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1. La despedida

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Bogotá, martes 10 de octubre de 2045.

A las seis de la tarde el ocaso impregnó el cielo con un encantamiento iridiscente que cautivó la atención de los bogotanos. Un gigantesco arco luminoso apareció por el norte y se extendió por el firmamento hacia el sur, formando una especie de muralla verdosa que dividía el cielo en dos. No tardó mucho tiempo para que el arco se diluyera sobre la bóveda celeste y la tornasolara con halos escarlatas surtidos por resplandores dorados y púrpuras sobre un manto azul. El espectáculo, difícil de describir, dejó perplejos a millones de ciudadanos.

—El clima del planeta está de cabezas y, para colmo, el sol está de fiesta... Pasaron casi dos siglos para que fuésemos testigos de un evento Carrington. No sé si sentirme afortunado o lamentar esta condenada suerte. Menos mal que el torrente de partículas es menor en el trópico, de lo contrario estaríamos con las manos cruzadas sin saber qué hacer. —Guillermo Pontefino le regaló una mirada de desaliento—. Gracias a Dios no tengo implantes porque los transhumanos están llevando la peor parte al inhabilitárseles sus facultades. Hoy murieron dos: un astronauta japonés en la estación espacial ardió en llamas mientras caminaba por la plataforma exterior, estaba a nueve minutos de la compuerta de acceso, nueve minutos para sobrevivir y le avisaron sin retardo cuando los sensores de la sonda Hayabusa-8 detectaron la eyección de masa coronal, pero la explosión solar llegó en ocho minutos. El otro, Enzo Fusco, empresario y coleccionista de libros antiguos, fue mi primo hasta las dos y media de la tarde. Estudiamos en el mismo colegio donde lo apodaron ‘Coco’, apócope de cocodrilo, por tener una boca grande. Falleció a causa de una sobrecarga eléctrica que ocasionó un cortocircuito en la red neuronal que conectaba su antena frontal con el cerebro. Estaba de turismo en la Catedral de Westminster. El pobre cayó frente a la tumba de Charles Dickens; los demás turistas entraron en pánico cuando vieron salir fumarolas negras por sus orejas—. Suspiró y un hálito impregnado de alcohol le perfumó la voz. —A mí, solo se me inflamaron los ganglios. Mire usted, ¿cuándo se había visto auroras en estas latitudes? Señor, casi nadie sabe que los átomos de hidrógeno excitados en niveles de energía bajos forman la cortina de luz rojiza, ¿lo ve? Ya se está desvaneciendo. —Guillermo levantó la cabeza hacia el firmamento como pidiendo ayuda del cielo, luego regresó una mirada de tedio al científico que no paraba de hablar. Gesto que Benoni no logró descifrar porque hablaba con un ojo mirando para fuera y otro para dentro—. La borrasca de la madrugada fue cosa seria, no había visto llover así en toda mi vida. En los noticieros dijeron que afectó principalmente siembras de jazmines. Pero sabe una cosa, señor presidente, el cambio climático es una invención para arrinconarnos y hacernos creer en la necesidad de una institución independiente de cualquier gobierno…

—Benoni, estás borracho… ya deja de hablar.

El científico, intimidado por la insidiosa respuesta, desaceleró el paso y dejó que el presidente se alejara. Por el lado pasaron los demás representantes del Estado con ojos de piedra y semblantes de acero, apenas advirtieron su presencia falseada de sobriedad. Benoni Bachis se preguntó qué tenía de malo beber un poco de vino, a lo sumo habían sido dos botellas de sangiovese procedentes de su natal Carmignano. Las miradas de reproche de los burócratas lo hicieron sentir como un antílope en medio de una manada de leones. Así que optó por apiñarse con sus correligionarios que observaban la aurora boreal con mirada arrobada, estupefactos y retraídos de la realidad. Caminaron indiferentes ante la presencia de ángeles de yeso postrados sobre las tumbas.

La procesión silenciosa caminó detrás del féretro haciendo caso omiso al abrazador frío que arañaba las lápidas de mármol del Cementerio Central. La distinguida romería de personalidades se combinaba con un batallón de periodistas que se mezclaban con decenas de militares encargados de la seguridad, y entre ellos, circulaban centenares de personas que alguna vez fueron bendecidas por la caridad de la fallecida. También hacían acto de presencia personalidades estatales del ámbito internacional y nacional entre los que se contaban los mandatarios de México, Brasil, Perú y Venezuela. Ministros, senadores, cancilleres y casi todo el gabinete presidencial, excepto Milton Calahor. La junta directiva del gremio nacional de pintores tampoco se perdió las exequias y junto a ellos marchaba un centenar de supersticiosos que creían en la expiación de los pecados por peregrinar junto a la que consideraban una verdadera santa. Todos andaban hacia la final morada de la última fallecida del día. Contrario a lo que las malas lenguas decían, ella no murió por las cartas.

—Hermano, han muerto más de cuarenta mil personas. Ya no hay espacio en los cementerios. —Gabriel Pontefino susurró con precaución para que nadie más lo escuchara.

