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6. Paranoia

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De lejos no se distinguían las casas, los parques ni las vías. Desaparecían en conjunto bajo un manto blanquecino como la nieve del cual brotaban resplandores cada vez que el sol avanzaba en el firmamento. Ubicados en los pisos altos de los rascacielos, los curiosos se maravillaban mirando la lontananza mágica surcada por destellos intermitentes de plata. El misterioso fenómeno había empezado a las tres en punto de la tarde y había finalizado cinco minutos después. Lo extraño del evento es que se había presentado de manera simultánea en todas las ciudades principales del país. El cielo había vertido cientos de millones de mensajes inscritos en pequeños papeles rectangulares. La caligrafía argéntica le confería al mensaje cierto brillo que daba la impresión de que la tinta tuviera cristales. Nadie sabía quién era el artífice de tan grandiosa obra de arte, nadie conocía el significado de los mensajes que encubrían un destino marcado por el crimen. Parecían una creación más del arte lisérgico del setentón Gao Wang renegando otra vez de la sociedad. Cualesquiera que fuera el objeto, el autor anónimo con su tétrico regalo logró un cometido: proporcionar miedo. Antes de las siete de la noche una lluvia a cántaros hizo que la temperatura descendiera en algunos sectores de Usme y Tunjuelito hasta los cinco grados centígrados. En Guaymaral y Chía la sensación térmica helaba los huesos y descendía hasta los dos grados. Más al sur, en zonas veredales de Fusagasugá, principalmente en Batan, fuertes vientos con velocidades superiores a cien kilómetros por hora destecharon viviendas, derribaron árboles y estropearon el tendido aéreo de las redes de telecomunicaciones; luego, la fuerte granizada que duró veinte minutos rompió tejas y destruyó cultivos de hortalizas. Ya fuese por el invierno o por las cartas, las calles estaban desiertas y las iglesias repletas.

En los primeros minutos del fenómeno la gente miró hacia el firmamento con entusiasmo puesto que los rayos de luz reflejados en los papeles que descendían emitían destellos. Luego sintieron temor cuando las ciudades se oscurecieron; más todavía, cuando la gente advirtió la ausencia de aviones surcando el cielo. Muchos creyeron que era un milagro. Igual que sucedió hace años en Lajamanu, un pequeño pueblo australiano en el que llovieron peces. La gente en todas partes se quedó pasmada con el evento; las autoridades no podían explicarlo. El mensaje generó estupor, las personas se sintieron inseguras, incluso dentro de sus casas, y se resistieron a salir. Algunos se miraron con miedo y otros con indiferencia; muchos se echaron la bendición; otros tantos, intuyendo el trasfondo del mensaje, celebraron en silencio y suplicaron con fervor que la misiva se cumpliera. Fanáticos religiosos vieron una oportunidad para propagar sus ideas y asociaron el evento con el vaticinado regreso del Mesías. Los pentecostales, férreos creyentes de que Dios se manifiesta por medio de eventos sobrenaturales manifestaron a voz en cuello que el Altísimo había soltado los ángeles para acabar con la maldad. Por otro lado, los noticieros se ensañaron como perros famélicos detrás de un hueso, una tropa de periodistas anduvo por todos lados entrevistando a los curiosos, a los atrevidos que no tenían miedo de transitar por las calles, y a los supersticiosos que pregonaban hipótesis descabelladas. Cualquier deslenguado iba por ahí divulgando profecías y sátiras que eran bien acogidas por micrófonos de terciopelo y videocámaras amarillistas.

Guillermo no sabía qué hacer. Por un lado, todo parecía estar ejecutado por una mente retorcida con el capital suficiente para hacer una mala broma; por el otro, la ausencia de pruebas dictaminaba que podía ser un milagro. Observó la televisión y escuchó la entrevista que le hacían a un comerciante minorista de legumbres: el hombre de rostro redondo y pelo descuidado alababa la situación y rogaba para que fuera verdad: “Los barrios son de la delincuencia y el gobierno no hace nada”. Se expresaba con convicción mientras enumeraba las repetidas situaciones en las que había sido víctima de extorsiones y atracos. Guillermo se llevó la mano a la cabeza y rebujó su pelo canoso. Se levantó del asiento con el ceño fruncido y haciendo uso de su mal carácter llamó a Rubí Mendoza, su asistente, con tono de enfado.

