su mente se atestó de imágenes y de ideas, de pensamientos, hipótesis y contradicciones, su razón indagó en su imaginación las respuestas. Por quince minutos aguantó los discursos mentales, sus frívolos e infértiles soliloquios, y cuando no los soportó más se puso de pie; dejó la cama y fue a la cocina a beber leche fría. Se sentó junto a la barra de la cocina. Fue tal el silencio que lo único que percibieron sus oídos fue el ruido de su boca al tragar y unos pasos lejanos antes de terminar.

Agudizó su oído y levantó la cabeza ladeándola para un costado como si al hacerlo oyera mejor. Al principio creyó que sus padres se habían despertado y caminaban por el pasillo, luego entendió que el ruido provenía de afuera del apartamento, de la calle. Parecía haber mucha gente rezando. El murmullo de los pasos llegaba lejano, como cuando se camina despacio, pero eran tantos los que marchaban que el débil eco de los pasos se escuchaba como el epílogo de una canción militar, y un bisbiseo de cientos de voces le daba al momento una atmósfera solemne. ¿Qué hacía tanta gente rezando a esta hora? Fue a ver, se acercó a la ventana del balcón y corrió sutilmente la cortina para no ser descubierto, al instante el bullicio cesó. La calle estaba desierta.

—¡Imposible! ¿Dónde están?

Cerró la cortina y apareció de nuevo el leve susurro de cientos de voces pasándose un secreto, su mirada encontró a través de la tela que cubría la ventana pequeñas luces amarillentas flotando en la calle, como si la gente de afuera tuviera velas encendidas. Las piernas de Carlos flaquearon, no hizo ningún ruido. La imagen filtrada por la cortina era difusa, pero distinguía el tránsito de las sombras. Levantó su mano y corrió de nuevo el telón para ver mejor. Nada, la calle estaba desierta, pero los sonidos permanecían. Allí, en la vía, bullían como enjambres los susurros y cuchicheos de palabras rotas e incomprensibles y de ecos de pasos ahogados en el asfalto. Sus pupilas se dilataron y un escalofrío le recorrió la espalda. Sin saberlo, un puente invisible se formó a través de su miedo y las miradas de los ausentes lo alcanzaron desde el oscuro abismo de la muerte. Le tocaron la espalda, sintió una caricia de frío espeluznante y, petrificado, juzgó que los espectros estaban en su casa, a su espalda. Contuvo la respiración y, como si tuviera el don de la clarividencia, en su mente apareció una imagen horrenda. Unas manos largas y huesudas, aún con pedazos de carne putrefacta colgando, se acercaban para abrazarlo. Apreció la cercanía con un soplo de frío que le dio un molesto cosquilleo en la nuca y le congeló la sangre. Intentó serenarse y pensó que tal vez su mente calenturienta le jugaba una broma, le mostraba presencias inexistentes que se sentían reales, tan reales que confundió un vapor de aire exhalado de su propia boca con un suspiro aterrador proveniente del más allá. Brincó y cerró los ojos. Rezó un Padre Nuestro. Cuando dijo “libranos del mal”, unos dedos extremadamente delgados y ásperos le tocaron el hombro, a la vez que una voz respondió con cierto tono burlón: “Amén”. Carlos corrió hacia la pared como un ratón acosado por un gato. Se quedó inmóvil, con los párpados cerrados. Intuyó que una abominable mirada lo taladraba y se le pagaba al cuerpo como brea ardiente. Escuchó pasos que se acercaban y, antes de gritar, unos brazos lo rodearon con fuerza sobrehumana haciéndole perder el habla, toda la calma, el sentido de la orientación. Languideció. Su cuerpo parecía de plastilina, y de hierro el que lo atenazaba. El contacto se hizo estrecho y en la fricción de los cuerpos unidos se sentían los corazones latiendo al unísono. Los esfínteres de Carlos se soltaron como diques estropeados y la orina le mojó los pies. En ese espantoso momento creyó que la tierra se abriría y caería al infierno. De nuevo llegó a sus oídos la dulzona voz de ultratumba…: “hijo, no pasa nada”.

Carlos tardó ocho segundos para salir del estupor y reconocer a su padre que le decía que estaba sonámbulo. Fue a darse un baño y regresó a la cama sintiéndose un niño de cinco años que cree en la Patasola y en el monstruo debajo de la cama. Se tapó la cabeza con la cobija de lana y se dijo repetidamente que los espejismos noctámbulos eran fruto de su mente sugestionada.

“Están pasando cosas extrañas; ¿y ahora qué hago para conciliar el sueño…?”, se dijo. Solo había una cosa qué hacer, su salvavidas para las noches de insomnio era evocar la última vez que estuvo con una mujer en la cama.