—Cuarenta y cuatro mil trescientas y una, para ser exactos. Ya se promulgó por ley que todo fallecido será cremado. —Guillermo contestó sin mover un solo músculo de la cara mientras una ráfaga de viento silbó al entrar por el resquicio de la mampostería averiada—. Huele demasiado a flores, ¿no te parece? Tanto perfume me está mareando.

—No es perfume, es una peste. Huele así por todos lados. Lo noté al salir de la Catedral Primada, casi vomito cuando cruzamos la Avenida Caracas.

Juan Pacheco los escuchó, sabía que la intensa fragancia de flores marchitas provenía del sureste, a escasos veintiún kilómetros donde miles de hectáreas de cultivos se arruinaron por la granizada de la madrugada. No dijo nada y prefirió desviar la mirada hasta posarse de pleno sobre la insigne flacura de Marion Dubois. El cuello largo de cisne que una vez le hizo ganar admiradores ahora revelaba hilos de tendones y meandros de arterias azulosas que trataban de esconderse entre largos mechones dorados. Marion languidecía como el día y Juan sintió más pena por ella que por la difunta.

Gabriel levantó la mirada hacia el atardecer: la aurora se desvaneció, el horizonte le había dado el primer mordisco al sol, nubes oscuras se arremolinaron en el norte. “Esta noche de nuevo lloverá” pensó en voz alta. Hizo una pausa para tragar saliva y recordar la cristalina mirada de su amada madre. Su presencia tibia estaba tan cercana y tan distante que la abstracción de la pérdida le nublaba los recuerdos y solo le permitía ver la imagen más triste que una persona puede inmortalizar en la memoria: el cuerpo sin vida de su madre enfriándose encima de la cama. Gabriel suspiró, sacudió la cabeza y con el movimiento se le desprendió la última lágrima que derramaría en vida.

—¿Será que tienen razón? —preguntó mientras ponía cara de pánico al recordar el rostro de Ate, el asesino potencial más grande de toda la historia.

—Gabriel, todos creen saber lo que ocurre y te aseguro que están equivocados. Nadie se lo imagina…

—Por todos los santos, ¿qué es?

—No te lo puedo contar.

Gabriel endureció la mirada y se sintió indignado.

—Ate está más cerca… la gente dice que ese diablo tiene la culpa de todo.

—Hermano, solo Dios lo sabe. Ate puede matar a millones y los sobrevivientes estarían condenados a una nueva era glaciar. El doctor Nahuel dice que no debemos preocuparnos, que está controlado; incluso si se acerca demasiado podemos desviarlo.

—Entonces, ¿no tiene nada que ver con las cartas?

—Te aseguro que no. El peligro hollywoodense que vemos es infundado, es creado por nuestros propios miedos.

Gabriel apretó los labios y se persignó. Pacheco se burló en silencio; con Gabriel nunca congenió y desde que lo conoció observó incoherencias en su realidad clerical. Al cura siempre le acompañaba una sombra de insatisfacción en la mirada que a Juan le daba desconfianza.

—Mamá en su locura dijo tantas incoherencias relacionadas con este escenario de muerte que estoy seguro de que sabía quién es el autor y se llevó el secreto a la tumba.

—Gabriel, no lo sé. Por su enfermedad no podría juzgar si las cosas que dijo eran realidad o fantasía. Hablé con ella horas antes de morir y solo dijo disparates. Al menos murió en casa tranquila y sin los dolores que provoca la agonía.

—Yo creo que sí sabía algo, mamá tuvo mucho poder y hablaba de cosas extrañas, pudo decirte quién era el autor de tantas muertes y desgracias.

—Gabriel estás paranoico. Más sabrá nuestra hermana… cuando cayó la primera carta dijo que la amenaza era real. Mejor deja la memoria de mamá en paz, ella fue una persona enigmática y no heredamos su carácter ni sus secretos. No me desgastaré emprendiendo odiseas inútiles en busca de quimeras. Ahora tengo una responsabilidad mayor y los ojos del mundo recaen sobre mis hombros. Sabes, te adelantaré algo, el trabajo con el equipo de científicos está dando frutos.

—Son solo niños jugando a la ciencia, ¿cómo podrán salvar el mundo?

—No los discrimines por su juventud, esos muchachos que no pasan de los veinticinco años son unas lumbreras.

—Guillermo, no somos Sísifo para engañar a la muerte. La Parca se carga el alma de los difuntos y una parte de la vida de los que quedamos en este mundo. Sin mamá nada volverá a ser igual.

—Gabriel, puedes estar seguro de que meteré a La Parca en la cárcel.

La mirada del presidente se cruzó con la de Juan Pacheco. Este, con un ademán, le indicó que se fijara en Marion Dubois: los melancólicos ojos azules de la primera dama estaban hechos una fuente de lágrimas.

—Hoy no cayeron cartas, ¿no te parece extraño? —Gabriel habló sin notar que Guillermo tenía la atención puesta en otra parte. Aun así, Guillermo respondió con tono afanoso:

—Es una tregua por la muerte de mamá. Quien esté detrás de todo esto debe estar con nosotros en el cementerio. Ahora, si me lo permites debo cuidar de mi esposa.

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