—¡Rubí! —gritó, y en un segundo llegó una señora cuarentona de rostro alargado y cuerpo esbelto. Vestía una falda roja de cuero que le cubría la mitad de la rodilla y una blusa blanca de satín con diminutas flores rojas con escote recatado en el pecho, insinuando que podía nutrir por décadas a un infante. Sus negros ojos vivarachos le daban una expresión alegre. Saludó con una sonrisa amplia que el presidente no percibió. Antes de finalizar la cortesía, Guillermo solicitó que lo comunicaran con Raúl Alfaro, el ministro de comunicaciones. Pasados dos minutos, hablaban acaloradamente.

—¿Cuántas veces te lo he pedido?

—Señor presidente, ya hablamos de eso, es ilegal, no podemos hacerlo.

—No te estoy pidiendo que hagas algo ilegal o en contra de nuestra constitución, solo que negocies. Las grandes cadenas de noticias del mundo siempre están ávidas de concesiones a cambio de favores, las nuestras siguen la misma regla. Debe haber alguna forma de que estén alineadas con las necesidades del gobierno, hace unos años era así, transmitían lo que se les decía; los medios no deben hablar con tanta libertad de lo que pasa en las calles. Su ligereza puede empeorar la situación, están generando pánico y poniendo en entredicho la institucionalidad del país.

—Esa es la realidad, no podemos tapar el sol con un dedo. La delincuencia…

—Doctor Alfaro, el domingo treinta de octubre de 1938 quedó demostrado el poder que tiene la radio, la emisión de La guerra de los mundos causó pánico en más de un millón de estadounidenses. ¿Lo sabe no? Millones de estadounidenses creyeron que eran invadidos por extraterrestres.

—Ese evento se recuerda como una anécdota, señor presidente. Aunque tiene razón, el efecto en su momento tuvo un gran impacto en la sociedad norteamericana. Pero estamos en otros tiempos. El control sobre los medios es ilícito.

Guillermo se quedó callado, la línea suspendida en silencio por unos segundos le dio al presidente la oportunidad de darle un empuje a la discusión.

—Tendremos que multar a los medios que propendan un mal ambiente y pongan con ello en riesgo la vida de la gente. Algo similar a lo que hicimos hace unos meses con los productores de medios audiovisuales que envilecen el buen nombre del país.

—Sí, sí… lo recuerdo: La Ley del Buen Nombre, multas para las producciones que depraven la imagen del país. Lo recuerdo… —vaciló— pero no creo que haya sido una buena idea, ya usted vio la reacción del gremio de cineastas. En este momento no es indicado postular nuevas leyes, ¿ya habló con Leopoldo? Carecemos de apoyo en el Congreso.

—Es un tropiezo transitorio. Por ahora comunícate con los directivos de los cuatro principales canales de televisión y radio, negocia con ellos.

—No quiero contradecirlo, pero debería dejar que pase lo que debe pasar.

—Raúl, ¿acaso no ves las consecuencias de lo que está ocurriendo? Mueren personas cuando el miedo se convierte en pánico. Y nuestro deber es cuidar de los ciudadanos. Llámalos.

—¿Qué les daremos a cambio?

Guillermo se llevó la mano al mentón y con los dedos se dio golpecitos en los labios.

—Tú eres el dueño de esa cartera. No me pidas hacer tu trabajo.

—Si le parece bien, retiraremos la restricción para hacer reportajes en los establecimientos gubernamentales, les daremos distintivos de privilegio para que realicen las reseñas al interior del Congreso y podrán tener de nuevo cámara abierta en las plenarias. Eso les gustará, lo han pedido desde hace meses.

—No creo que los cuatro accedan. Y a los parlamentarios no les gustará porque verán que se invade su privacidad. Los primeros en protestar serán los que en el pasado salieron en cámara dormidos y babeando en plena sesión de trabajo. De todas maneras, haz lo que debas hacer.

Al colgar el teléfono, Guillermo se levantó y fue hacia la ventana, acababa de escampar y cinco funcionarios recogían con rastrillos y palas los papeles esparcidos por el Patio de Armas del Palacio de Nariño. Guillermo pensó en su mamá.