Ya hacía muchos años y el tiempo había lavado las sensaciones de ese entonces, pero al menos dos imágenes tenía bien reservadas: el grito de ahogo cuando ella gritó de dolor y cuando ella llegó; cerró los ojos y forzó la rememoración del momento con el cuerpo de Abigail: apareció la desnudez de su novia y sus desconocidos quejidos y su tierno semblante ocultando el miedo de entregarse por primera vez; pero Carlos no logró mantener la imagen, el rostro de Abigail se distorsionaba y en su reemplazo aparecían los susurros que escuchó de fantasmas en la calle; luego en su mente surgían por ensalmo las caras de gente desconocida con bocas desencajadas. Una tras otra las alucinaciones se le aparecían para atormentarlo. Entonces intentó algo más contundente; igual que de la costilla de Adán salió su mujer, Carlos sacaría a su Eva de su propia mano. Pronto aparecieron imágenes diáfanas y sensaciones similares a las del pasado que no se borraron. Cuando terminó, su fisiología cebada por el deseo lo recompensó con un profundo sueño. No duró mucho; una hora después un silbido constante surgió de su teléfono móvil; la pantalla se iluminó con la imagen de Lucero: era un mensaje de texto.

—¿Estás dormido?

—No —respondió haciendo una mueca y se preguntó qué hacía levantada a esas horas.

—Tuve una pesadilla. No puedo conciliar el sueño, ¿te molesta si hablamos?

Miró el reloj y pensó: “sí me molesta, son las cuatro de la madrugada”.

—Claro que no, ¿qué soñaste?

—Estaba en el balcón de mi apartamento con mi primo Efraín, eran las tres de la tarde y comíamos un helado, sabes lo mucho que me gusta hablar con él…

—Sí, lo sé… dices que es el hombre más carismático e inteligente del mundo, si no fuera porque está casado y tiene una maravillosa familia, diría que estás enamorada.

—Pues, para una mujer es fácil amar a un hombre así. En fin, no tienes por qué sentir celos, él nunca se fijaría en mí, es un hombre de principios y nunca pondría cachos.

—¡Ahhh! ¿y tú sí?

—Carlos… no. Me conoces, soy tan tonta para esas cosas que parezco monja. Solo lo admiro. Te decía que estaba mirando y de repente todo el mundo cayó al suelo, todo el mundo, las cabezas rebotaban y se escuchaba el crujir de los cráneos al partirse con el pavimento, parecían muñecos a los que se les hubiera desconectado la energía, creí que se habían desmayado, ¡pero todos a la vez! Fue algo muy extraño.

Carlos recordó lo que acababa de sucederle, ¿acaso, ese mar de gente que escuchó deambular frente de su calle eran las almas de los que Lucero vio en su sueño? No quiso contarle la experiencia metempsicótica que había acabado de tener, la aterrorizaría; además, él estaba intentando convencerse de que eso que vio y escuchó fue producto de su imaginación.

—Fue solo un sueño, y ya lo contaste, no se hará realidad.

—De todas maneras me da miedo. Yo nunca sueño.

Abigail tenía una colección de miedos y fobias que transitaban por su mente de manera intermitente. Temía a la soledad porque sus padres nunca la habían dejado sola, incluso en el preescolar ellos fueron sus maestros. Temía escuchar el latido de su propio corazón cuando dormía, sufría de astrafobia y de miedo a las palomas porque cuando tenía cinco años fue atacada en un parque por una bandada que confundió su blusa con un enorme pedazo de pan; y, sobre todo, temía a la muerte, producto de una experiencia aterradora que experimentó cuando fue testigo del último aliento de vida de su abuelo Fernando, el carpintero; las convulsiones involuntarias y expresiones congestivas del rostro del anciano le dejaron una impronta indeleble frente al hecho de morir: era un acto grotesco y doloroso; por eso nunca iba a funerales, ni siquiera de familiares. Como Carlos lo sabía, prefirió callar y cambió la línea de conversación por algo más académico, su trabajo de investigación. Él estaba a punto de graduarse de antropología y Abigail le ayudaba a completar la tesis de pregrado sobre el liderazgo precoz y el desarrollo de competencias comunicativas en niños de colegios públicos sensibilizados en el programa de matemáticas y ciencia del planetario. Fue la excusa perfecta para escapar de los miedos de ambos. Escucharon truenos y el repiqueteo de la lluvia sobre los techos, hablaron hasta que el sueño regresó a asaltar sus cerebros y, antes de cortar la llamada, se mandaron tantos besos que se hartaron de las caricias normales y desearon tener sexo, pero no lo dijeron.

Condenados

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