—Señor, lo necesitan en la línea. —Guillermo observó la hora, faltaban diez para las siete de la noche, pensó en el doctor Raúl y masculló una maldición, no se había demorado nada para contarle el resultado de la gestión, o seguro lo llamaba a darle más excusas para no hablar con los medios.

—Rubí, estoy ocupado, toma el recado.

—Excúseme, señor, pero insisten, es su hermano.

Refunfuñando se acercó al teléfono y contestó de mala gana.

—¿Qué quieres?

—Mamá está en la clínica, le dio un preinfarto.

Guillermo se quedó callado y sintió un golpe en la boca del estómago, fue como si la dolencia de su madre se transmitiera hacia él por medio de las palabras de su hermano. Aguantó una lágrima entre las pestañas y tragó saliva mientras tomó asiento. Durante unos interminables segundos, la imaginó tumbada encima de una cama de hospital, entubada y abandonada. Su carácter no pudo contener el alud de nostalgia y sus ojos se llenaron de lágrimas, sintió vergüenza de sí mismo. Era la primera vez que distinguía la gravedad de la enfermedad de su mamá.

Se quedaron en silencio un par de segundos. Gabriel percibió que su hermano quedó noqueado con la noticia.

—¿Quién está con ella? —Guillermo por fin logró hablar con tono quebrado.

—Todos, excepto tú. Ana acaba de salir por un café, se ve extenuada. Mery salió a comer y parece que esto no le afectó, está más fresca que una lechuga; en cambio Teresita está hecha un mar de lágrimas, no se le despega y está en un sillón junto a la camilla de mamá, insistió en que los quehaceres de la casa podían atenderse mañana.

—Teresita ha estado con nosotros más de veinte años, es normal que sienta dolor al ver a mamá así. Pero lo de Mery me deja consternado.

—No le prestes atención, ella no es la joven que conocimos cuando éramos adolescentes, es muy desprendida y su profesión la volvió una mujer fría.

—Mamá se repondrá, con la ayuda de Dios. —Otro silencio—. ¿Qué dicen los médicos?

—Está controlada, al parecer fue por una repentina subida de la presión. Le están haciendo exámenes para descartar problemas en las arterias coronarias.

—¿Qué está haciendo?

—Está despierta, ve la televisión y aplaude cada vez que muestran el fenómeno de las cartas. En todos los canales hablan de eso, incluso en los canales internacionales.

—Sí, parece que en el mundo nada más sucedió. Todas las demás noticias se eclipsaron con la dichosa lluvia de cartas. —Guillermo hizo una pausa, respiró hondo y recompuso el carácter frívolo que lo caracterizaba—. Dale mis saludos. Cuando termine un par de asuntos urgentes iré a visitarla.

Hubo un gran silencio entre los dos.

—¿Guillermo, por qué eres tan cruel? Sabe Dios que sus quebrantos de salud son…. —vaciló— una carga para su edad. Ya pasó lo que pasó, ella no recuerda nada. Tal vez todos te debemos un perdón, los tres debemos solucionar la situación.

—Los dos son responsables por lo que pasó; nunca entendieron que no tuve la culpa. He hecho todo por enorgullecer a mi familia y no ven mis esfuerzos. ¿Qué madre y qué hermano no quisiera tener a uno de los suyos en la presidencia?

—Por el amor de Dios, ¿no imaginas los dolores de cabeza que nos das? Ana está hecha un mar de lágrimas porque la gente no valora tus esfuerzos y cree que siempre estás en peligro.

—Y vos no parás de rezar… todos son unos santos.

—Solo Dios lo sabe, ¿qué podríamos hacer nosotros para atormentar a mamá?

—Que buen punto de comparación. Pierdo con cualquiera que me compares. Gabriel, estoy cansado de tus sermones. Nunca les ha gustado algo de lo que he hecho. Ya no me importa si lo ven bien o mal. Un país no necesita un santo para gobernar.

Guillermo estaba indignado; su familia no era profusa como las del siglo pasado en las que se contaban hasta veinte hermanos, sus padres habían tenido tres hijos (una exageración, dirían muchos para estos tiempos difíciles); Ana la menor es una científica, Gabriel el del medio es sacerdote, y él de profesión abogado. Aunque habían sido levantados de la misma manera con los mismos preceptos y valores, entre los tres había marcadas diferencias, eran pólvora y fuego; a sus padres les salieron canas cuando ellos llegaron a la adolescencia. Don Alfonso fue empresario del sector textil y doña Margarita una fiscal importante que, gracias a una herencia de un bisabuelo, amasó una fortuna inimaginable. Su carácter filántropo la hizo famosa en el ámbito nacional e internacional y sus constantes donaciones mantuvieron a decenas de instituciones lejos de la quiebra y sacaron de la miseria a familias enteras.

La hecatombe familiar llegó el día menos pensado, una noche mágica de navidad llena de luces y sueños tan perfecta, que nunca se imaginaron una cena de nochebuena empañada por la mayor de las tristezas. Fue hace cuatro años, la mesa estaba servida con el mejor champagne, postres, natilla, buñuelos, empanadas y toda clase de exquisitos manjares; todos sentados en derredor sonreían, fantaseaban, sus mentes volaban alentadas por los buenos vientos de sus proyectos, se acercaba un gran año lleno de expectativas, retos y éxitos. De repente, su padre se levantó y los miró con dulzura, como nunca los había mirado antes, la transparencia de su mirada brillaba con la humedad de una lágrima contenida; él no sabía cómo decirles… estropearía la velada y golpearía las vidas de quienes más amaba, pero debía hacerlo porque al día siguiente debía madrugar al hospital y su familia debía acompañarlo. Con un gran esfuerzo les reveló que estaba enfermo, le quedaba poco tiempo, y expresó su última voluntad.

Desde ese instante, la vida de la familia Pontefino Ibáñez se partió en dos.

Luego de escuchar a su padre, todos le manifestaron apoyarlo para cumplir su último deseo y se repartieron compromisos. En las siguientes semanas, Guillermo, acosado por la campaña política incumplió su parte del trato, su padre no pudo esperar y falleció. La enemistad entre la familia se instauró de tal manera que mes a mes florecieron los problemas, sobre todo entre Ana y Guillermo. En medio estaba el reconciliador Gabriel y la afligida doña Margarita que, como madre amorosa, nunca perdía la esperanza de ver reunida de nuevo a su familia; por más que intentaba resolver las diferencias, su inocente intervención las acrecentaba.

Al otro lado del teléfono el silencio se rompió con la voz afligida de Gabriel.

— Antes de entrar en la sala de urgencias mamá dijo que la muerte no vencería su amor por la familia y por este país. Ella solo tiene un aliciente para enfrentase a la vejez y es que estemos unidos como antes.

Guillermo sintió otro golpe en el estómago. Y de nuevo afloró la nostalgia y el miedo a perder a su madre.

—Dile a mamá que la amo.

—Se lo diré y también le daré un beso en la frente de tu parte. Pero debes venir cuando te quede fácil. Ella dice que tiene que contarte algo, que los defensores te ayudarán pero que debes saber la verdad.

—Mamá y sus misterios, siempre habla en clave cuando le viene en gana, ¿cómo es qué dice?... Ah, sí… “tengo un pacto con Dios, y Él me lo ha dicho todo al oído”. Igual que le ocurrió a Juana de Arco, las voces tejen el destino. Hermano, creo que son palabras sembradas por un cura malintencionado que pretende que la vida gire alrededor de sus creencias. Dile a mamá que la amo sin medida y que pronto iré a visitarla. Es una promesa.

—Es…

—Gabriel, ya viste las noticias. Tengo asuntos críticos que atender.

Guillermo colgó el teléfono y regresó la mirada hacia la ventana. El verdor del prado de nuevo aparecía. Sacó de su bolsillo una de las cartas y la leyó por segunda vez, su mente repasó cada palabra como un detective examina la escena de un crimen.

Castigaré a los impíos y pecadores.

Morirán los que se vistan de Caín.

“Si los mensajes solo hubieran caído en casa de mamá, pensaría que es obra de Gabriel” … si esta misiva en verdad es del cielo y Caín va a morir, por las calles pasará el ángel de Dios con espada en mano que es lo mismo que un asesino armado recorriendo los barrios; como mínimo en cada barrio habrá un Caín, y por cada Caín una madre que no entenderá por qué su hijo debe morir.

Condenados

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